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¿Hembrismo vs. feminismo?

Aun sin ceder a la tentación de esbozar algún comentario sobre el hecho de que, mientras el vocablo másculo parecería no existir, fémina conserva una presencia ostensible, para no decir chillona, vale aventurar una conjetura: si los varones hubiéramos sufrido las desventajas que históricamente han magullado a las mujeres, hoy hablaríamos de masculinismo como escudo para defender los derechos infringidos, pero no ha sido así. Por la realidad que nos ha beneficiado, machismo da nombre a las actitudes y el pensamiento de “superioridad” que viene de las ventajas disfrutadas.

Con la peor parte han cargado las mujeres, lo que aquí se considera en bloque, porque, al igual que entre varones opera la dinámica de las clases sociales, ocurre entre mujeres, aunque haya quienes —al margen de sexos— intenten ocultar esa dinámica. Los menoscabos padecidos por las mujeres ricas no se equiparan con los que machacan a las pobres, aun cuando también las primeras sean discriminadas dentro de su grupo social.

Frente a semejante urdimbre las mujeres han fomentado el feminismo, para exigir una emancipación que no las beneficiará únicamente a ellas, sino a toda la humanidad. Ideal liberador, el feminismo no es ni debe considerarse patrimonio exclusivo de la mujer, sino una concepción justiciera del mundo, y una actitud combativa para alcanzar la equidad entre los seres humanos.

La liberación de la mujer abarca y desborda el saber científico, como la emancipación de las clases trabajadoras, integradas por hombres y mujeres. Simplificando el asunto hasta lo esquemático, la defensa de esas clases no se debe confiar solo a quienes conozcan bien —¿cuál será la cifra?— El capital, ni el empeño justiciero ha de restringirse a las propias mujeres. Hay quienes estudian el marxismo para impedir que triunfe, y cómplices del patronato existen entre obreros y obreras.

El presente artículo diferencia feminismo, que representa la defensa de los derechos y la dignidad de la mujer, y hembrismo, anclado en actitudes e ideas que subrayan lo más ostensible de las condiciones de belleza física y componente sexual de la mujer. Es algo en lo que acaso no se pueda acertar si se ignora lo que el autor le oyó a una buena amiga y recuerda a continuación.

Alguien dijo: “Tengo cuatro hijos: dos varones y dos hembras”, y ella terció: “¿Por qué no dos niños y dos niñas? En machos y hembras se clasifican los animales, sobre todo cuando se piensa en ellos con fines reproductivos para el mercado”. Pero a menudo esos “menudos matices” se pasan por alto, como sucede con otros en la inercia del lenguaje marcado por la discriminación, por la injusticia.

En su condición de hembra se ha basado el lugar reproductivo y de objeto sexual que las reglas patriarcales han reservado para las mujeres. Concretamente su uso como objeto sexual se ha hecho notar desde que en la antigüedad podían tener, como cortesanas, “privilegios” negados a la generalidad de las mujeres. Y todavía hoy ser una “buena hembra” puede asociarse al placer, y a recursos para que la mujer se abra caminos, a cambio de acatar los designios patriarcales.

Que la “suerte” de la “buena hembra” predomine sobre los derechos que a la mujer, bella o no bella físicamente, le corresponden como ser social activo, atenta contra los ideales del feminismo. Para esos ideales la mujer debe brillar por su solvencia intelectual y laboral, y con sus prerrogativas en la esfera económica y el desenvolvimiento como parte orgánica —la mitad, aproximadamente— de la sociedad.

Todo eso sin que el sexo determine ni propicie otras normas, para no hablar de igualar a la mujer con el varón, porque eso remite al modelo dominante: el hombre, y no en su equivalencia a ser humano, sino a persona del sexo masculino. Tal doble sinonimia no empieza ni termina en lo meramente lingüístico, y no es fortuito ni inocente que viril se haya implantado a la vez como sinónimo de varonil y de valiente.

Abundan razones que sustentan la necesidad de un lenguaje inclusivo que, como la justicia en general, no es cuestión de melindres. Promover la idea de que lo es, revela prejuicios perceptibles en ciertas convocatorias hechas contra ese lenguaje en nombre de la prudencia y la mesura, y de la elegancia “académica”. Invitaciones semejantes llegan a servir más para deslegitimar la inclusión que para cuidar normas lexicales que, después de todo, pueden ser más de raíz sociológica que lingüística: ese es el caso del género masculino como no marcado o supuestamente neutro.

Con gustos e instintos del hombre entendido como persona masculina se vinculan desde el papel de las antiguas meretrices hasta las “bomboneras” apoyadas —con escaso disimulo, o ninguno— por los certámenes de belleza femenina. ¿Que también aumentan los de belleza masculina? Sí, pero con ventajas que vienen asimismo del patriarcado. ¿Que abundan mujeres que defienden esos certámenes, y su participación en ellos, como expresión de sus derechos? También es cierto, pero eso se inscribe en la influencia del pensamiento dominante, capitalizado por quienes ejercen la dominación, pero dominante porque recluta a quienes la padecen.

