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De la belleza, la sexualidad y otros accidentes

A menudo el uso privilegia una de las acepciones de un vocablo: en accidente, por ejemplo, la más apegada a las desgracias. Pero en lo que sigue se emplea el primer significado —relativo a lo eventual— con que lo registra, y otros coinciden, el Diccionario de la lengua española publicado por la Real Academia: “Calidad o estado que aparece en algo, sin que sea parte de su esencia”.

Tratar a fondo el tema del presente artículo exigiría considerar factores históricos, culturales y perspectivas de índole personal, y mucho tendrán que decir las ciencias que estudian la conducta humana y la mente. Pero aquí no se insinúan conclusiones ni, contando con la inteligencia del lector —¡ojalá alguno encuentre el texto!—, explicaciones como las relativas a los caminos de la genética y la gestación de un ser humano.

La belleza y el sexo tienen su importancia, y no son deformaciones como las particularidades físicas que pueden acarrear desventajas para quienes las tengan, por lo cual la sociedad debe crear condiciones y cultivar conceptos que les faciliten vencer los obstáculos en su camino. Pero no se es superior por tener más o menos inteligencia, ni más o menos rasgos de belleza: de la aquí tratada, la física. La moral merece otras consideraciones.

Así como de la belleza exterior, cabe hablar de la sexualidad, que en su formación depende de contingencias como qué espermatozoide fecunda al óvulo. Veamos aristas “menos complicadas”, entre ellas el hecho de que la belleza se ha usado como materia de negocio, y pretexto para discriminaciones aberrantes. Eso recuerda que discriminación es otro vocablo en cuyo uso prevalece una acepción, la peor.

Tan monstruosa es esa discriminación que hasta en un país afanado, por más de sesenta años, en construir un sistema social sobre bases de equidad, pueden aparecer convocatorias a plazas laborales con requisitos que incluyen la “buena presencia”. Por ahí asoman huellas de la eugenesia cara al fascismo: los extremos del patrón de “buena presencia” acoplan con prejuicios “raciales”, y —de ahí las comillas— eso recuerda que, al no haber razas en la humanidad, las nociones “racistas” son falaces.

No se necesita mucha lucidez para saber que esas falacias, y las manipulaciones calzadas con ellas, son herederas de realidades donde han imperado segregaciones como “No se admiten negros ni perros”. Cuando menos alarma suscite —aunque la alarma debería ser siempre grande—, esa “buena presencia” no solo atañe a buena educación y a maneras adecuadas para tratar correcta y amablemente con público.

La aludida promoción de la imagen física evalúa la belleza según modelos hegemónicos que cunden en los catálogos de comercio de seres humanos para placer sexual. Pero, como son fruto de la dominación, tales criterios pueden asumirlos las mismas personas que dicho comercio reduce a mercancía. Así, lejos de mostrar satisfacción por sus condiciones éticas e intelectuales, habrá quienes exhiban su imagen física en estos términos: “Aquí estoy yo. Tengo belleza hasta para repartir, ¡qué bueno/buena estoy!” (Estoy, no soy).

Está claro se habla de personas, no de un género; pero lo de bueno/buena intenta poner el parche antes de que salga la herida o alguien quiera abrirla. Si algún ejemplo empleado hace que alguien piense en la mujer, no será porque lo desee quien esto escribe, sino por lo mucho que bajo el patriarcado ella ha sido vista como artículo del comercio sexual. Buena acción contraria a esa realidad sería que toda persona rechazara ser explotada a partir de su imagen física, y exigiera respeto para sus condiciones humanas: honradez, inteligencia y creatividad laboral incluidas.

Sin embargo, así como hay quienes verbalmente rechazan el capitalismo y con imágenes y hechos le rinden culto “inocente”, ocurrirá que algunas mujeres capaces de enfrentarse a quienes buscan reducirlas a íconos de atractivo físico, sexista, después, o desde antes, se deleiten con gestos que aúpan tales manejos. No deja de ser así porque “solamente” lo hagan con autorretratos donde muestren orgullo por su rostro y su cuerpo, al estilo de los cursos con que Play Boy forma a sus conejitas.

Ante imágenes de semejante índole, una colega inteligente comentó: “Ella se gusta mucho”. Y al articulista le han hablado de una profesora que le llamó la atención a una exalumna que se prodigaba en imágenes como las mencionadas, y recibió esta respuesta: “Profe, a mí me va muy bien. He tenido más éxito con mis exhibiciones que con mi formación universitaria”.

