La rebeldía mambisa, el orgullo patrio y la lucha contra la injusticia y las desigualdades fueron encarnados en aquel enfrentamiento desigual de jóvenes inexpertos contra una tropa bien entrenada y pertrechada, para intentar una posterior sublevación popular que erradicara una implacable tiranía.
La sangre de los revolucionarios abatidos o asesinados en aquella gesta en 1953, no cayó en vano porque sirvió de ejemplo y acicate a sus continuadores. Es hoy bandera que enorgullece nuestra historia y reflejo de una voluntad de existir libres de dictaduras, aunque en ello nos vaya la propia vida.
Pero de ahí a calificar la fecha como «el día más alegre de la historia» —como reiteran constantemente los medios audiovisuales cubanos, aunque sea resultado de una singular visión de excelentes músicos revolucionarios—, da sabor extraño al jolgorio al que se invita.
De los 131 jóvenes que asaltaron los cuarteles de Santiago de Cuba y Bayamo, solo seis cayeron en combate. Otros 55 y dos civiles inocentes fueron masacrados posteriormente.
Otra cosa sería si así se le cantara al primero de enero, para recordar aquel de 1959 cuando el pueblo, masivamente, salió a las calles a festejar la huida de Fulgencio Batista y su camarilla.
Lo recuerdo como si no hubieran pasado casi seis décadas porque, como niño ajeno a las angustias del terror y la represión, mis padres me entusiasmaron con el suyo para salir por el barrio, con banderas del 26 de Julio —que tenían guardadas no sé donde— a vitorear a la Revolución.
Discúlpenme los autores de mucha valía de una pieza musical ya con muchos años de creada y los que la difunden ahora hasta el cansancio, pero para mí –y para muchos de los que he confrontado este criterio y lo comparten—, el 26 de Julio es un día para rendirle homenaje a nuestros mártires y héroes, con mayor dedicación a la obra social por la que ellos lucharon y murieron y, quizás, evocar la alegría de la victoria que sobrevino después.