El 6 de julio de 1878, todavía cercano el Pacto del Zanjón, y lejos él del liderazgo que alcanzaría en el movimiento cubano de liberación nacional, José Martí le escribió a Manuel Mercado: “¿He de decir a V. cuánto propósito soberbio, cuánto potente arranque hierve en mi alma? ¿Que llevo mi infeliz pueblo en mi cabeza, y que me parece que de un soplo mío dependerá en un día su libertad?”.
Ya intuía —o era consciente de ella— la creciente importancia que tendría su quehacer revolucionario. Con él logró el reconocimiento de sus compatriotas y la unidad, nunca antes alcanzada a esa altura, con que el movimiento patriótico llegó a la gesta de 1895. Máximo Gómez la denominó “la guerra de Martí”, lo que habla del renovador carácter organizativo y conceptual, de hondas implicaciones para entonces y hacia el futuro, que Martí le imprimió a la contienda desde sus preparativos.
En ese camino creó el Partido Revolucionario Cubano, no solo para conducir la preparación de la lucha armada. En las Bases de esa organización plasmó su convicción de que urgía darle al independentismo una perspectiva que sentara cimientos para lo que él se proponía con el afán de liberar y transformar a Cuba: fundar en ella “un pueblo nuevo y de sincera democracia”.
Tal meta implicaba un replanteamiento a fondo de la realidad que él había conocido en una amplia y representativa porción del mundo: desde España, pasando por varios países de nuestra América, hasta los Estados Unidos, donde transcurrieron los años finales, cerca de quince, de su vida. Toda esa experiencia creció y se profundizó con su estudio de la historia del mundo.
En los Estados Unidos, que no pocos tenían como un modelo de república democrática, él vio, además de los peligros que su voracidad representaba para nuestra América, la irrupción de una república cesárea e invasora, de graves consecuencias para el planeta en general y hasta para el pueblo estadounidense.
Librar a Cuba de semejantes peligros exigía unidad en el movimiento patriótico, acosado por obstáculos en los que incluían diversos conflictos, como el antagonismo entre las vertientes políticas llamadas militarismo y civilismo. Urgía revertir lo que en las Bases del Partido caracterizó como “una sociedad compuesta para la esclavitud”. Esa lacra seguía siendo “la gran pena del mundo”, como escribió Martí en Versos sencillos, cuando ya en Cuba se había abolido la esclavitud tradicional,
Los choques entre militarismo y civilismo crearían confusiones, y algunos pensarían que él se inclinaba a posiciones civilistas, cuando lo que hacía era fraguar una solución política superior. Su propósito era impedir a la vez las hipertrofias militaristas, afines al caudillismo que tanto daño seguía haciendo en nuestra América, y el legalismo con que la República constituida en Guáimaro había obstaculizado la acción del Ejército Libertador. Pero, para prevenir tales extremos, sería sano mantener viva la mejor herencia de la República de 1869, no olvidarla.
Las contingencias pueden haber influido en la elección del 10 de abril para proclamar en 1892 la constitución del Partido. Pero Martí la asumió como expresión de homenaje a una República de la cual la Cuba independiente, por la que se luchaba, merecía y debía prolongar las virtudes encarnadas en una vocación independista radical y una voluntad democrática abonaba por la civilidad.
El funcionamiento del Partido —que se organizó en la emigración para evadir la vigilancia española, pero en comunicación funcional con el país—, ratificó en los hechos las aspiraciones de sincera democracia abrazadas por Martí. Su estructura era sencilla: solo dos cargos dirigentes en su cima, el de Delegado, nombre escogido por Martí para el cargo principal, y el de Tesorero. Ambos tendrían bajo su dirección las numerosas organizaciones de base, los clubes, como se les llamó siguiendo la práctica ya familiar en el movimiento independentista cubano.
Esas organizaciones —y los cuerpos de consejo en que ellas se vinculaban en localidades donde había varias de ellas— reprodujeron la sencillez de la cúpula, y se guiaron por un funcionamiento que cultivaba la disciplina centralizada y la soltura de acción y pensamiento para hacer realidad el programa general defendido.
