Alterando sobremanera el conocido verso del maestro Raúl Ferrer, por estos días me embarga una discrepancia profesional cuyo tarareo pudiera resumir con un romance propio: «un colega del ingenio dice que…», no para aludir a «la niña mala» que no tengo, sino a mi entrañable incomprensión de los mensajes invariablemente festivos publicados en torno al Primero de Mayo.
Dicho sin mucho adorno: rompimos la máquina del tiempo en aquellos maravillosos ‘80 y seguimos invitando a una fiesta cuando hay mucha, mucha gente en Cuba que cree que «la cosa» no está para festejos. No es posible que no adecuemos mejor los textos a los contextos ni que dejemos intactos los cuños editoriales de las «jornadas intensas», las «ocasiones propicias», los «encuentros fructíferos», las «orientaciones precisas», la discusión de «el nivel» de lo que sea, el «colorido» de los desfiles… ¡Ah, el colorido, cuánta chatura se ha pintado en su nombre!
Quizás es la hora de bajar el color y aumentar el calor de las convocatorias. Esa misma Tribuna Antimperialista que sin dudas se estremecerá y nos estremecerá este miércoles, nunca lució tan digna y elocuente como cuando inundó los ojos del águila que (nos) vigila enfrente con banderas negras para recordarle los mártires que dejó a Cuba su terrorismo de imperio.
Igual que de terrazas climáticas, un país levanta su ambiente de colores, pero es bueno saber cuál de ellos dice más en el cielo de un momento dado.
A estas alturas, pocos ignoran que José Martí vistió de negro como luto por la patria herida, como pocos saben que Panchito Gómez Toro le siguió en la elección de su ropa, por la misma causa, pero lo más interesante de todo es que, a la hora grande, ambos murieron en la manigua, de cara al sol que en Dos Ríos y en San Pedro besaba las piedras, ¡con atuendos que incluían piezas claras! Cuba sabe que el mejor traje de un hijo es el de la preocupación.
Claro que es difícil, pero hay que mensurar los colores cambiantes de la nación y pelear incluso desde los tonos opacos que la geopolítica impone. En saber hacerlo va la credibilidad del mensajero y del soldado que en Cuba, por cierto, suele ser el mismo.
Durante décadas, el Primero de Mayo ha sido aquí la relajada fiesta de los sindicatos —y asombro de amigos del mundo que sienten la fecha como de protesta y re/presión—, pero estaría bien que actualizáramos las campañas comunicativas, como a todas luces hicimos con la movilización concreta, a tono con la economía de guerra que sufrimos por culpa del enemigo global de los trabajadores.
Por otro lado, un poco de contención cromática en el discurso aumentaría nuestra sintonía nacional con el triste pasaje de los mártires de Chicago que inspiraron una cordillera de reivindicaciones en la redondez del mundo. A fin de cuentas, a los cubanos nos acosa hoy el mismo poder que ayer los mató a ellos. Por poner un ejemplo actual, esa Palestina que sufre (más, que es mucho escribir) no necesita nuestro mayor colorido sino nuestro puño más firme.
En la prensa, como en las marchas de cualquier signo, debíamos reflejar mejor las hondas grisuras que el mayor matón político de la humanidad ha injertado en nuestras almas y combatir por cada color atenuado como por un fortín a recuperar, pero con infinitos párrafos de colores no hacemos sino idealizar el paisaje y desmovilizar a quienes tejen, a menudo pinchándose de penurias, los hilos de la nación.
Con todo respeto, no. Cuba es un país tropical, hermoso, con un pueblo extraordinario y una Historia que le zumba, pero es difícil defender que el de ahora en nuestra amada tierra sea un ambiente «colorido». En ciertas dosis, en escenarios específicos, el adjetivo puede llegar a ser tóxico.
Tenemos bastante danzón, ballet, teatro, humor, gozaderas puntuales…, pero frente a cualquier red «sucia/l» que saca veneno de todo intento de erguirnos, hay que evitar que, calcando otros que pueden ser funcionales en otras esferas, el discurso periodístico se escore hacia el triunfalismo y tiña la apariencia de un cielo que desde la ventana de unos cuantos compatriotas se ve atardecer con nubes negras.
¿El Primero de Mayo?, ¡que viva y que viva muy cerca!, pero vivirá mejor en esta coyuntura si todos ahondamos más en los colores interiores de las plazas y de la gente. Más que en el compatriota adicto al tinte poderoso en otra etapa, yo creo en el cubano que insiste en marchar a sabiendas de que el vecino norteño le ha arrancado del pecho unos cuantos fulgores.
Como nunca antes, en la suerte de Cuba importa el labio y no el creyón. Del otro lado del mar de la Tribuna Antimperialista hay un gigante de siete leguas que cree que ahora sí está cerca de aplastarnos. Venzámosle a la antigua; si hace falta, en blanco y negro: aun con la bandera huérfana de azul y rojo y deshecha en menudos pedazos, habría contornos de estrella y triángulo, de franjas y legados. Y cuando parezca que el cielo la ha perdido por su falta de colores, invocaremos, para izarla de nuevo, la ayuda de los muertos que no solo marchan a nuestro lado, sino que la saben defender todavía.
Contundente y cierto.