El pasado 27 de marzo se desarrolló el balance del Ministerio de Cultura (Mincult) encaminado a reseñar los resultados del año 2023 y debatir sobre las estrategias a seguir por el organismo en medio del duro contexto que enfrentamos en el país. Crecer siempre es la norma, así quedó más que claro en dicho ejercicio: recuperar lo que antes fuera logro y se pospuso o detuvo a la par que se asumen nuevos estilos y propósitos, son las características más sobresalientes de lo expuesto y analizado.
Los escritores, artistas y funcionarios de las provincias participamos a través del sistema de videoconferencia, lo cual, atendiendo a las limitaciones de combustible, transportación y hospedaje con las que lidiamos, resulta la más racional de las participaciones posibles hoy. No obstante, limitó nuestras opciones para razonar sobre algunas esencias, oportunidad que sí tuvieron algunos de los presentes en el foro. Tampoco disponíamos de los documentos, de los cuales solo se dio a conocer una síntesis. Supongo que mis inquietudes estén recogidas en esos análisis y proyecciones; de ser así, pues muy bien.
Confieso que no me gusta ser convidado de piedra en ningún cónclave, más aún cuando siento que quizás mis razonamientos pudieran aportar algún ángulo de interés. Tengo claro —ya lo dije— que esa modalidad de videoconferencia —limitaciones del tiempo contratado y del de las personas involucradas— no permite mucha amplitud; además, no asistíamos a un congreso sino al balance de un organismo. Aprovecho entonces la posibilidad que me da esta publicación para exponer lo que entonces me hubiera gustado decir.
Se ratificó en el material audiovisual que exponía los resultados de 2023 la situación de los planes editoriales, que no convocan desde hace tres años para producir libros físicos, y se manejó nuevamente la alternativa de los libros electrónicos como un logro que, de alguna manera, hace menos trágica la carencia de los primeros.
No quiero negar el gran avance que significa esa nueva variante para la cultura de cualquier país. Bastante se ha razonado ya sobre ello y, justamente, existen argumentos a favor, además de otros en contra, sobre todo cuando se intenta enfrentar una modalidad con la otra. Hay un aspecto, sin embargo, que en nuestro país merecería una intervención de otro tipo: es el que tiene que ver con el autor, sus ingresos y su posible pase al imaginario colectivo.
En el año 2021 se modificaron las resoluciones que norman los derechos de autor en beneficio de estos. No vale la pena ahora valorar si la inflación, como lo ha hecho con todo, hizo desaparecer esas bondades; hagamos como que no y razonemos sobre un detalle.
Creo que es hora de preguntarse si los promotores del libro electrónico honran las nuevas posibilidades que dieron las legislaciones a que hacía referencia. Aunque la resolución que norma los montos a pagar por la publicación de un libro quedó tal y como estaba, de manera que lo que funciona es el acuerdo entre el editor y el autor, lo que ha venido sucediendo en un buen número de casos es que, mientras para el libro físico los montos se subieron, en el caso del libro electrónico se pagan cantidades muy inferiores, equivalentes a la lógica de hace cinco años. He visto casos en que por un mismo título en la variante electrónica se paga la tercera parte, o menos, de lo que retribuyen por el libro físico. Económicamente me parece absurdo si tenemos en cuenta que los gastos para producir el libro electrónico son menores y esos ahorros hubieran podido beneficiar al autor, que por lo general tiene una gran dependencia de tales ingresos.
El otro aspecto sobre el que me gustaría razonar es el de la programación. Como bien se dijo en el balance del Mincult, constituye prioridad, especialmente la dirigida a los barrios y comunidades, y me consta que la ejecutoria de 2023 lo sustenta ampliamente. Si sigo mirando desde el punto de vista de los ingresos, para los escritores involucrados constituye una ganancia apreciable, pero si me conformo con ello, junto con el libro electrónico, y no pienso, o sueño, con la inmediata recuperación del libro físico, condeno al autor a esa meta borgiana “que es el olvido”, derivada de lo efímeros que son los mensajes orales y virtuales.
El diálogo en solitario con que trabaja el libro, en la profunda subjetividad del lector, constituye, a mi modo de ver, el único pasaporte a la trascendencia de cualquier texto o figura. Nada, ni siquiera la calidad, lo garantiza, pero solo el libro lo hace posible. Si a la calidad y a la existencia del libro sumamos lo fortuito concurrente quizás se logre algo, solo que a esa suma no le puede faltar ningún elemento. Hoy, lamentablemente, nos falta el libro, y hasta ahora no aparece una fórmula expedita para resolver la incógnita.
Confieso que no logro explicarme algunos procederes. En primer lugar, cómo es posible que un buen número de organismos que no son el Instituto Cubano del Libro (ICL) sí pueden hacer sus producciones en papel y este no; constantemente lo vemos. Por otra parte, no creo que las industrias culturales funcionen como editores y tengan las manos sueltas para publicar lo que parezca que va a tener buena venta, porque en la práctica no está sucediendo así. La publicación de libros debe ser competencia del Instituto Cubano del Libro como lo indica nuestra política cultural, como mismo la producción de azúcar lo es de AzCuba, para poner solo un ejemplo de actividades que merecen una mirada central.
Todos esos libros que se publican por agentes externos al ICL consumen el mismo papel e insumos que consumirían los que no se hacen por aquel. Se impondría un balance nacional y una nueva mirada a eso que hace unos años llamábamos “objeto social”. Es cierto que, en determinados temas, lo más que impuso fueron barreras absurdas, pero no es lógico que, como tantas veces sucede, lo desecháramos del todo cuando lo desechamos.
No tiene sentido que dentro de unos años la imagen que quede de la literatura cubana de estos años sea que los escritores, todos, eran actores, directores, guionistas, periodistas, militares, políticos… Se impone la equiparación y, si es necesario, para ello, recuperar iniciativas que en otros momentos operaron e hicieron posible el milagro de un sistema editorial amplio e inclusivo, como lo ideara Fidel desde los días de la Imprenta Nacional.
Y vuelvo sobre las “industrias culturales”. No sé si conceptualmente tienen bien puesto el nombre, porque lo que alcanzo a ver, en su mayoría, son empresas comercializadoras. Ignoro por qué —hablando estrictamente de industria— no existe al menos un poligráfico cuyo fin sea darle apoyo productivo a la producción de literatura. Recuerdo perfectamente que en fecha no tan lejana el “Alejo Carpentier” recibió de Fidel esa encomienda. ¿Por qué no se retoma esa filosofía? ¿Por qué no se hace el “encadenamiento productivo” de que tanto se habla entre Cultura y la Industria Poligráfica?
No se me escapa que algunas editoriales han logrado reanimar su producción interactuando con MiPymes; lo celebro y lo sumo como factor a la compleja ecuación, pero no creo que ese sea el camino que definitivamente salve al libro y, con él, a la cultura literaria.
Sé que hablo de un tema sobre el que me he expresado muchas veces, al extremo de que ya casi paso como un enemigo del libro digital. No es así, lo juro. Considero a este como un nuevo y dinámico elemento en la síntesis de una cultura literaria creciente, solo que llevamos ya demasiado tiempo prescindiendo del libro de papel para que nos sintamos conformes.
Tomado de La Jiribilla
Foto de portada: Chiqaq News