Sin afanes teóricos, y solo para dar leve continuidad a un anterior artículo sobre la guerra cultural, aquí se apunta que el individuo es esa unidad última en que se puede dividir la especie humana sin que él deje de ser lo que es: la pieza más singular del gran conjunto, la que no se puede seguir dividiendo sino al precio de hacerla pedazos, matarla. Eso no significa que un individuo, una persona, no pueda reunir en sí caminos y matices diversos, pero estos —salvo falsificaciones o imposturas— tendrán el sello del ser humano concreto en que se integran.
Sin embargo, en no pocos casos las redes sociales parecen crear la ilusión de que se puede ser todo a la vez, incluyendo en ese todo lo que podría llamarse “cualquier cosa”, las mayores contradicciones. Lo que en estos apuntes se ha dicho y se diga puede concernir al ser humano en general, más o menos abstracto; pero por intención, y hasta por el espacio en que se publicarán, pueden verse vinculados con un sector particular de la sociedad: los profesionales de la comunicación social. Y el ángulo de miras que anima al texto se suma a las urgencias rodeantes y permiten ubicarlo, sobre todo, en Cuba, núcleo de las preocupaciones expuestas.
Máxime con el éxito de lo virtual, la tendencia a buscar compensaciones ante penurias y obstáculos puede impulsar la búsqueda de espacios asociados a la evasión, a imaginar realidades que se quisieran tener y parecen resultar inalcanzables. Tal vez no habría por qué alarmarse ante esa tendencia si no fuera por el hecho de que puede conducir, o conduce, a posiciones que racionalmente vale considerar incoherentes cuando menos, si no antagónicas, con la responsabilidad que se debe cumplir.
La alegría no es un pecado, sino una virtud; pero puede contaminarse con la banalización, esa actitud que conviene a los propósitos con que se han creado las redes sociales dominantes, las que existen y conocemos. Ellas procuran desestimular el pensamiento crítico para que se acepten como cosa natural las engañifas y ruedas de molino que los intereses hegemónicos buscan seguir capitalizando, ¡y capitalizan!
Cada quien es dueño de asumir y practicar la alegría que prefiera, o que sea capaz de ejercer; pero el pensamiento que aspire a ubicarse entre las fuerzas transformadoras que el mundo necesita no debe ahogarse en la superficialidad irresponsable. Recientemente un politólogo español que defiende las causas emancipadoras insistía en que no se debe renunciar a la alegría como fuerza revolucionaria, sino abrazarla. No estaría refiriéndose a cualquier expresión de regocijo, como las asociadas a las peores formas del choteo, sino a la vinculada con la reflexión, con la chispa de ingenio capaz de estimular lo mejor del pensamiento, y hasta los deseos de vivir.
Pero pululan maneras de alegrarse enlazadas con dimensiones contrarias de lleno al pensamiento anticapitalista. Así, profesionales de la comunicación social —y de otras disciplinas que no le son ajenas a ella— pueden sentirse obligados a ser serios y maduros al ventilar asuntos de ostensible relevancia directa para las ideas revolucionarias, y desdoblarse con facilidad —sobre todo en la redes— en promotores de imágenes de vida ostentosa, de un glamor propio del mercantilismo y la “buena vida” capitalistas. En el presente texto no se darán ejemplos: sería subvalorar la inteligencia de quienes lo lean.
Hay profesionales de la comunicación social que aprovechan sus ires y venires —dentro o fuera de Cuba— no precisamente para trasmitir imágenes y meditación sobre lo que ocurre, o debería ocurrir, en los contextos por donde se desplazan. Lejos de eso, empiezan y terminan por contar sus aventuras y exhibir sus placeres como turistas, las comidas de que disfrutan, y a menudo sus atributos físicos de belleza, de los que no hay por qué avergonzarse ni blasonar: se tienen o no se tienen.
Esa actitud no es privativa de un género particular, pero no es fortuito que los medios procuren estimularla, de preferencia, entre mujeres. De ese modo buscan menguar la fuerza participativa que ellas tienen o deben tener en la transformación de la sociedad, y mantenerlas como objeto de contemplación sexual. A una brillante ingeniera y actriz austríaca, la trasgresora y bella Hedy Lamarr (1914-2000), se le atribuye un criterio que puede molestar o aceptarse, pero no se debe ignorar: “Cualquier chica puede ser glamorosa. Todo lo que tiene que hacer es quedarse quieta y parecer estúpida”.
