Normalmente quien no quiere respuestas no hace preguntas.
Durante la guerra fría, los especialistas en política internacional se apropiaron del patrón convencional de que toda apariencia engaña, cuyos límites estrictos, como los de toda paranoia, se basaron en la convicción de que, detrás de cualquier hecho relacionado con la Unión Soviética estaban misteriosas conspiraciones ocultas. Obviamente, los excesos llegaron más allá de los límites razonables y el riesgo siempre era la expansión del comunismo.
En su extraordinaria trilogía La era de la información, el sociólogo Manuel Castells comenta un ejemplo de esta mentalidad, olvidada demasiado deprisa. En 1995, The New York Times publicó las conclusiones de un misterio sobre la supuesta invasión de submarinos soviéticos en aguas suecas, que tuvieron durante más de dos décadas en alerta a la OTAN y condujo al lanzamiento regular de cargas de profundidad explosivas en el Mar Báltico, retransmitidas por la televisión al mundo.
Todo comenzó en la mañana del 28 de octubre de 1981, cuando un pescador alertó a la base naval sueca de Karlskrona que un submarino con bandera soviética estaba encallado en unas rocas a 500 kilómetros de Estocolmo. Se trataba de un sumergible de la clase Whisky, al que los militares del Este denominaban S-363. El gobierno sueco y buena parte del espectro político, que bajo el manto de la neutralidad tenían claro dónde estaba su corazoncito, no perdieron la ocasión para crear un estado de ánimo colectivo lindando con la histeria.
El incidente fue bautizado inmediatamente como Whisky on the rocks, clave sensacionalista que aparecía cada mañana de Dios en la gran prensa occidental e inició la moda de ponerle nombres jugosos a cualquier teoría loca que transpire al facho de la esquina y al estilo de lo que ocurre hoy con el llamado síndrome de La Habana, pero de ello hablaremos más adelante.
Hasta 1995 Suecia no confirmó que aquel Whisky en las rocas había sido un accidente fortuito y que los ruidos de los artefactos espías de los comunistas, escuchados por años en el Mar Báltico, provenían de “un hecho embarazoso: que sus fuerzas de defensa habían estado cazando visones, no submarinos rusos […]. Los nuevos instrumentos hidrofónicos introducidos en la Marina sueca en 1992 demostraron que sólo se trataba de visones, esos pequeños mamíferos cuya piel ha colgado de los hombros de tantas damas y cuyos movimientos de su vejiga natatoria emiten sonidos que los delicados sistemas de detección sueco interpretaron como procedentes de submarinos” (The New York Times, 12/2/1995, p. 8). No se hizo referencia en el informe a la suerte de los visones y quedó enterrada la bochornosa teoría conspiranoica. Tampoco existía ya la Unión Soviética, por cierto.
Desde la primavera de 2017, con la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, regresamos a otro momento de alto nivel de alcohol en sangre. Se desató el síndrome de La Habana, supuestos ataques sónicos contra los delicados oídos de agentes de la embajada de Estados Unidos en Cuba, que como dijo en su momento la brillante diplomática cubana Johana Tablada a la corresponsal de la agencia Ap, “el síndrome de La Habana, Andrea, no existe, no está en ningún registro de enfermedad, y verdaderamente ha sido el síndrome de Washington desde el inicio”.
Esa escandalosa conspiración se utilizó de pretexto para que la administración Trump aplicara 240 medidas adicionales al bloqueo de más de 60 años contra Cuba y para que Joe Biden las mantuviera inalterables con pandemia, guerras y crisis internacionales de todo tipo, castigando a un pueblo que no se merece en lo absoluto las tribulaciones que está padeciendo. Ayer un amigo me comentó lo que le había escuchado decir a otra persona: “¡Cuánto ha perdido el mundo! No pudo ver lo que hubiera sido Cuba con Fidel Castro y sin bloqueo”.
Con el síndrome de La Habana sobrevolando en el relato, el pasado fin de semana la cadena CBS publicó un reportaje sensacionalista en el que acusa a Cuba de ser un peligro para la seguridad nacional de Estados Unidos y ha llevado la historia de los ataques sónicos inverosímiles al siguiente paso: hay espías cubanos debajo de cada piedra gringa y el presidente Miguel Díaz-Canel le pasa información a todos los malos de turno, Rusia, Irán, Venezuela, Corea del Norte, Hamas y cualquier otro villano que usted, lector, le quiera colgar a la secuencia.
En fin, otro bochornoso Whisky on the rocks, pero con 40 grados centígrados a la sombra, que es la temperatura que se siente ahora mismo frente al Malecón de La Habana. (Tomado de La Jornada).