Aunque lo hubiera querido quien lo escribió, el artículo que precedió al de hoy y está estrechamente vinculado con este, no podía agotar su tema. No por gusto es un lugar común decir que los temas son inagotables, y la música es, como otras manifestaciones del quehacer humano, infinita. Esa verdad se hace notar en Cuba, que siendo en términos cuantitativos un pedacito del mundo, es rica en música, en distintas vertientes de esa expresión artística, entre las cuales por cifra y por calidad tiene un lugar relevante la cancionística, de la que se habla en el texto que sigue, aunque no se debe olvidar el peso de la música bailable.
No han faltado intentos de jerarquizar los frutos de su producción musical. Quizás el más reciente de ellos —no viene al caso precisar dónde se llevó a cabo— sea el que se planteó escoger las tres más bellas canciones cubanas. Se reconoció la dificultad para llegar a conclusiones, que son inseparables de algo tan influyente como la subjetividad y los cánones valorativos asumidos, pero finalmente el resultado se dio por válido.
La selección situó, en el tercer lugar, a Yolanda, de Pablo Milanés; en el segundo, a Longina, de Manuel Corona; en el primero, a Pensamiento, de Teofilito, como se conoce a Rafael Gómez Mayea. Nadie negará la significación de esos tres hitos, que son indiscutibles; pero ¿vale ubicarlos categóricamente por encima de tantas otras maravillas creadas en Cuba y por autores cubanos?
Pensando en los cánones del gusto que parece haber dominado la selección, a cualquiera puede darle por recordar —apenas dos ejemplos— Mariposa [o Mariposita] de primavera, de Miguel Matamoros, o Convergencia, de Bienvenido Julián Gutiérrez y Marcelino Guerra. Pero abrir tal dique desataría un turbión de títulos y firmas. De solo considerar que se ha hablado de autores, con lo que carga y vela ese genérico, brota algo más que una duda: y las autoras ¿dónde quedan? ¿Nada habrá que decir, para no ir más lejos, de Isolina Carrillo y Dos gardenias, o de Marta Valdés —¿cuál escoger?— Palabras, o de María Teresa Vera y Guillermina Aramburu, binomio del cual el artículo anterior recordó Veinte años?
Sí, sería lo de nunca acabar. Pero, incluso en la nómina de la selección citada, ¿es indiscutible que a Pablo Milanés lo represente Yolanda. Esa es una gema, sí, pero no borra, digamos, otra menos interpretada quizás, aunque no menos importante y bella, y sólida: Para vivir. ¿Y el quehacer de otros autores cuya producción pulsea con los tres enaltecidos por el dictamen?
Más razonables, pero no como para estimarlos indiscutibles, son los afanes por seleccionar cien canciones u otras cifras que, al dar mucho mayor margen, son menos propicias al error, aunque las conclusiones tampoco en esos empeños deban considerarse exactas. Intentos similares se dan también con respecto a la producción musical de otras tierras, sin que en ningún caso los veredictos sean insospechables de parcialidad o de atenerse a cartabones más o menos arbitrarios.
No hace mucho tiempo que se hizo algo parecido para escoger la canción —¡una!— más importante en lengua española, y la votación recayó en Mediterráneo, de Joan Manuel Serrat. La noticia se comentó en un grupo de contertulios cubanos que, sin menospreciar la significación de esa pieza, hallaron razones para considerar discutible el veredicto. Probablemente para no pecar de nacionalista, uno de ellos dijo: “¿Qué hacemos con Gracias a la vida, de Violeta Parra?
Al decirlo, apenas cuestionaba el veredicto lanzado desde la otra orilla. Vale quizás apuntar que era un grupo de varones, y la canción en que de momento se pensó era, es, obra de una mujer. Eso en nuestra América remite a la relevancia de compositoras que han enriquecido la música de la región, como la propia chilena o la cubana ya nombradas, o las mexicanas María Grever y Consuelo Velázquez y la peruana Chabuca Granda, que no son las únicas.
Todas ellas tienen un gran logro en su haber: aunque han trascendido principalmente como autoras, no como intérpretes —parece que solo Grever y sobre todo Granda lo fueron, no Velázquez—, sus nombres de creadoras no los ha ensombrecido la relevancia o popularidad de quienes han cantado sus obras. Tal triunfo suelen anotárselo quienes descuellan por la doble condición de compositores e intérpretes.
