En mi biografía publicada recientemente recordé la importancia que tuvo en mi formación intelectual y política el hecho de haber transcurrido los primeros doce años de mi vida morando en la trastienda del negocio de relojería y joyería que mi padre y mi tío tenían en la esquina de Sánchez de Bustamante y la avenida Santa Fe, ubicada en lo que ese entonces era el barrio de Palermo de la ciudad de Buenos Aires[i].
A pocas cuadras del establecimiento familiar había un enorme edificio: la fábrica de la cervecería Palermo, que con sus dos altas chimeneas dominaba el paisaje barrial y le confería una cierta tonalidad fabril y proletaria a esa parte de la ciudad. A las espaldas de la cervecería y descendiendo una suave pendiente hacia lo que hoy es la avenida Las Heras se encontraba otra no menos imponente construcción: la Penitenciaría Nacional, una cárcel inaugurada en 1877 y que permanecería en funciones hasta 1962. Sus robustos y elevados muros, pintados de color amarillo, proyectaban una imagen entre lóbrega y misteriosa y cuando con mis amigos de la infancia pasábamos caminando por la avenida Coronel Díaz, obvio que del otro lado de esa arteria, y mirábamos a la Penitenciaría no dejábamos de sentir un escalofrío rememorando los chismes que hablaban de desgarradores aullidos de los presos que se oían de tanto en tanto, disparos de armas de fuego y el pánico que existía ante una eventual fuga masiva de reclusos que, se suponía, se vengarían de sus sufrimientos ultimando a sangre fría a sus indiferentes vecinos.
El avance de la especulación inmobiliaria se encargó de demoler los muchos conventillos que había en las calles laterales a la avenida Santa Fe y con ellos fueron expulsados lo que para los sectores acomodados eran vecinos indeseables: migrantes internos, “cabecitas negras”, acérrimos seguidores del peronismo. Conclusión: en pocos años lo que antes era Palermo pasó a ser llamado —gentrificación mediante— Barrio Norte, refugio privilegiado durante unas cuantas décadas de las clases medias en ascenso y de ciertos sectores de la burguesía, todos rabiosamente antiperonistas. Desaparecidos los toscos obreros de la fábrica de cerveza y los atribulados parientes de los presidiarios que día a día se agolpaban en las puertas del presidio el paisaje social cambió velozmente.
La descripción de este cambio en el perfil urbano de un barrio porteño es fácil de comprender. Pero: ¿aprendizaje intelectual y político en la trastienda de un negocio de barrio? Sí, como lo explico en detalle en A Contramano, por insólito que pueda parecer fue allí donde tomé mis primeras lecciones de materialismo histórico y conocí los rudimentos de la teoría leninista del imperialismo. El inverosímil profesor no fue otro que mi padre, un inmigrante italiano de espíritu inquieto y agudo observador de la vida social y de la escena internacional que marcó para siempre mi conciencia con dos apotegmas irrefutables. Uno, cuando me dijo: “los números mueven al mundo”, metáfora por demás enigmática para un niño de diez años pero que a poco andar caí en la cuenta que aludía al decisivo papel de la economía en el proceso histórico y a la incesante lucha de clases por el reparto del producto social.
Era esa dura realidad la que según mi padre “movía al mundo” postulando un economicismo que hoy consideraríamos excesivo al subestimar el papel de otros determinantes de la vida social. En cuanto al imperialismo su enseñanza fue igualmente efectiva cuando al ingresar a la escuela secundaria y yo debía elegir un idioma extranjero para estudiar me recomendó enfáticamente que eligiera el inglés porque esa es la “lengua de hoy”. Olvídate del francés, me decía, que, como el italiano, es una lengua hermosa, pero hoy en día en el mundo mandan —decía esto a mediados de la década de los cincuentas, en al apogeo de la hegemonía estadounidense— “los americanos y sus socios ingleses” y para sobrevivir en ese mundo tenés que saber inglés. Nunca terminaré de agradecer por aquellos dos sabios consejos, cuya validez se acrecentó con el paso del tiempo.