En ese camino pululan certámenes de belleza que Cuba quiso —¿no quiere ya?— sustituir por el ejercicio pleno de la mujer como ente social activo. Si se insiste aquí en la mujer no es porque el asunto sea privativo de esa parte de la humanidad —no lo es—, sino porque abundan señales que mueven a hacerlo, aunque no conciernan a la mayoría de la población femenina.
Entre jocosidad y preocupación, alguien publicó hace poco una nota donde se refirió a la cantidad de personas que estarían hallando en las redes sociales la manera de no morirse sin haberse exhibido en las pasarelas y el modelaje, aunque sean virtuales. Esas ocupaciones tienen su propia dignidad, en todo caso; pero no parecen las más compatibles con la médula de la comunicación social de intención revolucionaria.
Quien publicó la nota recibió por respuesta el rechazo explícito de compañeras que decían que la mujer tenía derecho a verse bonita. Mujeres profesionales de la comunicación social y de otras disciplinas cercanas salieron también a defender lo que ahora se llama postureo o postaleo: la profusión de imágenes, a menudo autorretratos, mostrando belleza corpórea y alegría de tenerla, sin más preocupación.
Frente a eso, el autor de la nota reclamó que se tuviera en cuenta que había hablado de personas en general, no de mujeres. Y que si bien no tenía por qué, ni cómo, intentar contrariarle a nadie el derecho a pensar de otra manera, él se sentía con derecho a expresar su pensamiento, y defenderlo. Citó incluso lo que alguna vez le dijo una amiga entrañable, quien le confesó que ella, con tal de disfrutar el postureo, estaba dispuesta a hacer cualquier cosa, hasta el ridículo.
Hay otras formas de exhibicionismo, ya aludidas, que divulgan fruitivamente cuanto placer pequeño o grandioso se ha disfrutado, no solo una mínima pieza en que descansar, sino una colosal en playa de prodigios. Llega el momento en que no se puede distinguir si se está ante el quehacer de promotores de turismo, gastronomía, modas y mercadeo, o ante el alarde de quienes, tal vez sin saberlo, ostentan privilegios que los distancian de la masa sacrificada que supuestamente representan y defienden.
Son cada vez más los indicios de que la lucha contra el llamado igualitarismo puede arropar no únicamente el deseo de impedir que la justa equidad social la obstaculicen concepciones idealistas o torpes. Se diría que, al repudiar el igualitarismo, a menudo se defiende el derecho a disfrutar de la desigualdad social, justificada incluso con el cumplimiento de tareas revolucionarias.
Es difícil no recordar a José Martí. En su tránsito hacia Cuba para incorporarse a la guerra de liberación que él había preparado, seguía leyendo libros que le interesaban, y a partir de uno de ellos definió en su Diario de Montecristi a Cabo Haitiano lo que él entendía por “sociedad autoritaria”: “es por supuesto, aquella basada en el concepto, sincero o fingido, de la desigualdad humana, en la que se exige el cumplimiento de los deberes sociales a aquellos a quienes se niegan los derechos, en beneficio principal del poder y placer de los que se los niegan: mero resto del estado bárbaro”.
De esa herencia, contra la que se proyectó en momento crucial “la Revolución socialista y democrática de los humildes, con los humildes y para los humildes” —brújula que no ha de estar entre lo que debe ser cambiado— urge librar al mundo, y debemos zafarnos de ella. Pero evidentemente a revolucionarios de la talla de Martí es más fácil citarlos que asumirlos como norma de vida. Otro tanto parece que cabe decir del Líder de la Revolución que vio en Martí el Autor Intelectual de esa obra, y el más genial y universal de los políticos cubanos.
Sí, piense cada quien como quiera pensar; pero sepa que hay otras personas que también piensan, y que en un pueblo instruido, sean cuales sean los déficits de su educación, abundan las preparadas para pensar con cabeza propia, y dispuestas a hacerlo. Es más: lo hacen. Y, si se ríen, será con sabiduría y profundidad, aunque en algún momento puedan también hacerlo por aquello de “me río por no llorar”.