A todos los niveles los dirigentes eran electos y revocables. Se elegían con una periodicidad que dinamitaba las nociones de la “democracia” imperante entonces, y hoy, en el mundo: en la organización martiana las elecciones eran anuales, y en el momento en que la masa electora entendiese necesario deponer a cualquiera de sus dirigentes, podría hacerlo mediante el voto, con orden —como lo exigía la preparación de una guerra—, pero sin esperar al siguiente proceso eleccionario.
Mientras la tesorería se rigió por un rigor contrario a la corrupción, el funcionamiento general del Partido sembró semillas contra el burocratismo. Estructura y acción requerían el mayor cuidado, a la altura de los fines defendidos. Recién iniciada la contienda, y con el ejército español en frente, en su carta póstuma a Mercado, fechada 18 de mayo de 1895, Martí le confesó a Manuel Mercado el objetivo mayor de su empeño: vencer el peligro que representaban los Estados Unidos. “Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso”, escribió, poniendo de hecho en segundo plano la significación del fin inmediato de la contienda patriótica: la necesaria derrota de España.
Si en la misma carta expresó: “En silencio ha tenido que ser, y como indirectamente”, lo hizo refiriéndose a ese punto crucial, no para justificar ocultamientos frustrantes. El periódico Patria, también creación suya, empezó a circular el 14 de marzo de 1892, antes de proclamarse el Partido. No nació, pues, para funcionar como órgano formal de este, sino con otro carácter: “Es premio grande el de ser órgano del patriotismo virtuoso y fundador”. Así lo definió Martí en “Generoso deseo”, artículo publicado en el mismo periódico el 30 de abril de 1892.
Lo primero podía hacer del Partido un escollo para la radicalidad de la vanguardia revolucionaria —encabezada por Martí—, mientras que lo segundo le aseguraba la condición de propagador de la verdad, con lo cual cumplía una de las divisas propias de la ética del guía: “La palabra no es para encubrir la verdad, sino para decirla”, escribió en “Ciegos y desleales”, aparecido, también en Patria, el 28 de enero de 1893, y que comienza con esta afirmación: “La política es la verdad”.
Un propósito cardinal de Martí en la guerra era la celebración de una asamblea que tendría un lugar de primer orden en sus afanes por llegar a Cuba. En la citada carta le escribió a Mercado: “seguimos camino, al centro de la Isla, a deponer yo, ante la revolución que he hecho alzar, la autoridad que la emigración me dio, y se acató adentro, y debe renovar conforme a su estado nuevo, una asamblea de delegados del pueblo cubano visible, de los revolucionarios en armas”.
En el programa revolucionario fraguado por él, esa renovación no dependería de prerrogativas personales: sería facultad de la asamblea, que él concibió en los términos más democráticos posibles para una guerra. La muerte, que lo sorprendió el 19 de mayo, no solamente le impidió terminar la carta, sino también llegar a esa asamblea, que, sin él, ya no sería la misma. Aunque se rehúyan conjeturas, es inevitable imaginar cómo habría sido con la presencia del líder capaz de unir al movimiento patriótico como nadie lo había conseguido antes, y en quien las masas mambisas veían un presidente natural.
En textos suyos escritos en campaña se aprecia que rechazaba el título de Presidente, no solo para sí, sino en general. Pero ¿habría eludido la responsabilidad de ese cargo? ¿No habría encontrado otro nombre para esa misión? Para el máximo dirigente del Partido acuñó Delegado, de clara intención democrática, y fue electo para ese cargo —que honró con su ejemplaridad— en todas las elecciones hechas mientras vivió.
Eran inmensos los desafíos que la Revolución debía enfrentar y vencer, y Martí no podía ignorar la importancia de su desvelo revolucionario. Debía llegar a Cuba, y su resolución era hacerlo. Para eso salió de Nueva York el 30 de enero de 1895 y emprendió un arduo recorrido por tierras y mares del Caribe.
En buena parte lo hizo junto a Máximo Gómez, y ambos enfrentaron obstáculos y peligros. Pero si algo no asoma en los numerosos textos de Martí que se conocen es que estuviera dispuesto a regresar a la emigración. De haberlo estado, ¿para qué salir de Nueva York y correr los peligros que corrió a partir de entonces?
Que él no estuviera presente en la guerra podía ser el deseo de otros, por distintas motivaciones —desde querer cuidar su valiosa vida hasta, en el caso de aquellos para quienes su verticalidad renovadora podía resultar incómoda, mantenerlo lejos—, pero él sabía que su lugar estaba en Cuba, dentro de ella, luchando directamente por ella. A Federico Henríquez y Carvajal le escribió una de sus grandes despedidas, ya rumbo a la guerra, fechadas 25 de marzo de 1895.
