¡Radio Progreso cumple noventa y cinco años! Nació antes que la casi totalidad de la población cubana hoy viva, en la cual no llegan a mil quinientas las personas centenarias. Durante buena parte de la existencia de esa emisora, gran cantidad de familias del país —no las menos afortunadas, que ni eso tenían— solo contaban con la radio para informarse y distraerse.
Así Radio Progreso devino compañía frecuente para el pueblo cubano, y merece una valoración que no cabe en apuntes pensados como un mero saludo a la emisora que se acerca nada menos que a un siglo de vida. Ha tenido un apoyo material básico: el alcance de sus ondas más allá incluso de los lindes nacionales, y uno todavía más importante: la preferencia del público.
El autor de este artículo recuerda haberle oído decir al eminente intelectual jamaicano Keith Ellis que sus primeros vínculos con Cuba —que tiene en él a un ejemplo de solidaridad con su pueblo y su Revolución— los tuvo tempranamente en su país natal oyendo trasmisiones radiales cubanas, señaladamente de Radio Progreso. Para su ya próxima centuria podría ser ilustrativa una encuesta que recogiera testimonios similares al del fraterno Ellis.
En general, el interés suscitado por la emisora se cimentó en la rica variedad y la calidad de su programación. Su lema distintivo, o autobautizo, La Onda de la Alegría, habla también de su espíritu y sus propósitos, y del modo como la ha recibido su enorme audiencia. Para ponderar cumplidamente su labor se requeriría un seguimiento sistemático de sus trasmisiones, pero aun sin él no faltarán evidencias de que, incluso cuando ya abundan medios de comunicación —a veces de incomunicación—, Radio Progreso sigue gozando de amplia acogida.
Así como a lo largo del tiempo —en proporciones que podría ser útil explorar a fondo— ha trasmitido radionovelas y espacios de aventuras y humorísticos de grandes recepciones, la emisora ha prestado especial atención a la música en general, y a la cubana en particular. Muchos años después de existir el locutor que le ponía voz al programa —¿Ramón Álvarez Viejo?—, aún resonará en la memoria de muchos aquel “¡Aragonísimos días!” que presentaba el espacio dedicado a una de las más importantes orquestas del país, la Aragón.
La fonoteca de la emisora se enriqueció durante años con frutos diversos que, si se conservan —como vale desear—, darían para un catálogo a partir del cual trazar gran parte de la historia de la música cubana en el siglo XX y lo que va del XXI. Para apuntar solo un ejemplo, entre sus hitos estuvieron presentaciones y grabaciones de Benny Moré.
Tanto como el país ha sido una potencia musical que merece seguir cultivándose y cuidándose, su patrimonio en esa esfera ha tenido gran presencia en Radio Progreso. Además de los espacios aludidos han destacado otros, con el quehacer en ellos durante años —menciónese otro ejemplo— de Eduardo Rosillo, uno de sus pilares.
En coherencia con el camino recorrido, Progreso continúa teniendo con la música cubana una misión particular. En otro texto —quizás en otros—, además de elogiar a la emisora, el articulista ha expresado inconformidad parcial con su lema “Al pueblo, la música que el pueblo prefiere”. No sabe ahora mismo si todavía lo mantiene como texto, pero sería provechoso que en espíritu diera paso a otro como “Al pueblo, la música que el pueblo merece”.
No es necesario incurrir en paternalismos petulantes ni en “pedagogías” bobaliconas para afirmar algo que parece estar fuera de duda, o debería estarlo: también el gusto se educa. Y si esa labor nunca sería ociosa, resulta especialmente necesaria cuando también en la música proliferan manifestaciones que, aparte de empobrecerla, infectan con grosería el idioma y las costumbres: el comportamiento ciudadano. Lo popular no es sinónimo de vulgaridad, ni merece que se le someta a esa confusión, refutada por un legado en el que han sobresalido las contribuciones de Ñico Saquito para acá, pasando por Faustino Oramas, hasta Juan Formell.