La oferta no medra sin demanda, y también se sabe que en la esclavitud el esclavista se degrada no menos que el esclavo, sino más, lo que tiene equivalencias variopintas más allá o acá del esclavismo clásico. Pero, aun respetando el derecho de cada quien a usar su figura como se le antoje, ¿nada tienen que hacer las instituciones en esa historia? ¿Acaso carecen de derecho, y deber, para procurar que sus representantes muestren también en las redes sociales una actitud propia del cometido con el que ellas —las instituciones— están responsabilizadas? Coherencia es coherencia.

Se supone que toda persona —hombre o mujer— llamada a defender valores profesionales en general o científicos en particular, por propia voluntad rehúse mostrar, en redes o cualquier otra publicación, actitudes contrarias a dichos valores. Pero eso no parece importar a quienes se envanecen con su físico, incluso Photoshop mediante y con frivolidades harto ajenas a la ciencia y a la ética más consistente.

No repetirá el autor lo que en otros textos ha escrito sobre ocupaciones como el modelaje profesional y las pasarelas, ni se detendrá en lo que una cantante exitosa y bella definió como su condición de “intérprete por atractivo”, que merecería otro comentario. Lo sostenido en párrafos anteriores tampoco apunta a la agilidad y la agudeza de ingenio, que, bien empleadas, pueden ser saludables. La clave está en que banalidad y —más que indiscreción— desfachatez tributan al pensamiento y la conducta promovidos por fuerzas interesadas en que los seres humanos no se preocupen por nada serio, menos aún por transformar, para bien, el mundo.

En particular, la sexualidad cada quien tiene derecho a disfrutarla —la que accidental o voluntariamente sea la suya— respetando la convivencia y la ética que engrandecen al ser humano: lo distancian, no en bloque del mundo natural del que forma parte, sino del salvajismo que viene más de malas conductas humanas que de herencias recibidas por vías zoológicas.

En el ámbito de las distintas personas la privacidad se asocia con el derecho a disfrutar sus preferencias sexuales, sin ignorar la legitimidad de las que otros abracen, ni aspirar a imponerles las suyas a los demás. Como en otras esferas, semejante aspiración es un legado de las discriminaciones abusivas contrarias al libre desenvolvimiento de los seres humanos, y violatorias de los derechos ajenos.

Hace algunos años empezó a practicarse el voleibol de playa, y para las mujeres se diseñó una indumentaria similar a los bikinis. Eso propició que, al referirse a las voleibolistas, algún narrador deportivo derrochara galas de su gusto por las mujeres, y hasta hiciera el ridículo con carraspeos y engolamientos de presunto don Juan.

Las respuestas no tuvieron la intensidad que merecían tener, pero esa actitud suscitó al menos un repudio expresado en burlas. Quizás hoy, cuando la divulgación en torno a tales temas se ha intensificado y ha ganado en claridad, la desaprobación del “don Juan” sería más ostensible. Cabría suponer que esa actitud sería reprobada al margen de cuál sea el sexo de quien ostente su picardía, o estupidez, y el de quien resulte objeto de comentarios sobre su cuerpo.

El derecho a la libertad sexual debe incluir el rechazo a toda exclusión injusta, de modo que a nadie haya que “perdonarle” que, para desquitarse de la marginación que haya sufrido, emplee carraspeos y otras imposturas morbosas. También en esa esfera las instituciones deben cumplir su misión. Si alguien decide explayarse en sus preferencias a despecho de un funcionamiento social donde naturaleza y ética se respeten, ¿no será necesario, y justo, que las instituciones competentes ejerzan el sentido educativo y de comportamiento con que están responsabilizadas?

A diferencia de la belleza, de la sexualidad y de contingencias físicas que pueden beneficiar o lastimar a unos seres humanos en detrimento de otros, la ética no es un accidente. Es, por el contrario, un cimiento esencial para que cada quien halle en el mundo la posibilidad de realizarse con plenitud.

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Luis Toledo Sande
Escritor, investigador y periodista cubano. Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Autor de varios libros de distintos géneros. Ha ejercido la docencia universitaria y ha sido director del Centro de Estudios Martianos y subdirector de la revista Casa de las Américas. En la diplomacia se ha desempeñado como consejero cultural de la Embajada de Cuba en España. Entre otros reconocimientos ha recibido la Distinción Por la Cultura Nacional y el Premio de la Crítica de Ciencias Sociales, este último por su libro Cesto de llamas. Biografía de José Martí. (Velasco, Holguín, 1950).

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