En Cuba se elevan con esa dualidad Pablo Milanés y Silvio Rodríguez, y en el tremendo catálogo autoral del segundo se piensa al verlo ausente de la selección trinitaria citada al inicio. ¿Será que, de tan vasto y rico, dificulta escoger una sola pieza? Lo cierto es que tanto el autor de Yolanda como el de Ojalá, Pequeña serenata diurna, Rabo de nube y tantas otras joyas, se han impuesto a la vez como autores y como intérpretes. Parece improbable que obras suyas se atribuyan, por desconocimiento, a otros autores, y eso los ubica a los dos en condiciones similares, pese a las diferencias de índole artística apreciables entre ellos.
Para empezar, quizás Milanés haya sido el cantante de música popular más completo de Cuba después de Benny Moré, y en su currículo interpretativo abundan, junto con las suyas, obras de numerosos autores y estilos diversos. En Rodríguez, por su parte, parece primar la inteligencia de quien compone para su propio desempeño interpretativo, para su voz, al punto de que, incluso sus canciones oídas en voces de soberana calidad se prefieran en la suya, que está lejos de ser portentosa. Eso tendrá algo o mucho que ver con la inteligencia de quien aduna en sí el gran cancionero y el portador de rico pensamiento.
No se ha de olvidar lo que ocurre con los compositores que saben ponerles a sus canciones, tengan ellos la voz que tengan, como el ronco José Antonio Méndez, o esos artistas que pueden brillar en la composición, pero reinan especialmente por su dominio interpretativo. Dígase, en ese caso, Ignacio Villa/Bola de Nieve, quien se daba el gusto de decir que tenía voz de vendedor de mango. ¡Pero qué clase de pregonero!
A Pablo Milanés y a Silvio Rodríguez se les debe un legado que dialoga con el de otros compatriotas suyos a cuya promoción ellos dos contribuyeron —o siguen haciéndolo—, aunque no siempre se les tenga tan en cuenta como la calidad de sus obras merecen. De que no a todos se les ha hecho suficiente justicia habla, por ejemplo, lo que aún está por hacerse en pos del conocimiento de la obra de Noel Nicola.
Más allá de selecciones, de veredictos con mayor o menor grado de injusticia o acierto, más allá de mezquindades diversas —ajenas con frecuencia a los propios artistas—, démonos el gusto de disfrutar plenamente de un tesoro cancionístico de la altura que tienen los compositores e intérpretes ya citados, y de muchos más, sin entrar en los vericuetos de jerarquizaciones innecesarias.
Mencionarlos a todos, y a todas, sería tarea harto difícil, por la cantidad y la relevancia de nombres que deben tenerse en cuenta. Y tampoco este artículo pretende agotar un tema en que habría que tratar otros muchos elementos de juicio. Habría que considerar, por ejemplo, la importancia de compositores cuya obra podría no comprenderse con juicios incapaces de valorar hasta qué punto su producción superó lo que se sabe de su preparación formal, académica. Ese hecho se ha señalado en creadores como Sindo Garay, para no citar más que una cima.
Sería criminal pasar por alto las injusticias que pueden derivarse del mercado y de la promoción regida por él, un camino en el que, para empobrecimiento de nuestro acervo cultural —de nuestro espíritu—, podrían terminar en el olvido intérpretes de la talla de Barbarito Diez, para valernos asimismo de un solo ejemplo contundente. No todo se debe confiar a la inercia y a la espontaneidad, y mucho menos a veleidades de intereses.
Hace más de diez años el profesor y poeta Guillermo Rodríguez Rivera repudió con fundamento que en un disco editado fuera de Cuba, y dado como de Francisco Repilado, Compay Segundo, se le atribuyeran a este varias canciones que no eran suyas y en cuya interpretación —al menos en las versiones del disco— no había participado. Eran, son, del fundamental Lorenzo Hierrezuelo, el Compay Primo, que no llegó con vida al fenómeno artístico, promocional y de mercado de Buena Vista Social Club, al que no hay por qué retacearle importancia, ni tampoco regalarle todas las glorias.
Mucho más queda por decir de la música del país, no solo de su producción cancionística, tan amenazada hoy como la de otros lares —¿más, menos?— por lo que muchos juicios respetables consideran empobrecimiento y banalización que pululan. Y por una grosería que convierte en nanas las canciones de doble sentido de Ñico Saquito y el Guayabero.
Foto de portada: Rafael Gómez Mayea, más conocido como Teofilito. Imagen tomada de Escambray