Un profesional en el uso del idioma comentó que las insultantes chapucerías de ciertas letras actuales podrían compararse con la fase del latín vulgar —en el sentido deslindante con que esa expresión se ha hecho valer: latín popular, latín no académico o no clásico— de la que surgieron las distintas lenguas romances. El tema requeriría ahondamientos para los cuales no hay aquí espacio, pero no parece necesario llegar a ellos para estimar que tal comparación sería, cuando menos, infeliz y, sobre todo, para desear que el veredicto implícito en ella no se haga realidad. Si se aplican bien, para impedirlo no faltan recursos educacionales.
Probablemente el logro más alto y sostenido en la larga línea humorística de Radio Progreso haya sido “Alegrías de sobremesa”. Ese espacio triunfó con actores y actrices que garantizaron su eficacia y sembraron en el imaginario popular una galería de personajes entrañables, y fue un ejemplo de que el lenguaje y la picaresca populares no tienen por qué hundirse en la vulgaridad ni en groserías.
Lo mantuvo un escritor con el talento necesario para que diariamente llegara a los hogares y regocijara a una audiencia diversa en edades y formación. Pero no todos los días aparece un escritor como Alberto Luberta, y hay quienes consideran que con el humorismo en la radio —y en la televisión— está en deuda un país al que tanto ingenio y tanta comicidad naturales se le suponen.
Aunque el presente texto no ha podido prescindir de algunos nombres, no tiene el propósito de esbozar siquiera un inventario que pecaría largamente de incompleto. Para al menos acercarse a una nómina justa sería necesario mencionar a representantes del imprescindible personal técnico, a responsables de la realización y la dirección en general, y al regimiento de actores y actrices de primer orden que han honrado a Progreso, sobresalientes asimismo a menudo en teatro, televisión y cine.
Un frente representado casi al azar en el artículo por algunas menciones individuales, en el cual Radio Progreso ha llegado alto, es la locución. Para recordar apenas otro ejemplo, difícilmente alguien que disfrutó los programas de aventuras de hace décadas haya olvidado la inconfundible voz —“¡La tormenta se nos echa encima!, ¡Arríen las velas, todos a cubierta!”— de Rafael Linares, quien fue además una de sus insignias como actor.
La locución ha marcado los distintos espacios de Radio Progreso. La buena dicción y la capacidad para leer correcta y eficazmente podrían parecer —o deberían ser— virtudes que, de tan comunes, ni requerirían comentarse; pero lamentablemente no siempre es así. La casi centenaria emisora lo ha logrado, aunque al elogiar sus aciertos no se piense precisamente en el engolamiento que —a juicio de este comentarista— ha signado la locución de un espacio tan seguido como “Nocturno”, y quizás también la de otros, como las radionovelas.
En cuanto a las últimas, al igual que en otros espacios narrativos y dramatizados, habría que destacar aportes en la adaptación de obras literarias al medio radial, y las escritas especialmente para él. En las aventuras —que no son el único espacio donde ha estado presente el patrimonio nacional y el de otros países— las proezas del héroe vietnamita Nguyen Sun se expresaron con factura enteramente cubana. Y al hablar de la diversidad de su programación, se deben tener presentes los aportes informativos.
Sin temor a incurrir en el socorrido lugar común —aunque al fin y al cabo los lugares comunes suelen expresar grandes verdades—, cabe decir que si Radio Progreso no existiera, habría que inventarla. Pero existe y, además de ser celebrada y tener presencia propia en las redes, merece que se le dedique el mayor cuidado. Es deseable que, incluso o especialmente en medio de la diversidad de medios, a menudo desmelenada, que prospera, siga siendo la imprescindible Onda de la Alegría, sin apartarse de su sentido popular, ajeno a la vulgaridad.
Alegría y elegancia no son el tesoro que más abunde en el mundo, ni particularmente en nuestro ámbito nacional, y Progreso debe seguir siendo expresión de la radio que el pueblo merece.