Tan lejano en el tiempo como 1973, conocí al periodista Alberto Rodríguez Fernández en el periódico Sierra Maestra de Santiago de Cuba, donde él había comenzado cinco años antes a ejercer la profesión, tras pasar un curso emergente para corresponsales.
Desde entonces y como si nunca hubiera llegado a la adultez, mantuvo como característica una sonrisa casi infantil acompañada de una voz un tanto melosa con una lenta cadencia, que recordaba el deje de quienes nacimos en el Oriente de la Isla.
Al pasar los años, nuestra amistad se afianzó especialmente por haber formado pareja con mi colega y amiga Zenaida Ferrer acá en La Habana adonde él se había trasladado en 1978 .
Sabiendo que había venido al mundo en 1950, en Las Tunas, en aquellos tiempos del Sierra Maestra ante mí estaba un joven que apenas rebasaba las dos décadas de vida y que, a golpe de esfuerzos y sin dejar de trabajar, se graduó en 1976 de Licenciado en Periodismo de la Universidad de Oriente.
Creo que tanto derroche de energías en tan temprana edad, lo hicieron acreedor de ser delegado al III Congreso de la Unión de Periodistas de Cuba (Upec) que se celebró en junio de 1974, organización a la que había ingresado en 1968 y que, 25 años después, lo distinguiría con la Distinción Félix Elmuza, su máxima condecoración.
Repensando su trayectoria profesional, es notable los años que les dedicó Alberto a importantes medios cubanos de prensa: la Agencia de Información Nacional, por ejemplo, hoy conocida como Agencia Cubana de Noticias (ACN). Antes de trabajar en la oficina en La Habana, abrió en Las Tunas la corresponsalía provincial y se mantuvo como editor en la sede central de la Agencia hasta 1984.
También en el periódico Granma hizo estancia notable al trabajar en un inicio en el Semanario Granma Internacionalista y más tarde, en la Redacción Nacional para luego pasar a Granma Internacional. Como redactor participó en coberturas de importantes eventos internacionales y nacionales.
Asimismo en funciones de trabajo estuvo en Nicaragua y en la ex extinta Unión Soviética, y cumplió misión de colaboración durante dos años (1990-1992) en la República Popular Democrática de Corea (RPDC).
Justamente en esa época, nos volvimos a encontrar en Moscú en 1990 adonde en tránsito hacia la RPDC, llegaron él, Zenaida y la entonces pequeña e inquieta Addys. Con su presencia, la Corresponsalía de la Agencia Latinoamericana de Noticias Prensa Latina (PL) y nuestro hogar moscovita se llenaron de júbilo. Sus anécdotas y remembranzas, nos trajeron un poco del añorado calor de la Isla a mi esposo y a mí; juntos todos disfrutamos de aquel momento. Al término de la encomienda en la nación asiática, le fue conferida la Orden de la Amistad de 2do grado.
Los tres últimos lustros los pasó Alberto en las filas de la centenaria revista Bohemia donde ocupó la jefatura de redacción y edición. Y aunque jubilado desde hace cerca de dos años, nunca se desvinculó del todo aquel colectivo al cual regresaba siempre que era necesario.
Después de coincidir por poco tiempo en el Sierra Maestra, él y yo nunca más trabajamos juntos; sólo lo hicimos cuando nos encontramos como integrantes del Jurado de Prensa Escrita del Concurso Nacional de Periodismo 26 de Julio que anualmente convoca la Upec.
En dichas ocasiones en el fragor de tan responsable labor, demostraba sus dotes de celoso editor, meticuloso en extremo a la hora de la revisión y enjuiciamiento del otro; aquel que, por el afán de dominar más y más el uso del idioma, me confesó su esposa Zenaida, tenía en los Diccionarios de la Lengua Española, sus libros favoritos.
Como un verdadero descendiente de la tierra de Juan Cristóbal Nápoles Fajardo, gustaba de la poesía vernácula, de la décima y hasta se atrevió a hacer versos. También la musa lo acompaño para escribir como nadie irrepetibles crónicas sobre temas comunes que solía embellecer, que incluso le reportaron ser merecedor de premio en el concurso Primero de Mayo, de la CTC.
Asimismo lució tales dotes al redactar reportajes o grandes crónicas sobre las Jornadas Cucalambeanas que celebran anualmente en su terruño, adonde llegaba siempre como invitado de honor, categoría que también tuvo para asistir a los festejos por el 200 aniversario de la fundación de Las Tunas.
Medio siglo de militancia en las filas de los periodistas cubanos, de esos fieles a sus raíces y con sentido de pertenencia, que supo enfrentar los avatares cotidianos y de la profesión los cuales nunca fueron suficientes para hacer que Alberto Rodríguez Fernández cambiara aquella su sonrisa casi infantil que siempre lo acompañó como sinónimo de quien se siente en paz por haber cumplido la obra de la vida.
¡Hasta siempre, Alberto!