COLUMNISTAS

Fe, esperanza y claridad

Cuando en la mayor cuartería de la democracia occidental Donald Trump “arrastró” por los suelos las aspiraciones presidenciales de Kamala Harris y, sobre todo, cuando poco tiempo después el rubio peligroso con expediente criminal desgranó ante el mundo, con el mayor desparpajo, la plantilla de forajidos que integrarán su Gobierno —con protagonismo en puntos sensibles de  “acupuntura” o vudú contra Latinoamérica para Marco Rubio y Mauricio Claver-Carone y embajadas convenientes para otros miembros de la casta anticubana—, no pude menos que pensar en mi Isla en peso, con su gente adentro pidiendo a la vida un premio más que merecido; en mi Isla, con su alegría cierta pero siempre aco(r)tada por las circunstancias; en mi Isla, con su revolucionario cansancio; ¡revolucionario, sí, pero cansancio al fin!, y no se me ocurrió otra frase que esta: ¡Marx nos coja confesados!

Como, más que en otros —¡y mire que en Cuba hay carnés para todo!—, creo en el carné de los preocupados que germina invisible, sin registro alguno, en los pechos silvestres de la gente, hay mil cosas nuestras que me preocupan tanto como la adolescencia tardía e irresponsable del presidente que la maraña electoral de Estados Unidos le ha re/impuesto al mundo.

Me preocupan, por ejemplo, el pesimismo silenciado y el pesimismo a secas, mas también el optimismo ciego, sin gradación ni apellidos, que a veces linda con la falta de respeto a la inteligencia ajena. Por estas fechas de cambio de año he escuchado a personas que sostienen a la brava que creceremos en tales o cuales rubros estratégicos, pero no dan argumentos concretos de cómo, con qué y con quién conseguiremos esa remontada extraordinaria que no hemos conseguido en décadas… de la misma forma, con las mismas cosas, con la misma gente. ¿Será Palas Atenea quien asegure nuestra victoria en el “campo de batalla” empujando a un lado u otro las espadas o Poseidón nos dará el soplo exacto que, sin hundirla, impulse nuestra barca a su destino mejor? No parece. Hay que celebrar toda fe, pero a menudo no hay mayor “creyente” que un ateo sin sustentos.

Nuestra suerte se define con fe, esperanza y… claridad. Ante los años que corren, uno siente que hasta a la Letra del año, esa proyección de país sustentada en venerables dioses de la otra orilla que cada enero consultamos, en esta, hasta los materialistas acérrimos —sea a pleno día o “por la madrugá” de las redes—, le falta todo un abecedario de elementos para completar el cuadro realista-mágico de “adivinación” que persigue sugerir.

¿Será que se ha instalado en el panteón yorubá la extrema cautela del discurso burocrático o que también nuestros valientes orishas estarán atolondrados con los inescrutables misterios de mipymes, “supymes”, “vuestrapymes”, los dólares en auge, los MLCs “en remojo” y los mercados (más) exclusivos que ahora mismo abruman a sus hijos?

Se habla en extremo del proyecto de vida, en Cuba, de los jóvenes, pero lo más grande que está en juego, porque incluye todo y a todos, es el centenario proyecto nacional que aun antes de Carlos Manuel de Céspedes comenzó a forjar nuestra estirpe y que hoy, seamos claros, se define también en una mesa que tristemente reserva cubiertos para potencias ajenas. Es la maldita geopolítica que nos condiciona desde los tiempos en que la palabra misma (geopolítica) no existía, pero ya éramos, como premio reciente o eterna condena, por providencia divina o capricho geológico, los cerrajeros del Golfo… y del Caribe. ¡Cómo pesa la llave más grande que una Isla!

Inevitablemente, el proyecto de nación soberana ha de levantarse no solo mirando al cercano imperio que nos vigilará como a presa por los siglos de los siglos, sino también analizando el auge y caída de los intentos afines al programa que emprendemos. El bloque rojo del Este, que ciertamente quedaba en el Oriente mas no era tan rojo como se (le) pintaba, se convirtió motu proprio en arena del desierto no apta para reconstruir y al cabo cayó porque, con los clásicos o contra los clásicos, no fue más que un socialismo ectópico, ensayo fallido de alojar, fuera de sitio, una criatura social superior que había de ser empinada a base de sacrificios colectivos, pero con capacidad exitosa de competencia internacional contra otros modelos y con una cuota creciente de incentivos igualmente ¡colectivos! Cualquier otra cosa era la carta náutica hacia el naufragio que fue.

Lo curioso, entonces, no es que aquellas naciones encintas de justicia terminaran, décadas después de su “concepción”, vomitando y sangrando, abortando sin gloria un bebé más grande que ellas; lo curioso es que, a la postre, la misión histórica de alumbrar ese macrobebé de la humanidad terminara recayendo fundamentalmente en Cuba, el país más pequeño y distante del bloque, el que estaba tan lejos del muro del Berlín y tan cerca del “muro” de los norteamericanos, el del útero golpeado por el vecino acosador dentro del cual todavía puja por crecer el muchacho de marras. De modo que cuando, pleno de visión política, Fidel Castro nos llamaba a salvar el socialismo nos asignaba no una tarea local, sino una misión planetaria.

