En el diario La Nación, de Buenos Aires, el 29 de octubre de 1886, apareció publicado un artículo de José Martí, acerca del regalo entregado a los norteamericanos por el pueblo francés —la estatua de la Libertad—, en conmemoración del 4 de Julio de 1776, fecha en que Estados Unidos de América declaró su independencia de Inglaterra. Dicho trabajo resulta muy conocido por su texto inicial: “Terrible es, libertad, hablar de ti para el que no te tiene […] Los que no te tienen, oh, libertad, no te conocen. Los que no te tienen no deben hablar de ti, sino conquistarte”.1
Aunque su objetivo es describir la fiesta que fue para los norteamericanos la develación de la magnífica estatua, esculpida por el francés Fréderic-Auguste Bartholdi, nuestro Martí ensalza la figura de Marie Joseph Motier, marqués de La Fayette (1757-1834), en ese momento capitán de granaderos del cuerpo de Mosqueteros del Ejército Real de Francia, quien con solo veinte años de edad, fue el primer oficial extranjero en incorporarse a la campaña al lado de los independentistas, figura decisiva en la guerra de independencia de las Trece Colonias, y destaca, en general, el hecho de que los norteamericanos alcanzaron su libertad “con ayuda de sangre francesa”.2
“Bendito sea el pueblo que irradia”,3 expresa Martí refiriéndose a Francia; aunque hay que aclarar que en la guerra de independencia de las Trece Colonias inglesas, “una de esas guerras grandes, realmente revolucionarias y de liberación”4 al decir de Lenin, la tercera y definitiva etapa estuvo marcada por la entrada en campaña de la flota del almirante francés François Joseph Paul, conde de Grasse; los ejércitos de los generales Rochambeau,5 Lafayette y Viomenil;6 la caballería del coronel Armand Louis de Gontaut-Biron, duque de Lauzan; la artillería de Jean Baptiste Vaquette de Gribeauval; así como las tropas del barón prusiano Augustus von Steuben, entre otros muchos nombres ilustres, como el del teniente Claude Henri de Rouvroy, conde da Saint-Simon, quien sería más tarde el creador del socialismo utópico. De modo que fueron varios los notables europeos, que junto a miles de sus compatriotas participaron en esta contienda liberadora.
En otra de sus cartas a La Nación, fechada el 29 de octubre de 1881, había explicado el Maestro: “Hace cien años, fue la señal de redención la toma de Yorktown: Francia […] se había aliado a las colonias americanas rebeldes. En aquellos tiempos de odios, el rey francés obedecía así a la usual política, y debilitaba el poder de Inglaterra, su robusta enemiga. Mas no fue el rey quien decretó la alianza: fue el clamor de la nación generosa que, enamorada de la libertad, y no bastante fuerte aún para conseguirla, empleaba la energía ya recogida en empujar a la libertad a un pueblo más cercano a ella y más fuerte […] ¡Es que hay una hora en que la tiranía se ciega, y se deja vencer, aturdida por el brillo y la pujanza de la Libertad”.7 Y es que en el minuto histórico de la independencia de las Trece Colonias, Francia y España estaban en guerra con Inglaterra (la Guerra de los Siete Años) y con extraordinaria ceguera no se percataron de que ponerse del lado de los independistas era abrir las puertas a los sueños libertarios en sus propias colonias.
Como parte del Ejército de Operaciones español en Cuba, llegó a La Habana Francisco de Miranda,8 el Precursor de la independencia venezolana, a quien se atribuye la pública cuestación en que las damas criollas, en 24 horas, contribuyeron con una cifra que gira en alrededor del millón de pesos. Tiempo después, el general Rochambeau reconocería que la contribución de las cubanas […] había ayudado a sacar de su empobrecimiento al ejército revolucionario y a levantar el ánimo de los soldados. Las joyas de las damas sirvieron para financiar la batalla decisiva de Yorktown […]”.9
Sin embargo, no solo joyas y dineros donaron los cubanos a la independencia norteamericana: “Fueron decisivos la participación del Batallón de Milicias de Pardos y Morenos Libres de La Habana y el apoyo logístico proveniente de Cuba”,10 que llegaba a las tropas de Washington desde el puerto habanero.
Valdría la pena que una de las naciones que más ayuda ha recibido para conquistar su independencia y, que, sin embargo, procuró siempre mantenerse “neutral” —de palabra al menos, para negociar con unos y con otros— en otros conflictos bélicos de idéntica naturaleza, entienda, entonces, por qué no podemos olvidar nuestra historia, como desea el presidente Obama —“Es hora ya de olvidarnos del pasado, dejemos el pasado, miremos el futuro, mirémoslo juntos, un futuro de esperanza […]”—. Por el contrario, para alcanzar eso futura de esperanza, no podemos olvidar nuestra historia común llena de lecciones.
Notas
1 José Martí: “Fiestas a la estatua de la libertad”, en Raúl Rodríguez La O: La Argentina en José Martí, Ediciones Abril, La Habana, 2007, pp. 197-198.
2 Ibídem, p. 199.
3 Ibídem, p. 201.
4 El proceso de independencia en América Latina y EE. UU. Selección de lecturas, La Habana, 1979, p. 35.
5 Jean Baptiste de Vimeur, conde de Rochambeau.
6 Charles-Joseph-Hyacinthe du Houx, conde y marqués de Viomenil.
7 José Martí: “Carta de Nueva York”, en Obras completas, t. 9, Centro de Estudios Martianos, colección digital, La Habana, 2007, pp. 86-87.
8 Nació en 1756, en Caracas. Estuvo en Yorktown junto a Washington e inició una activa campaña por la liberación de Latinoamérica. En 1792, combatió en las filas de la Revolución Francesa, en cuyo ejército alcanzó el grado de mariscal de campo y estuvo a punto de ser guillotinado. En julio de 1810 fue designado general en jefe por el Congreso venezolano, que al mismo tiempo entorpeció su desempeño como tal, para designarlo generalísimo y dictador el 3.4.1812. Derrotado en Los Guayos, fue llevado a prisión, donde murió el 14 de julio de 1816.
9 Teresa Fdez Soneira: Mujeres de la patria. Contribución de la mujer a la independencia de Cuba, t. 1, Ediciones Universal, Miami, 2014, p. 71.
10 Ernesto Limia Díaz: Cuba Libre. La utopía secuestrada, Casa Editorial Verde Olivo, La Habana, 2015, p. 25