Pero el propósito de este breve escrito es hablar sobre algo más que también aprendí en aquella aleccionadora trastienda del negocio familiar. Un día, preocupado por los continuos rumores de un posible golpe militar en contra del gobierno de Perón mi padre comentó en la cena familiar los problemas a los que podríamos enfrentarnos si debido a los disturbios y la violencia que desataría la acción de los golpistas el negocio tuviera que cerrarse durante cuatro o cinco días. No podríamos vender nada, ni cobrar a nuestros clientes por los arreglos de sus relojes, despertadores, pulseras, collares o aretes. Tampoco, siguió diciendo, podríamos ir a comprar los insumos necesarios para hacer las “composturas”, como se decía en esa época, de relojes o despertadores cuyas cuerdas se habían roto (no existían en esa época relojes con baterías de óxido de plata o de litio); o perlas para reemplazar las que se hubieran perdido de un collar; o los broches para asegurar las pulseras y así sucesivamente. O sea, si el clima político se enrarecía… ¡no íbamos a poder comprar ni vender! Pero además había otro problema: en esa época no existían el dinero electrónico ni se podían hacer las transferencias bancarias tan comunes en el día de hoy. Para comprar o vender “había que ir al banco”, y depositar el dinero en efectivo o cobrar una determinada suma por ventanilla, después de hacer una larga cola de malhumorados clientes. Estaban los cheques en reemplazo del efectivo, aunque la persistente inflación que caracteriza a la Argentina desde tiempos inmemoriales limitaba su utilidad. Pero si a causa de la crisis política los bancos no abrían sus puertas no habría dinero disponible ni para comprar ni para vender. Para colmo, en anteriores tentativas desestabilizadoras todos recordaban que las estaciones de servicio anunciaban con desprolijos cartelones que “no hay nafta”, con lo cual tampoco se podía uno montar en un automóvil para buscar refugio en alguna otra parte en donde se estuviera a salvo de estas calamidades. Toda esta delicada situación acrecentaba los cuidados hogareños para evitar que se produjera algún desperfecto en la casa: un cortocircuito que requiriese la asistencia de un electricista; un baño cuyo desagüe se obturase o una pérdida de gas en la cocina eran una pesadilla constante en esos críticos momentos en donde ni se compraba ni se vendía ni se reparaba nada. Los países europeos habían pasado por situaciones semejantes durante las dos guerras mundiales y sus resultados fueron catastróficos. Y en mi familia, toda de origen italiano y escapada de la de la primera posguerra, ese fantasma sobrevolaba periódicamente en muchas de nuestras conversaciones.
Fue esa experiencia doméstica la que me hizo detestar con todas mis fuerzas el bloqueo a que fue sometida Cuba desde los inicios de la Revolución. Ya desde mi adolescencia y contando apenas con las rudimentarias armas de los dos axiomas paternos —propios de un marxismo de tendero, como dirían Marx o Engels— me di cuenta de que lo que sucesivos gobiernos de Estados Unidos le estaban haciendo a Cuba (y que luego harían con Venezuela y tantos otros países) era una feroz agresión ante el cual no había lugar para la indiferencia pues reproducía, a escala nacional, la pesadilla que periódicamente turbaba el sueño de mi familia a comienzos de la década de los cincuentas.
Muchos años más tarde pude darle una expresión teórica a ese sentimiento de repudio y rebeldía ante las afrentas y agresiones del imperialismo norteamericano y sus lacayos locales. Y pude asimismo comprender que el bloqueo es un crimen de guerra, un acto cobarde y brutal destinado a quebrar la autodeterminación nacional e instaurar un indigno protectorado que haga posible el saqueo de las riquezas nacionales y la completa subordinación de un país a los designios de Washington. No sólo eso: el bloqueo es también un crimen de lesa humanidad pues produce un genocidio lento y silencioso, sin los sangrientos estruendos que hoy presenciamos en Gaza, porque también aquél se propone el exterminio de una parte de la población. Al privarla de alimentos, medicinas y servicios esenciales; al someterla con simpar perversidad el imperialismo persigue la alquimia de convertir el dolor en rabia, y ésta en un movimiento sedicioso que derrumbe al gobierno, concretando el tan ansiado “cambio de régimen” con el que Washington procura fortalecer su dictadura mundial.