Si cada quien asumirá la conducta que más le guste, hay también derecho a pensar que para la mujer no debería ser estimulante la ostentación —exhibicionismo— de atributos físicos que subrayen su condición de “buena hembra” con una insistencia propia de catálogos de promoción y venta del cuerpo. Y de eso pululan casos caracterizados por una intensidad que le vendría bien a la defensa de las causas más nobles.

Que a eso se llegue como en juego no le resta importancia, ni lo hace inocente. El juego es un recurso de la humanidad, cuya dimensión sapiens no excluye ni tiene por qué excluir la dimensión ludens. Pero no está de más la conciencia necesaria para impedir que la dimensión ludens devore a la sapienes, y para diferenciar, de un lado, el juego sano, y hasta enriquecedor; del otro lado, el juego que arrastra hacia la superficialidad, hacia la banalización, hacia valores que están lejos de fortalecer la digna equidad.

Hoy, en unos lugares del mundo más que en otros, se ha avanzado en cuanto a favorecer que las mujeres ejerzan el desempeño al que tienen derecho como seres humanos, por su capacidad, su inteligencia, su fuerza, por cuantas virtudes puede haber y hay en ellas. Pero aún se pueden ver, más que sospechar, ascensos laborales y jerárquicos y otros beneficios conseguidos con eso que la sabiduría popular llama “vía camera” o “de colchón”. Es un camino que no solo lesiona a las promovidas: asimismo infama a quienes las promueven ejerciendo abuso de autoridad, de poder.

Hasta en sectores profesionales, sin descartar el ejercicio profesional de la política y la comunicación social, pueden detectarse actitudes que de diversos modos apuntan al hembrismo: desde la marcada exhibición del rostro con boquitas que prometen, hasta la ostentación de quien parece proclamar, y se cita a otra buena amiga que repudia tales actitudes, aunque físicamente podría darse el “gusto” de compartirlas: “Aquí estoy yo, y estoy buenísima”. ¿Que también ese es un derecho que se puede tener? Valórelo cada quien como prefiera, pero cada quien —mujer u hombre— tendrá de igual manera el derecho de valorar tales prácticas de acuerdo con los valores que personalmente abraza.

Hoy las redes lanzan convites como, digamos, dedicar tiempo a una nueva forma de jugar a las cuquitas, con el rostro y el cuerpo propios de quien juega. Resulta evidente el “éxito” de esos recursos en mujeres cuya preparación podría de antemano estimarse que las habilita para otros fines. ¿Que el solo hecho de expresar discrepancia con esas tendencias le puede costar rechazo a quien la exprese? ¡Si lo sabrá quien escribe este artículo! Sabe también que una nota ligera resulta más atendida que una publicación de peso sobre causas fundamentales, incluyendo la palestina.

En tal contexto ejerce su derecho a opinar, aunque no intenta negarle a nadie el derecho con que se crea para pensar y hacer lo que le salga de eso que, según algunos, en una página perdida de su vasta obra Aristóteles llamó “la burundanga”. Eso sí: se reserva igualmente el derecho a no consumirse en discusiones bizantinas. Solo decir que “el amor y el dolor reclaman pudor”, le costó ya regaños de parte de quienes defienden el derecho a explayarse sin recato, porque el pudor no está de moda: ni la privacidad, que ya sabemos quiénes han sido los primeros en zampársela.

A nadie intenta privar del derecho de despeñarse o elevarse de acuerdo con sus opciones y preferencias individuales. Únicamente se permite plasmar un puñado de ideas y preocupaciones, sabiendo que con ellas no satisfará —¿quién podría hacerlo?— todas las expectativas, todas las posiciones.

De paso, considera que no es necesario insistir en la dignidad y las maravillas del desnudo humano, lo que trató en un artículo reciente, ni recordar la legitimidad que corresponda apreciar en el trabajo del modelaje y la pasarela. Pero ¿se debe ignorar que la vida es otra cosa, aunque dicho trabajo parezca ser una aspiración o sueño de personas de quienes no se esperaría que lo fuera?

Queda mucho más por decir, seguramente, y solo se ha referido a los géneros que, para facilitar las cosas, podrían llamarse “canónicos”: los dominantes. Pero si se ha limitado a eso no es por ceder a tabúes —que ya van siendo cosa de risa—, ni porque desconozca la variedad que existe en la vida.

Ese es un tema que podría requerir un detenimiento particular, aunque parece válido presumir que en la diversidad campean patrones impuestos por las normas, que se reproducen, de los géneros “canónicos”. Y aunque espera también el autor que las comillas le permitan ahorrarse matizaciones, no se privará de insistir en que la humanidad necesita cultivar el feminismo como fuerza revolucionaria.

Foto de portada: Tomada de AP

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Luis Toledo Sande
Escritor, investigador y periodista cubano. Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Autor de varios libros de distintos géneros. Ha ejercido la docencia universitaria y ha sido director del Centro de Estudios Martianos y subdirector de la revista Casa de las Américas. En la diplomacia se ha desempeñado como consejero cultural de la Embajada de Cuba en España. Entre otros reconocimientos ha recibido la Distinción Por la Cultura Nacional y el Premio de la Crítica de Ciencias Sociales, este último por su libro Cesto de llamas. Biografía de José Martí. (Velasco, Holguín, 1950).

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