Cuando le dice: “Para mí, ya es hora”, no revela una vocación suicida que no tuvo y que en él habría sido un impensable acto de irresponsabilidad, sino su clara comprensión de que su presencia en la guerra era vital para la patria. Si debía morir en la contienda, quería que fuera “pegado al último tronco, al último peleador”, cuando no hubiera otra opción digna que la muerte. Mientras tanto, como le escribe a Henríquez y Carvajal, tiene mucho por hacer: “aún puedo servir a este único corazón de nuestras repúblicas”.
No usaba palabras vanas, y tampoco lo hizo en ese caso. Sabía lo que peligraba, y lo que urgía: “Las Antillas libres salvarán la independencia de nuestra América, y el honor ya dudoso y lastimado de la América inglesa, y acaso acelerarán y fijarán el equilibrio del mundo. Vea lo que hacemos, Vd. con sus canas juveniles, —y yo, a rastras, con mi corazón roto”. Por eso, sin asomo de una vanidad que nunca tuvo, añadió: “Yo alzaré el mundo”. Para ello debía estar en el centro de los acontecimientos, no lejos.
Una noticia falsa —según la cual ya él y Gómez se hallaban en Cuba— pudo servirle para reforzar los argumentos sobre su decisión de llegar a la Isla en guerra. Pero hacerla depender de esa contingencia es, cuando menos, banalizar la realidad, menospreciar la resolución por la cual él mismo había firmado en Nueva York, como Delegado del Partido y junto a los generales Enrique Collazo y José María Rodríguez, este último en representación de Gómez, la orden de alzamiento que dio paso al estallido de la contienda. Y a ella debían llegar los máximos dirigentes de la revolución: él, Delegado del Partido, y Gómez, jefe del ramo militar de la organización.
No guiaban a Martí máscaras ni levedades posmodernas, sino la franca densidad del sentido misional con que asumía la existencia desde que, niño aún, “juró lavar con su vida” —no solo con la eventualidad de la muerte probable— el crimen de la esclavitud, como la que en su condición de nación oprimida seguía sufriendo Cuba en 1895, y sufrían en ella especialmente los humildes.
Ese juramento lo guiaba en sus responsabilidades al frente del movimiento independentista, con la vocación redentora en que se inscribieron la proclamación del Partido Revolucionario el 10 de abril de 1892, y su llegada a Cuba, con Gómez y otros cuatro compañeros, por La Playita de Cajobabo, el 11 de ese mes en 1895.
Si en la selección de la primera fecha puede verse un homenaje superador a la República de Guáimaro —el propio Martí se refirió al Partido en el Patria del 7 de abril anterior como una organización ya en pie—, la fecha de la llegada de los expedicionarios a Cuba dependió de diversos acontecimientos. Pero ambas efemérides tienen en la historia de Cuba, y en la afectividad de la patria, una cercanía que rebasa la mera contingencia cronológica. La tragedia del 19 de mayo de 1895 propiciará recordar otros costados de los hechos.
Imagen de portada: Dibujo de José Delarra.
Formidable síntesis del significado de estas fechas, y aclaraciones medulares a confusiones en cuanto a la real claridad de propósitos del Maestro en cada momento. Todas estas notas martianas de Toledo, siempre contextualizadas y ejemplarizantes para los tiempos de entonces, de ahora y el porvenir, remiten a su excelente obra biográfica, ‘Cesto de llamas’, de imprescindible lectura, y penosamente demorada reimpresión. Pero cada nuevo texto suyo motivado por estas conmemoraciones tiene su propio sentido y virtuosa utilidad, como este que también acrecienta su inapreciable contribución a Cubaperiodistas, a la dignificación del oficio y el cultivo de los más elevados valores.
Excelente artículo, renovado análisis de lo acontecido en aquellos gloriosos días. Martí tenía, entro otros desvelos, el deseo de llegar a Cuba al encuentro con aquellos patriotas que días antes habían iniciado la guerra que él había organizado. Coincido en sugerir el magnífico libro de Luis Toledo “Cesto de llamas”, biografía martiana que debería estar en la biblioteca de todo martiano.