El timbrazo. La noticia. Increíble no solo por inesperada; también, y sobre todo, por indeseable. No entiendo nada. Quedo totalmente en blanco en medio de la oscuridad. Vuelve a sucederme y no acabo de entender que la muerte es algo natural… pero contra, por qué ahora; pero contra, por qué Alberto.
Pienso en Zenaida, esa mitad y más de su vida entera; en Albertico, el retoño; pienso en mamá, tronco y espiga; en los demás familiares… y no quiero verme en la piel de sus latidos, no muy distintos ni distantes de lo que late, ahora mismo, dentro de Paneque, allá en La Habana; de Róger, Julio César, Góngora u Oscarito, acá en Las Tunas y de muchísimos colegas, entrañablemente cercanos a pesar de las distancias del espacio y del tiempo… siempre tan relativos.
Y es que, sin izar ni bajar suposiciones, ondearán a media asta cientos, miles de recuerdos, instantes, agradecidas y aleccionadoras enseñanzas, en las vértebras mismas de un periodismo que Albertico (Rodríguez Fernández) supo vertebrar también —y tan bien— allá por sus propios albores en el entonces, y todavía y siempre Oriente cubano; embarrado de tinta hasta la médula de la pasión noctámbula, en el gateo inicial informativo de la ahora Agencia Cubana de Noticias, en sus despachos desde despacho coreano, en las noches de desvelo y días de franco sueño que la vida le obsequió (o viceversa) en el periódico Granma, en su nada bohemio paso por Bohemia…
Mucho no sé, en detalle, de sus andanzas sobre el teclado. Jamás le oí conjugar verbo alguno en la primera persona de un singular que ahora, caramba, le concede bien merecida singularidad. Porque fue —y ya no dejará de ser— tecla donde situar mirada.
¿O por qué Adalys le lanzaba un SOS, desde la Upec, o Ramiro desde el periódico 26, y otros y otras desde diferentes escenarios, donde tantos y tantos festivales, encuentros o concursos requerían del conocimiento, el rigor y la imparcialidad hechos persona?
Sí. La vida me permitió acercarme a él un día. Como finito subordinado en el despegue, como amigo en lo infinito para jamás aterrizar forzosamente en las pistas del olvido o de la indiferencia. Y cuánto lo agradezco, en nombre de todos los agradecidos y de todas las agradecidas de este gremio y más allá de él.
¡Qué clase de tío hemos perdido! –diría un bisoño. !Qué clase de tío hemos ganado! —podemos, con total orgullo, decir todos. No un tío cualquiera, sino ese Tío Alberto que, como el de Joan Manuel Serrat, “da todo lo que puede dar, su puerta está de par en par, quien quiera entrar tiene un plato en la mesa…
El que conserva ¿verdad Zena? de un niño la ternura, de un poeta la locura, aún sabe sonreír y siempre creerá en el Amor… tío, hermano, Alberto.