Dicen que una vez, al revelar en una entrevista parte de sus rutinas diarias, el gran escritor mexicano Carlos Fuentes contó que acostumbraba salir temprano a comprar los periódicos. A seguidas, acotó un detalle revelador tanto de sus dotes de novelista como de las carencias de cierto periodismo: las noticias siempre le parecían más viejas que su imaginación.
Está claro que este oficio nuestro no le era indiferente. El autor de La región más transparente, uno de los padres del muy sonado boom latinoamericano, defendió en 2009 en Madrid, tras recibir el Premio González-Ruano de Periodismo, la importancia de dejarle a la literatura «la verdad de la mentira» y de prohibirle a la prensa «la mentira de la verdad».
Había mucho en lo profundo de ese casi trabalenguas: «Para que la ficción sea ficción, la prensa debe ser verdad. Cuando la novela convierte la verdad en ficción, es fiel a sí misma, pero cuando la prensa convierte la verdad en ficción, resulta increíble y condenable», comentó el escritor mientras agradecía el agasajo en una cena a la que asistieron otras figuras de lumbre.
Aquel día se vio a Fuentes muy animado, al punto de que parecía alguno de sus personajes. Entre las anécdotas que contó estuvo una que llevaba la marca inconfundible de otro genio, su colega de boom Gabriel García Márquez, quien cierta noche, como jefe de redacción del diario El Universal, de Cartagena, cerró la edición y dejó la oficina, pero a poco de llegar a su casa recibió la llamada de un redactor agitado que le sugería cambiar la primera página porque había muerto un cónsul extranjero en la ciudad.
«¡Qué pena, pero eso no amerita cambiar la primera página!», replicó el autor de Cien años de soledad, tal vez con el biorritmo doméstico más escorado al latido lento del novelista que al jíbaro palpitar del reportero. Fue entonces cuando el redactor al teléfono le dio un argumento demoledor para los códigos del gremio: «¡Es que se lo comió un cocodrilo!».
En efecto, ¿qué mejor novela puede escribirse que el periodismo atesorado en muchos años? Como todos los grandes, Fuentes justipreciaba no solo el valor de la palabra; también defendía la importancia de la precisión: «El periodista que incurre en ambigüedad deforma la noticia», afirmó en cierto momento.
Llovieron años de titulares. Luego del suyo vendría otro boom, más tecnológico que creativo, que para su suerte él no llegó a conocer. Llegaron las redes sociales y mandaron a postear. Desembarcaron —suplantando a la brava otras conexiones más humanas— y poco a poco enredaron no solo a los públicos incautos, sino que, con sus cuerdas de pasmosa rapidez, inmovilizaron en el oleaje de la noticia hasta a avezados periodistas que en el naufragio echaron al mar, junto con las máquinas de escribir, los conceptos profundos.
Si estuviera vivo, Carlos Fuentes sufriría mucho, porque esta es la era de las redes y ellas dominan el gran imperio de esa ambigüedad que tanto le preocupaba en prensa.
Aunque el brujo de la tribu moderna es un móvil conectado al implacable Dios de internet, no faltan talismanes para d/escribir la verdad. Juan Carlos Monedero, destacado colega de izquierdas —importa mucho referir con qué mano se entinta cualquier paisaje civilizatorio—, cita en un trabajo de Público al popular humorista, director, escritor, músico y actor británico Ricky Gervais, quien sostiene que en la red X se puede leer, resumida, toda la basura que la gente escribe en las paredes de los lavabos del mundo.
Los insumisos a la nueva «religión» se hacen más visibles mientras el rebaño amanece y se acuesta dando clics a quién sabe qué. El periodista especializado en medios y tecnología Charlie Warzel, de la revista The Atlantic, ha ido mucho más lejos que Gervais en su descargo sobre X, en el que analiza la preponderancia del señorío de Elon Musk por encima incluso del imperio que ¿gobierna?, por el momento, un fulano preanalógico llamado Joe Biden: a juicio de Warzel, «la plataforma se parece mucho a una cucaracha. Es fea, escurridiza, repulsiva e increíblemente difícil de matar… a pesar de muchos esfuerzos».
Lo más alarmante es ver que esa suerte de baño in/sanitario plagado de cucarachas se ha erigido en la primera tribuna de políticos de todo signo que, como no desean o no les conviene hablar mucho con la gente, en carne y hueso, se someten a los desagradables «olores» de la red con tal de dejar en la pared del lavabo mensajes —a menudo elaborados por otros— que millones han de leer allí con el candor con el que un infante hace caer una micción escolar.
