La escuálida y erguida figura montada en caballo blanco nos quedó para siempre en la memoria. Así llega el Generalísimo Máximo Gómez Báez, el estratega militar de quien nunca hemos sabido qué parte de su espíritu fue más dominicana que cubana, después de 30 años de darlo todo por esta, su segunda patria.
Decía que a la independencia de Cuba se sumaba para pelear por la libertad del negro esclavo y del criollo explotado por el colonialismo español. De brillante ingenio militar, de él son leyenda sus emboscadas escalonadas, las hábiles contramarchas y los prolongados y agotadores movimientos a que sometía al enemigo.
Fue tanta su grandeza en los campos insurrectos cubanos y mucho lo que debe hablarse de esa participación, que poco se escribe del hombre que soñaba con Bolívar, San Martín, Garibaldi y “toda esa gente loca y guapa”, como decía.
Ni de quien con delicadeza afirmó: “La pena y el dolor buscan al dolor y la pena para asociarse, los que sufren pronto se hermanan”. Al que escribió a Clemencia: “A ti, hija amada de mi corazón. A ti, pedazo de mi alma, amor de todos mis amores y esperanza de mi vida”. Al que exclamó: “Murió mi Panchito… mis brazos se quedaron abiertos esperándole”.
Ese hombre de poderosa ternura es inevitable llevarlo en la memoria con su bravura en los combates por la libertad cubana. Pero también habrá que recordarlo retratado en cuerpo y alma por el general mambí Miró Argenter, con trazos que muestran al héroe en parquedad de carnes, tez trigueña y mirada viva y penetrante.
No fumaba, ni decía ni permitía en su presencia palabras obscenas. De comer sobrio, prefería los asados, los vegetales y los dulces, y era un empedernido bebedor de café. Escribía bien entrada la noche, su cama era la hamaca, y en los amaneceres, aún en invierno, su asistente derramaba sobre la cabeza un galón de agua: “Así no se cogen catarros”, afirmaba.
Patriarca de probado humanismo, al lado izquierdo del pecho y sobre el corazón solo dejó que dos insignias reposaran: el escudo de Cuba y la estrella solitaria de nuestra bandera. En los últimos tiempos llevó siempre consigo, al cinto, el machete curvo que perteneciera a Martí.
Pero esa visión del hombre queda relegada ante la fiereza de un arrojo que hizo que altos oficiales españoles le llamaran “el que más valía de los enemigos” y “el mejor general de ambos bandos en la guerra de Cuba”. Su enemigo en armas, Arsenio Martínez Campos, le definió como el primer guerrillero de América. Entre sus subordinados y la oficialidad cubana era el maestro al frente de la tropa, cuyos cabellos blancos en la avanzada guiaban a los hombres al campo del honor.
Profundo respeto profesó José Martí por el Generalísimo. Tanto es así, que en la preparación de la Guerra, el Delegado del Partido Revolucionario Cubano le propuso que asumiera el mando supremo de la contienda. Y lo hizo luego de visitarlo en su casa de Montecristi, República Dominicana, y de sostener largas y profundas conversaciones.
En carta escrita en la ciudad dominicana de Santiago de los Caballeros, Martí le dice: “…vengo a pedirle que cambie el orgullo de su bienestar y la paz gloriosa de su descanso por los azares de la revolución, y la amargura de la vida consagrada al servicio de los hombres”. El 15 de septiembre de 1892, Máximo Gómez contestaría afirmativamente al llamado por una Cuba libre.
Gómez, aquel cubano entre todos los cubanos, fue el legendario combatiente de La Sacra, Palo Seco, Las Guásimas, Naranjo, Saratoga y Altagracia; el que dijo: “Como quiera que sea es preciso vencer los obstáculos, pues en nuestra guerra no debemos creer en los imposibles”. Muchos años antes había entrado ya en la historia cubana cuando en el combate de Tienda del Pino, con la primera carga al machete, quedaron muertos más de 200 españoles y, en los vivos, permaneció la impronta de un arma nacida en la fragua del trabajo.
A Máximo Gómez, nacido el 18 de noviembre de 1836, en Baní, solo sus más cercanos colaboradores pudieron llamarlo con sumo respeto El Viejo, y no en todas las ocasiones. “…de quien solo grandezas espero”, habló de él José Martí.
Imagen de portada: Máximo Gómez Báez, el patriarca que al lado izquierdo del pecho y sobre el corazón solo dejó que reposaran el escudo de Cuba y la estrella solitaria de nuestra bandera.