En todas partes la corrupción puede tener un cómplice orgánico: las ambiciones humanas. Pero suponer que nada puede hacerse para impedirla propiciará que sea cada vez más próspera y sustentable. Aquí se expondrán, más o menos a boleo, algunos elementos del tema, no como fruto de una investigación, sino de la observación y el sentido común. ¿Cabrá esperar por una investigación hecha con todo el rigor y todos los cuidados posibles para atajar un mal que se expande como la gangrena?
En Cuba la corrupción ha tenido apoyos que podrán ser universales, pero en ella han tenido rostros y vericuetos vernáculos. Quizás el primero de todos anidó en la esperanza de que un modelo sociopolítico justiciero y de voluntad ética trajera consigo sus propios mecanismos de inmunización contra lo indeseable.
De ahí a creer que la creación del hombre nuevo podía ser cuestión de poco tiempo, no había mucha distancia. Sumar a todo eso la conjetura de que reconocer la corrupción y denunciarla para poder combatirla proporciona armas al enemigo, le presta de hecho a este un arma todavía más poderosa que la revelación del mal: su propagación.
Semejantes mistificaciones podían acarrear otras, y una de ellas consistiría en decretar que la corrupción en Cuba era incomparable con la de los países capitalistas. Ese hecho es cierto, pero tal juicio eludía (elude) una realidad: por menuda que en Cuba fuera o se estimase la corrupción, resultaba (resulta) incompatible con el modelo de sociedad exigido por una Revolución de los humildes, por los humildes y para los humildes.
Asumir que la corrupción podía mantenerse solamente al nivel de los tobillos sin acercarse al corazón y mucho menos a la cabeza, valía para considerarla tolerable, y un “argumento” al uso proponía que “no era el momento de combatirla”. Cualesquiera que fuesen sus asideros, esa idea propiciaba demoras costosas, máxime con una propiedad social sin experiencia ni medios suficientes para impedir que se expandiera la nociva falacia según la cual lo de todos no es de nadie.
Eso, y no hacer todo lo necesario con el fin de erradicar la corrupción —mediante la educación, el convencimiento político, la brega ideológica y, llegado el momento, la represión policial y jurídica— se aliaría factualmente con las famosas tesis “científicas” sobre la inviabilidad de la propiedad social.
En muchas partes esas tesis han abierto puertas a las privatizaciones neoliberales, que no forzosamente han garantizado mayor producción ni, mucho menos, una distribución equitativa de lo producido, ni menos corrupción, sino más. Pero el término privatizar, que en Cuba llegó a considerarse una mala palabra, ha desembocado en un funcionamiento cotidiano con muchas menos talanqueras que las debidas, y con resultados visibles. Algunas máximas de origen religioso podrían ahorrarnos explicaciones sobre cómo actuar: entre Santa y Santo, pared de canto, y a Dios rogando y con el mazo dando.
Ciertas aristas de complicidad con la corrupción se afincarían en la idea de que personas que mucho habían arriesgado al servicio de la Revolución no se permitirían manchar su expediente con actitudes contrarias a la Revolución misma. Y de ahí cabía trasladar esa ilusión al ámbito familiar correspondiente. Si alguien expresaba rechazo a ventajas materiales disfrutadas por familiares de personas que habían sido o eran verdaderos héroes, le salían al paso voces que le decían: “Mucho se sacrificaron, y merecen darles una mejor vida a quienes dependen de ellos”. Tales puntos de vista, o de invidencia, llevarían a confundir el igualitarismo y la justa equidad.
Que enemigos de la Revolución Cubana hayan agitado hipócritamente contra ella la crítica del nepotismo, no resta ni un ápice de realidad al hecho de que las veleidades de ese mal la dañan tanto o más que cualquier acusación falsa. El vocablo nepotismo, que viene de cierta picaresca anticlerical, en italiano, lanzada contra cardenales y otras jerarquías religiosas, puede traducirse como sobrinismo: chistes homófobos abundan sobre falsos sobrinos (varones) de sacerdotes y otros varones responsabilizados con la moralidad y, en el ámbito eclesial, con el celibato.
Pero el nepotismo no se limita a la relación entre supuestos o reales tíos y sobrinos. Se aplica asimismo a otros parentescos y a las relaciones de pareja, y se vincula con el amiguismo y con el llamado sociolismo, nombre de elocuente ironía. Para otorgar ventajas por tales caminos es necesario tener el poder que lo permita, ya sea político o administrativo, o económico, variante que está creciendo, con distintas fuentes —no todas legales, ni éticas— en una parte numéricamente apreciable de la sociedad cubana.
Hace más de seis años, sin ouijas ni bolas de cristal, y sin dotes adivinatorias que no tiene ni pretende tener, el autor de este artículo escribió, entre otros relativos al tema, “¿Bombas de tiempo millonarias en Cuba?”. Se basó en la observación somera de modificaciones legales o ilegales desatadas en la sociedad cubana, y hubo quienes se alarmaron y hasta le recomendaron —al autor, no a la sociedad— que asistiera a consulta de siquiatría.
Hoy aquel artículo palidece ante el crecimiento de las bombas, y podría acusarse al autor de tibio, o de haber intentado descubrir lo obvio. Si todavía entonces el discurso político podía permitirse dictaminar que la corrupción y las desigualdades eran indeseables, pero mínimas, ya se han descubierto casos concretos que muestran las potencialidades del peligro.
