La estancia del joven José Martí en la finca El Abra se prolongó desde el 13 de octubre de 1870 hasta el 18 de diciembre de ese mismo año. Desde entonces la leyenda de su presencia permaneció viva en la isla y en la casa que lo acogió. Descendientes de la familia Sardá preservaron los recuerdos de generación en generación y aún viven allí, en la casa que está junto a la parte de la vivienda que estaba destinada a las habitaciones para visitantes. En el Museo parece que el tiempo no transcurrió.
A estas horas, la luz del sol es apenas una leve insinuación que se refleja en el cristal de la lámpara de noche junto a la cama de hierro, mientras el escaparate plantado en su triste y sobria soledad en uno de los extremos de la habitación, permanece silencioso cuando la humedad le saca los olores al cedro que aún parece que vive con la raíz en la tierra y las ramas desplegadas en el monte.
El destello que se esparce más acá del ventanal calienta las sábanas y despierta de su breve somnolencia al joven José Martí. La noche entera la ha pasado sin pegar los ojos entre el delirio blanquecino que le enrojece la mirada y recuerda las canteras y el temblor febril que le provocan el tumor testicular y las ulceraciones de la pierna. Acomodar el grillete para que lastime menos en las partes más dolorosas no le ha dejado dormir. A cada instante siente las punzadas quemantes en la piel, como si toda la sangre del cuerpo fuera a desbocarse por las heridas abiertas.
La brisa y el rumor de las hojas de los árboles que se posan sobre el techo de la parte alta de las habitaciones para huéspedes, donde está el granero en esta casa de estilo catalán, le secan el sudor de la frente y cambian el ánimo a este muchacho de 17 años que ansía la llegada del día en que le retiran los hierros.
A partir de entonces le será mucho más fácil andar hasta el reloj de sol que marca la hora de Cuba, París y Barcelona, adentrarse por el sendero entre dagames, majaguas y eucaliptos hasta el brocal matizado de musgos por la frialdad de los suelos en la sombra, al fondo de la casa, camino a la ladera y hasta llevar y traer la correspondencia a Nueva Gerona, acompañado por Casimiro que conduce invariablemente la calesa.
En la finca El Abra, la acogida de don José María Sardá y las atenciones de Trina, su esposa, lo han conmovido y resultado como un bálsamo de ternura, luego de los sufrimientos y desgarraduras del presidio.
Sardá era maestro de obras. Acostumbraba a embarcar en dos goletas sus producciones para la construcción, desde Batabanó hasta la isla de Pinos.
En la ciudad costera del sur habanero conoció al padre de Martí que entonces inspeccionaba buques. Sardá era también coincidentemente, el propietario de la cantera La Criolla, donde cumplía trabajos forzados, aquel joven delgaducho y serio que tanto le había llamado la atención y resultó después ser el hijo de Mariano. Sardá intercedió y logró el indulto que hizo posible el viaje de José Martí a la finca.
Ahora, son las voces de la casa que se pasean por el corredor de la entrada, las que lo despiertan definitivamente. Percibe el ir y venir de la gente hacia el aljibe que en el patio filtra las aguas del manantial. Se incorpora y viste con dificultad. Después, para apagar sus ansiedades y desasosiego se refugia en la lectura del Antiguo Testamento, que en el hogar de la familia Sardá no es un pequeño libro de hojas casi transparentes por su delgadez, sino un grueso volumen con ilustraciones de la Santa Biblia. Más tarde, cuando la vista se le ha cansado para poder continuar fijando la mirada en las letras y dibujos, respira profundo como para llenarse de todas las fragancias de la campiña cubana, de la naturaleza abundante del lugar. Cuando ya le quitaron el grillete decide utilizar una parte para hacerse un anillo que llevará una placa de oro, donde dirá: Cuba. Más adelante escribirá: “Ahora que tengo un anillo de hierro, mis obras deben ser férreas”.
Imagen de portada: Finca El Abra, en los tiempos de Martí. Tomada de Verde Olivo.