De lo anterior se desprende la necesidad de denunciar, a toda hora y en todo lugar, el bloqueo a que son sometidos los pueblos hermanos de Cuba y Venezuela. Según la página de la OFAC, siglas de la Oficina de Control de Activos Extranjeros del gobierno de Estados Unidos, existen en la actualidad 38 programas de sanciones económicas que afectan a una veintena de países. Y esta política tiene como silenciosa premisa la convicción de que el gobierno de Estados Unidos está “destinado por la Providencia”, como precozmente lo advirtiera Simón Bolívar hace más de dos siglos, ser el árbitro de la escena internacional con la potestad de decir qué es lo que está bien o lo que está mal en este mundo; cual gobierno es aceptable y cual no, y actuar en consecuencia descargando toda su furia contra quienes por su sentido del honor y la dignidad se resisten a ser avasallados por el imperio.
Por ello es una obligación moral denunciar al bloqueo como un crimen de lesa humanidad pero también señalar a los opinólogos, pseudoperiodistas, economistas, académicos y políticos venales que ocultan esta realidad, domesticados por las luces, la fama y los dineros que con perversa prodigalidad Washington distribuye a través de su red global de ONGs, agencias federales, programas universitarios, becas y cursos de “buenas prácticas” en los más diversos campos del saber. Gentes que, como se comprueba a diario, no cesan de fustigar a los gobiernos de Cuba y Venezuela por la crisis económica que afecta a esos países y que, según estos sicarios cognitivos, obedece pura y exclusivamente a la irracionalidad del socialismo o de cualquier forma de colectivismo o estatismo, soslayando de modo escandaloso el carácter crucial del bloqueo, su papel determinante y decisivo en la vida económica del país agredido. Para desmontar las falacias de quienes pontifican sobre Cuba o Venezuela sin referirse al bloqueo bastaría con que se le plantearan a sus mecenas o protectores empresariales que ocurriría si sus grandes corporaciones fuesen impedidas de vender sus productos, comprar los insumos necesarios para su funcionamiento o movilizar sus dineros a través de los circuitos financiero. ¿Cuánto demorarían esas empresas en quebrar, entrar en bancarrota? Eso sin contar los generosos subsidios y transferencias fiscales con que los gobiernos contribuyen para mejorar la rentabilidad de las más grandes empresas. Diríase en un caso hipotético como el que planteamos que se trata de empresarios ineficientes o, más bien, que bajo tan difíciles condiciones no hay empresa que pueda ser eficiente y producir ganancias. Ahora bien: ¿por qué si este criterio es inobjetable a la hora de analizar la calidad de la gestión de una empresa debería ser inaceptable cuando se lo aplica a los negocios de un estado? ¿Por qué lo que sería un factor decisivo en el plano de la empresa puede ser ignorado, o ninguneado, cuando se examina la situación de un país? No hay razones, excepto la voluntad de ocultar esta verdad para así mejor servir a los intereses imperiales.
Lo anterior lo pude comprobar de modo indeleble en aquellos años de mi infancia y temprana adolescencia desde el microcosmos de un pequeño negocio de barrio. Esa tragedia, barruntada con temor por mis padres en los tiempos del primer peronismo, es la que llevan décadas padeciendo el pueblo de Cuba y, más recientemente, el bravo pueblo venezolano. Si el socialismo cubano o el chavismo son tan malos e ineficientes como dicen los impresentables personeros de la derecha, ¿qué necesidad hay de tener que cometer un crimen de lesa humanidad para demostrarlo? Que Estados Unidos levante todas las medidas del bloqueo en contra de Cuba y Venezuela, aunque sea tan sólo por cinco años, y si pese a ello la economía no prospera y las penurias económicas no ceden terreno entonces sí podrán denunciar, como lo hace el alucinado profeta que hoy gobierna la Argentina, al socialismo como un “empobrecedor serial.” Pero jamás se atreverían a hacerlo porque Washington y sus lacayos saben muy bien que en tal caso se demostraría la enorme superioridad, no sólo moral sino también económica del socialismo. Preocupados por asfixiar en su cuna cualquier proyecto que encarne un horizonte post-capitalista, los amos del mundo prefieren incurrir en crímenes de lesa humanidad antes que inclinarse ante el inapelable veredicto de la historia.
Nota
[i] Ver Atilio A. Boron y Alexia Massholder, A Contramano. Una biografía dialogada (Madrid y Buenos Aires: AKAL, 2023).
Tomado de Cuba en Resumen