“Yo no soy una veterana, soy una adolescente reciclada”, así le dije a mi querido amigo José Dos Santos —quien me convidó a escribir alguna que otra anécdota en la revista Visión bajo el sobrenombre de “una veterana rebelde”—, apoderándome de una caricatura sobre la “ocholescencia” (i), que recibí por las fabulosas y tenebrosas redes sociales.
La primera vez que salí de Cuba y también que me monté en un avión fue para viajar a la hermosa Bulgaria —entonces socialista y buena amiga de Cuba— de la que conocíamos sus tintos Cabernet y Gamza, que nos parecían fabulosos y unos pimientos y tomates en conserva insuperables, provenientes de aquel intercambio hermano y hermoso que propiciaba el CAME, donde cada uno aportaba lo que tenía, en condición de igualdad. No voy a hablar de que ahora ni azúcar podríamos poner sobre la mesa, eso es de otro costal, y tampoco es mucha la harina.
Por demás, los técnicos del país de Jorge Dimitrov nos ayudaban a transformar la fisonomía de nuestra tierra con la voluntad hidraúlica, que de tantas catástrofes cicloneras nos libró; y allá se preparaban un enjambre de jóvenes cubanos que, por la visión kilométrica de Fidel, incluso estudiaban hasta ingeniería nuclear, aunque todavía no entrara en el paisaje cienfueguero la luego frustrada central para suministrar energía atómica, suerte que en lo personal agradezco, porque prefiero la eólica o la solar. Me confieso ecologista, aunque no fanática.
De manera que no eran pocos los técnicos búlgaros que venían a Cuba, ni los cubanos en Bulgaria, por lo que siempre había algún conocido por el cual indagar…
Volviendo al tema inicio de este relato. En la tienda de «Tos-tenemos» de la calle Galiano salí con dos maletones casi tan grandes como yo, azul varadero o verde varadero, como quieran llamarlo, pero que al llegar al aeropuerto, en el despacho del equipaje, los ví en decenas repetidos. Así que bolígrafo en mano los identifiqué como mejor pude. La estancia iba a ser más o menos de un mes, invitada por el periódico del Partido, el Rabotnichesko Delo, de manera que un «baúl» para la ropa y el otro para los regalos, que el capitán Jorge Enrique Mendoza, director de Granma, enviaba para la ocasión y los diversos anfitriones: ron, tabaco y la mejor y más bella muestra de cerámica y artesanía.
Aunque nerviosa, como correspondía a una primeriza por partida doble, todo iba sobre ruedas, o mejor sobre las alas, cuando llegué horas después a Praga, escala obligatoria para el largo viaje, y luego a Sofía. Allí arribé de noche, si mal no recuerdo. Y en esa experiencia primigenia recibí el batacazo, solo apareció una de las maletas… yo espera y espera, a tal punto que, de pronto, noté que estaba sola en un aeropuerto que no tenía mucho trasiego en aquellos años y menos a aquellas horas.
Me sentí como Aida, la de la opera, cuando canta en una de las escenas: «sola, perduta, abbandonata». Pero yo no me había dispuesto a enterrarme viva como la dama de Giuseppe Verdi y sin saber nada de búlgaro acudí al lenguaje de señas, que las cubanas sabemos hablar muy bien «con arrumacos y aspavientos» —como diría mi abuela—, o lo que es igual, gesticular de todas las maneras posibles.
Mis interlocutores: la primera una anciana que escobillón en mano tenía hiperlimpia la terminal, quien me llevó hasta un cuarto en medio del lugar, de madera y cristales para permitir ver en su interior, donde el segundo, un joven y simpático búlgaro, estaba a cargo de las maletas y objetos extraviados. En este caso mi cofre de tesoros cubanos y yo.
Tres o cuatro, no más de diez, palabras en inglés y nos hicimos entender. Me preocupaba la maleta, pero mucho más mi zozobra tenía mi nombre. Yo estaba como el poeta, «cuando yo vine a este mundo, nadie me estaba esperando».
Sin embargo, la amistad, la empatía, la simpatía y sobre todo dos palabras mágicas me abrieron la puerta del lugar, sus corazones y sus alforjas: Fidel y Cuba.
Con la promesa cumplida de que llamaba a la Embajada de Cuba y a la redacción del Rabotnichesko Delo, el diario del Partido Comunista Búlgaro, me hicieron sentar sobre maletas al igual que ellos, otra hizo función de mesa. Y allí probé el mejor salchichón, pan y vino que tomé en Bulgaria, porque me devolvían la tranquilidad.
Y les aseguro que comí y tomé mucho y bueno en casi mes y medio que estancia que mis amigos búlgaros, los que fui haciendo en todos esos días por todo el país, atravesado al cuadrado, querían convertir en casi eternos.
Banquetes diarios demostrativos de que la vitícola búlgara podía llegar a las exquisiteces de un blanco Chateu Euxinograv, salido del que fue Palacio y viñedo del rey en Varna, en el Mar Negro, y un Susurro del Monasterio Preobrazhenski, elaborado por los monjes de ese pequeña y hermosa iglesia de montaña, donde solo con pisar su patio de entrada no olías a incienso, sino a brandy.
Explico, los búlgaros se habían hecho un propósito imposible «engordarme en un sanatorio de montaña» (ii).
Más no fue rápido el «rescate». Mi nombre imponente JUANA CARRASCO, no se avenía a mis escasos 48 kilos de peso; sin embargo, tanto cubanos como búlgaros que debían recogerme lo asociaron a una mujerona de gran tamaño, madura y cuando menos mulata. Y en aquella «piscina» solo veían a una anciana y a dos jóvenes «de la casa», pasándola bien, riendo y hasta cantando.
Ese fue el primero de algunos de mis percances con aviones y aeropuertos, que pudieran ser temas para un folleto de viajes (iii).
Moraleja aprendida de mi primera excursión al exterior: Nunca te amilanes, que todo tiene arreglo en esta vida. Debes tener la audacia como complemento de los conocimientos de la profesión reporteril. Y lo principal, fue mi mayor orgullo y enseñanza, y yo los debía honrar por siempre, comprobar lo que aquellos dos nombres significaban en el mundo, llaves de dignidad para abrir puertas de solidaridad, respeto y amor: Cuba y Fidel.
Notas
i «Ocholescencia» etapa de la vida de quienes pasamos ya o están al borde de los 80 y seguimos como si nada, aunque nos duelan todos los huesos, pero el sufrir del alma-na que no alcanza y afecta al alma…
ii Quienes me conocen saben muy bien del buen apetito y la capacidad de beber que tenía en mi juventud y más allá, sin engordar ni una onza.
iii La maleta, creo que tras algún intercambio diplomático entre Sofía y Praga, apareció más de una semana después, intacta, lista para cumplir su cometido de agradecer a los anfitriones.
Foto de portada: Fidel Castro y Juana Carrasco