Igual que se lamenta tantas veces en cualquier consulta de maternidad, en aquella Europa aparentemente fértil que en su momento tanto admiramos los cubanos el embrión socialista no llegó a alcanzar un desarrollo suficiente como para ser viable.

No, aquí no resultan elegantes las metáforas médicas, pero en el estrambótico panorama en que vivimos cualquiera puede entender que la humanidad es más un hospital en crisis desde que, al unísono casi, un chorro de gobernantes exsocialistas europeos sin carné de patriotas preocupados en el bolsillo —donde había otro, no rojo de sangre sino de escenografía— acudieron en masa a la consulta de proctología del Tío Sam para que les certificara su terminal cáncer de pros… peridad.

Y salieron felices del trance, pagando la cuenta (pregúntesele a Ucrania pero también a los otros que jamás alcanzaron la paridad económica ni la consideración estratégica con sus nuevos “paradigmas” de Occidente) con el presupuesto de futuro que tenían sus pueblos en tanto el “doctor” del sombrero rayado contemplaba risueño, orgulloso del resultado de la guerra fría y la suerte, el dactilar instrumento que había empleado a fondo. Cuba no puede caer porque para ella, para los cubanos, Estados Unidos no tendría otro proyecto que el regreso al atraso servil.

Es solo una referencia, pero una que no debe soslayarse. Para ponerle apellido al socialismo que aún queremos izar una buena cantidad de cubanos primero hay que salvarlo. La vida, no los manuales, hará el bautizo final. El nombre resultante será lo de menos si dignifica a la mayoría.

Si fue Federico Engels quien acuñó en el siglo XIX el término de socialismo utópico para englobar proyecciones anteriores a la teoría de él y su amigo Carlos que ambos consideraban irrealizables; el nuestro, que no tiene nada que ver con aquello, coincide sin embargo en su ideal de justicia y en sus decididas críticas a un capitalismo que en la medida en que se ha cambiado su piel de serpiente, de una revolución tecnológica a otra, no hace más que perfecionar el veneno contra la causa de la clase obrera.

La clase obrera, por cierto, es el “reactivo” esencial para evaluar qué tan socialista es un proyecto: si ella está al centro, si es el eje, todo bien; si no… hay que pedir ambulancia.

Entonces, ni ectópico ni utópico. Para salvar nuestro socialismo y ofrecerlo concreto como ofrenda martiana-fidelista a una humanidad atracada sin compasión por el gran capital, los cubanos tenemos que seguir denunciando al carapálida que solo tiene para darnos odios más modernos, linchamientos nuevos, trampas de estreno, pero también deberíamos hacernos unas nueve (¿u ocho, o menos…?) millones de autocríticas  privadas y públicas —del tamaño del error o de la implicación que este tenga— y salir luego, con el enemigo señalado, el hermano al lado y la moral por el cielo, a trabajar y a creer que de veras somos padres y madres del milagro.

Entre tantas otras, el Apóstol de la independencia nos dio la clave de cuánto fortalece la autocrítica. El cubano más transparente sostenía que “… el crítico ha de ser hombre de peso, capaz de fallar contra sí propio”.

José Martí regó incontables moléculas, roció un montón de neuronas, sembró millones de nervios amorosos en los surcos de vida de cada uno de nosotros. Es lo único que explica que siga tan vivo cuando casi 130 años después del peor domingo de nuestra Historia, en Dos Ríos, los mismos enemigos —más que “Panchos” o españoles, los adversarios profundos del ideal de la libertad— quieran seguir derribándolo.

Admitir un error que nos daña es solo atributo dentro de la Revolución porque no obramos para eso. Cuando el enemigo lastima al pueblo cubano es otra cosa, no hay error que reconocer; ese es su acierto en tanto él trabaja y existe para eso.

El Martí que llovizna mis días, el que hay en mí, reiteraría sin dudas a un presunto editor del periódico The Evening Post de esta época —alguno de esos que, como el naciente imperio del siglo XIX, querría a Cuba, pero despreciaría a sus hijos— la misma defensa de los suyos que hizo en marzo de 1889: “No somos los cubanos ese pueblo de vagabundos míseros o pigmeos inmorales que a The Manufacturer le place describir; ni el país de inútiles verbosos, incapaces de acción, enemigos del trabajo recio…”.

Seguramente el cubano más preocupado que ha parido la Isla —su carné en tal militancia era un anillo de hierro de viejo grillete con cierta inscripción: Cuba—, ese Martí que traslado solo de época, nunca de sensibilidad, volvería a recordarles que “… hemos peleado como hombres, y algunas veces como gigantes para ser libres”, pero es altamente probable, y esto es solo una especulación patriótica, que el Maestro, con su visión y su nervio, apuntaría además como acto de fe, como luz de esperanza, como prueba suprema de la claridad de la causa… que para vencer, plan contra plan, al gigante de las siete leguas y hacer próspera la República de la plena dignidad, los jefes y soldados de la patria deben admitir, unidos, que tienen mil cosas que mejorar.

Imagen de portada: “Bandera cubana”. Obra de Michel Mirabal.

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Enrique Milanés León
Forma partede la redacción de Cubaperiodistas. Recibió el Premio Patria en reconocimiento a sus virtudes y prestigio profesional otorgado por la Sociedad Cultural José Martí. También ha obtenido el Premio Juan Gualberto Gómez, de la UPEC, por la obra del año.

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