Si con un texto el autor se tomó a pecho la responsabilidad de no faltar a la cita de la publicación en que se le ha invitado a participar, fue con el que sigue. En todos cree haber sido fiel al sentido de responsabilidad y a su vocación, pero tal deseo se le acrecentó por la persona a quien la presente semblanza —como otras colaboraciones que, por numerosas que sean y mucha estima que sus firmas recaben, no serán tantas como ella merece— pretenden rendir tributo a quien se lo ha ganado como trabajadora incansable y ser humano honrado.
El homenaje sería colectivo y entusiasta. Pero escollos de todo tipo, contrarios al merecimiento de la persona que lo recibiría —entre ellos años de una fatídica pandemia—, frustraron un proyecto que sería justo retomar.
Así llegó el autor a olvidar el texto, hasta que circunstancias diversas —incluida la revisión de archivos “viejo”, y una que fue determinante— se lo recordaron. Vuelve a él por una razón básicamente: para no faltar a su voluntad de reconocer las virtudes de la persona para quien gustosamente lo pensó y lo escribió.
Sería difícil enumerar los frutos cosechados en la vida política del país, especialmente en la educación y en su cultura artística y literaria, y en la promoción del legado martiano, donde —ya sea de lejos o en la cercanía, y a veces en injusta sombra, en un desconocimiento que acaso el tiempo no alcance para revertir— no hayan estado la tenacidad y la eficiencia de Graciela Rodríguez Pérez. Pero, por si ese nombre no suscita pensar en ella, he aquí el apelativo que la identifica ampliamente: Chela.
A veces —ni remotamente este autor será el único— la hemos visto en actos en los cuales se prodigan alabanzas merecidas a protagonistas de empeños varios, y a ella ni siquiera se le menciona, aunque su aporte ha sido un pilar para el logro de los frutos celebrados. Y la verdad es que eso no parece afectarla. Tal vez hasta agradezca un silencio que, lejos de mermar el valor de su contribución, lo subraya. Pero ello tampoco mengua el peso de la injusticia, por muy involuntaria que pueda haber sido.
Una vez, hace años ya —dudo que ella lo recuerde, o quizás sí, porque la buena memoria es otro don en su eficiencia—, intentando hacer un chiste cariñoso le dije que con ella funcionaría bien hasta una orquesta mala y ni siquiera bien dirigida. “¿Por qué?”, me preguntó casi áspera, y le respondí lo que yo pensaba: “Porque podría sonar a chelazo limpio”.
No voy a contar su reacción, su respuesta casi en un ronquido, más que en voz airada. Me percaté aún más de que ella no estaba acostumbrada a los halagos, y de que solo aspiraba (aspira) a cumplir bien sus tareas, a que se alcance bien —lo mejor posible, a tope— cuanta meta digna se le haya confiado o pueda contar con su hombro.
Mi intento de chiste le habrá parecido malo; pero no me arrepiento de haber tratado de hacerle comprender cuánto apreciaba y aprecio su ejecutoria, aunque en su afán de utilidad y buen puntillismo, más que hablar, a veces gritara. Hasta eso tiene ella el don de hacer sin que parezca un insulto, un atropello, y mucho menos abuso de poder.
Esto último por una sola razón pensable: el poder para ella se limita a nada más y a nada menos que poder trabajar, poder hacer cosas buenas, coadyuvar a que se haga bien lo que se necesita que sea hecho, y a que otras personas participen también, y bien, en el empeño. ¡Si en todo tuviéramos una buena tropa de personas así, si en cada rincón del país hubiera otras muchas Chelas, y Chelos! Insístase, además, o sobre todo, en su honradez: no piensa en “qué puedo buscarme”, “qué puede caerme de esto”.
Todo lo hace pensando en lo que José Martí llamó “la utilidad de la virtud”, ni punto menos. Pero fue también Martí quien reclamó que supiésemos ejercer, bien, lo que él llamó oficios de la alabanza. Tampoco en eso andamos siempre como deberíamos y necesitamos. Por tal motivo disfruté que, en la primera ocasión en que el Movimiento Juvenil Martiano otorgó el Premio Joven Patria, Chela estuviera entre quienes lo recibieron junto a personas cuya relevancia es más o menos habitual proclamar.
Me pareció azorada ante un reconocimiento que merecía sin la menor posibilidad de duda, pero que podía saberle raro, por lo poco que ha recibido halagos que merece. Seguramente el acto de justicia asociado a dicho Premio patriótico hizo que nos sintiéramos particularmente bien quienes allí estuvimos acompañados por ella, lo que nos animaría a intentar merecerlo de veras.
Aunque no nos haya pasado por la mente, hace que uno —sin aspirar al perdón de académicos y académicas a ultranza— se sienta movido a rectificar a Bertolt Brecht por no haber escrito explícitamente que no solo hay hombres a quienes hace imprescindibles luchar toda la vida, sino también mujeres.
La circunstancia determinante por la que en estos días recordé el texto, cuyo original acumulaba más de una década, fue una visita ocasional a la Fundación Alejo Carpentier, donde me encontré imprevistamente con Chela. Pero no resultó casual el aprecio que allí muestran por ella sus compañeros de labor, un colectivo que se ha beneficiado de una presencia que nadie con buen rumbo querría perderse. Y creo que tampoco es fortuito el crecimiento notable en la capacidad de Chela para sonreír.
Dondequiera que ha estado, ha desplegado su capacidad de trabajo, su entrega a la buena marcha de las tareas a su cargo. Y ahora —aunque ella tal vez ni haya pensado en eso— tendrá además el aliento de saber que su trabajo llevará directamente el sello de su aporte personal.
Para alguien de su fibra, eso no será cuestión de vanidad, pero es justo que opere como resorte para la satisfacción de saber que su trabajo es útil, y ahora no será esquivo en luz también para sí misma. Ella la merece.
Para que el texto no siga ahogado en el olvido, no me extiendo, no me detengo a glosar lo que hablamos en el reencuentro.
Gracias, Chela, aunque estas palabras me cuesten recibir un chelazo. Sé que siempre será limpio y, en el fondo, cariñoso.