Ya se sabe: nos cambiaron el tablero de la comunicación y hay que jugar con el nuevo, pero no puede perderse de vista que el periodismo de análisis, el contado con carácter más que el de caracteres contados, es imprescindible cuando la humanidad, entregada como «al descuido» a la guerra y la autoextinción, parece sumergida en una pandemia de alergia al análisis, el diálogo y la reparación.
Contra toda lógica del conocimiento, el periodista de fondo, algo así como un maratonista de la comunicación, parece extinguirse entre ráfagas de tuits que no alcanzan 100 metros de plano debate.
Desdichadamente, no hay que salir del país para sufrir las redacciones vacías ni para extrañar las tertulias entre colegas o evocar las anécdotas de antaño, cuando un texto pasaba de mano en mano, mejorando de una a otra, antes de instalarse en la página donde al otro día quedaría registrado, y registrando, la posteridad. Periodistas o no, ahora todos tenemos redes y pocos sostenemos vínculos.
Pasa en todas partes. A tal punto han sido «fumigados» los ecosistemas periodísticos que, para atenuar la sensación de desbandada y desolación gremiales, la web recoge la creación de la aplicación myNoise, un parche para quienes extrañan el ruido —«dinosáurico» casi, de tan extinto— de las salas de redacción.
Los nostálgicos del periodismo defendido por Fuentes y el Gabo pueden seleccionar, entre más de 150 variantes, sonidos de una sala de prensa en todas sus estaciones, desde la tormenta de una exclusiva a la placidez de una buena entrevista de arte. La myNoise puede recrear incluso el parloteo indiscreto de los viejos teclados, el carraspeo sostenido de las impresoras y hasta el murmullo de esos colegas impertinentes que a veces ahuyentan, en su instante de más brillo, las musas que otros llamaron. ¡Ah, qué bonito fuera si no se tratara de la invocación de un muerto!
No, las redes sociales no creen en lágrimas. Por ello, la nostalgia que llevó a crear myNoise se conecta con la añoranza que condujo a los jóvenes estadounidenses Phil Hadad, Marybeth Ledezma y Greg Elwood, de la Universidad Brandcenter, en Virginia, a concebir bajo el rostro del curador virtual Brendan Chilcutt el Museo de los Sonidos en Riesgo de Extinción (Museum of Endangered Sounds).
El museo abrió en 2012 para salvar del olvido sonidos de viejas tecnologías que las más nuevas han sepultado en la frágil memoria contemporánea. Las marcas sonoras del VHS, el arranque de las PC con Windows 95, los videojuegos de los años ochenta del siglo pasado, las cámaras fotográficas analógicas, los teléfonos de disco, los Tamagotchi y el picoteo de teclas de máquinas de escribir que, siglos después de Cervantes, fecundaron con nuevos clásicos las imprentas, están incluidos en sus fondos.
Viendo el paisaje de ahora, cualquier periodista que alumbre canas debería hacer de myNoise su marcapasos vital y plantarse en el pecho un museo semejante. Yo, por ejemplo, colocaría en las vitrinas de mi galería íntima las anécdotas nunca publicadas de las coberturas, los cuentos sobre los personajes legendarios del gremio, los brindis furtivos en la redacción, las lecciones gramaticales y humanas de las plumas mayores, los testimonios exclusivos del amor, la entrega sin márgenes de los corresponsales de guerra que volvieron o quedaron en el frente… ¡No hay redes que pesquen eso!
Es el dilema entre la orilla y lo hondo, del que poco se habla porque a pocos interesa. Pese a que las redes incitan a no nadar, a quedar en el borde, yo prefiero lanzarme a buscar un islote de animada redacción.
Precisamos redacciones vigorosas para que las noticias parezcan tan frescas como la imaginación. Hagamos como que convencimos al Gabo: cambiemos la primera página de este asunto y controlemos el poder la cucaracha, no sea que a la profesión se la coma un cocodrilo.
Imagen destacada: El Gabo, en una redacción de las de antes. Foto www.las2orillas.co
Excelente tu comentario. Pensé en el clásico ejemplo del perro que muerde al hombre y el hombre que muerde al perro, para poner un ejemplo de lo que es NOTICIA cuando estábamos en el movimiento de corresponsales voluntarios
Nos gustan tus trabajos, que están en la frontera entre la literatura y el periodismo, pero me quedo con el periodismo porque me cansa tener que leer tanto.
Felicidades, en Camaguey te queremos.
tu seguidor Luis Varcasia Era