No toda la responsabilidad se le puede echar encima al pueblo, que podrá hacer mucho, pero no cuanto el país necesita. Las instituciones deben cumplir su papel contra las deformaciones, y cortar por lo sano los males que corroan (o corroen ya) a la nación. La sociedad peligra si dichas instituciones no cumplen su cometido, que no se limita o no debe limitarse precisamente a cuestiones de papel, que “todo lo aguanta”.
Cuando el 17 de noviembre de 2005 Fidel Castro, El Líder de la Revolución, declaró: “Este país puede autodestruirse por sí mismo; esta Revolución puede destruirse, los que no pueden destruirla hoy son ellos; nosotros sí, nosotros podemos destruirla, y sería culpa nuestra”, ¿estaría identificando ese nosotros con el pueblo en general?
Quien siempre dio pruebas fehacientes no solo de trabajar para el pueblo y contar con él, sino de confiar en él, vale estimar que con aquella declaración no estaría poniendo en igual grado de responsabilidad a todo el pueblo. Antes podía pensar en quienes cuentan con recursos, poder incluido, para provocar una implosión que en otros lugares ya había demolido proyectos que eran o se suponían socialistas, e irreversibles, una implosión que el Comandante bautizó con un nombre eficaz: desmerengamiento.
Aun si el país y todos sus organismos con sus recursos y medios de dirección fueran conscientes de tal peligro, y tomaran todas las medidas necesarias para evitarlo, el peligro podría consumarse, pero quedarían en pie las lecciones y la fuerza emanadas de los esfuerzos hechos para impedirlo. De no intentarlo a fondo, el peligro se consumaría irreparablemente, porque son muchas las fuerzas interesadas en que se produzca, y cundiría el mal ejemplo.
La comunicación social —que no es un regalo ni un lujo, sino un derecho del pueblo y un deber de quienes tienen la misión de conducirlo e informarlo— no parece que haya logrado rebasar todos los obstáculos prácticos y de pensamiento que le han impedido alcanzar un desarrollo pleno. Esos obstáculos, entre los cuales los de pensamiento pueden tener un peso particular, han abonado un vicio que le conviene a la corrupción y se ha llamado con nombres como síndrome del silencio y secretismo.
Quizás no sea un dato menor el hecho de que las leyes que deben regir la Comunicación Social y el derecho de la ciudadanía a la Transparencia sean sobremanera jóvenes, muy recientes aún. Por lo pronto, no parece que hayan logrado abrirse el debido camino, mientras que está por ver que algún ejecutivo de la prensa o de las instituciones que la orientan haya sido sancionado por practicar o imponer ocultamientos y, en cambio, quizás sea fácil hallar algunos que hayan sido sancionados por intentar revertirlos.
Cuando alguien publica algún artículo sobre estos temas, topa a menudo con personas para quienes se trata de una batalla perdida, y estiman que ningún cambio sustancial se debe esperar en esa esfera. La lentitud o la insuficiencia de la información sobre casos de corrupción y otras violaciones de las leyes, y de la ética revolucionaria, sirven de asidero para tan nociva desesperanza.
Con ella asoma una inquietud, calzada por datos y nombres que —por efecto de insuficiencias no atribuibles precisamente a las leyes aprobadas, sino a las prácticas que han antecedido, acompañado y seguido a su aprobación— no se esclarecen. La aludida inquietud incluye también algo así como hasta dónde puede llegar la investigación si se tira verdaderamente de la punta más visible.
Por fundada que fuera, esa preocupación no es más importante que la urgencia de erradicar los males que dañen al país. Hay un discurso del que puede asimismo decirse algo que vale también para el ya mencionado del Comandante: no parece citarse todo lo que se debe. El otro aludido lo pronunció el general de Ejército Raúl Castro () el 21 de diciembre de 2011 en el Tercer Pleno del Comité Central del Partido.
Con claridad sostuvo que en Cuba la corrupción “es equivalente a la contrarrevolución”, y en términos que recuerdan lo declarado por el Comandante, convocó al gobierno a actuar de modo implacable contra esa lacra que puede “llevarnos a la autodestrucción”. Es natural que reprobara “la pasividad con que actúan algunos dirigentes y la falta de funcionamiento integral de no pocas organizaciones partidistas”. Ese llamado hace pensar en otro del propio dirigente en un discurso que el articulista no ha podido localizar, pero en el cual el orador dijo algo que no ha de olvidarse: es necesario luchar contra la corrupción, “caiga quien caiga”.
Si ahora esa lucha urge librarla en medio de las penurias generadas principalmente por el bloqueo —crimen que intenta asfixiar a Cuba, y al que ella no debe permitirse hacerle ninguna concesión, sino desarrollarse pese a todo—, es previsible que la lucha ha de ser todavía más fuerte cuando el país, con bloqueo o sin él, alcance la prosperidad que necesita y merece. La corrupción puede crecer también, si no más, en medio de la bonanza económica y de diversos modos de propiedad. Lo evidencia el mundo.
Lo que peligra no son individuos aislados, sean cuales sean sus jerarquías, sus méritos y sus defectos, sus lealtades y sus actos de traición: peligra Cuba, topónimo que resume los caminos de una patria fraguada en más de un siglo de lucha. Al temor de que al tirar de la hebra de la corrupción aparezca demasiado hilo podrido, opóngase la certeza de que es preferible que solo queden el núcleo de la bobina y un pedazo de hilo sano, antes que una madeja letal que acabe por enredarlo todo.
Imagen de portada: Ares.