Ya para entonces estaba Trinidad sumida en esa especie de somnolencia de los pueblos olvidados en mitad del camino próspero. Sus calles, ¡gracias a Dios!, nunca fueron asfaltadas, Casilda seguía siendo el mismo puerto del sur, de goletas cada algún tiempo, viejas barcas y pescadores cansados; el rojo subido de los tejados no se había perdido bajo los aguaceros del mes de mayo en que florecen siempre las bugambilias.
Olvidada… ¡quizás para bien! ¿quién sabe? Fue por eso por lo que permaneció casi intacta, tal y como en los bocetos de algún pintor principiante de modales finos y afición por los entornos apartados o como en los lienzos del siglo antepasado que aún hoy adornan las paredes de las casonas y palacios frente a la Plaza Mayor.
Cerca le había ido creciendo maleza al Valle de los Ingenios, como a las haciendas la humedad y el abandono … Sin embargo, Trinidad era aún, no dejó nunca de serlo, una incansable y rústica fábrica de tejas y ladrillos, una casa de alfareros.
Tejidos
“Bésame, bésame mucho, como si fuera esta noche la última vez…” el aparato de radio repetía hasta el cansancio el mismo bolero de moda, que invadía como si tal cosa el silencio de los estrechos callejones y hacía suspirar de nostalgia a las tías, abuelas o a las muchachas casaderas quienes balanceándose en las comadritas, sentadas a la brisa del portal o los grandes ventanales, continuaban tejiendo encajes o bordando ajuares al mediodía.
Los periódicos aseguraban que España entraría en la guerra, la guerra que parecía estar lejos, pero no lo estaba tanto, porque los nazis ayer mismo habían hundido dos buques cubanos y nadie creía al principio que era cierto; pero era verdad… corría 1942.
Pedro, el hijo de los Rueda, casi acababa de cumplir los cinco años. Hacía poco tiempo lo habían traído al pueblo. Antes vivía en los ejidos de la ciudad. Desde su llegada, se la pasaba pensando en visitar la casa de enfrente, era el taller de los Santander, escuchaba decir a los adultos. No sabía de las cosas que hablaba la gente mayor en la sala; él solo quería cruzar la calle y mirar largo rato cómo aquel padre y su hijo hacían tantas figuras bonitas solo con las manos y el barro, no hacía falta más… magia le parecía y él quería aprender.

Recuerda aún que el viejo Santander una vez le dejó suficiente material para hacer sus propias piezas; pero… ¡lástima que entonces no lo tomara en serio! Ahora vuelve a preocuparse, ahora que anda en amoríos y pretende casarse: le hace falta empezar.
Todo está patas arriba y la gente contenta. El viejo y pequeño taller tiene nombre nuevo: uno un poco rimbombante, pero fiel a la tradición: El Alfarero. La misma familia decidió donarlo. En poco tiempo llegaron máquinas nuevas y la producción creció. Los tornos eléctricos son rápidos, muy rápidos y las habilidades se multiplican, pero en verdad, él siempre extraña aquel torno rústico, movido por sus propios pies, con el que puede dar el tiempo que quiera a sus manos, hacer a su gusto, con paciencia y cuidado.
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La carretera de Trinidad a Topes de Collantes es zigzagueante hasta el miedo. El potente motor del transporte serrano parece ser el único alivio de los que viajan con la vista fija en los barrancos, al borde de las cunetas. En las alturas, vuelves la mirada y a las espaldas quedan, abajo, Trinidad y el mar. Parece el trayecto una eternidad y son solamente 20 kilómetros de camino. De tablas, pintada de blanco y azul, con techo de guano, la Casa del alfarero es uno de los sitios de mayor renombre por el lugar. Está entre pinares y no tiene jardín artificial entre empalizadas, sino rosales abiertos al visitante. A un lado, se encuentran el taller y Pedro Rueda – el alfarero-, quien, sentado en el torno, en silencio y con las manos en mil evoluciones, fabrica un porroncito de esos que vinieron con la tradición española, utilizados para aliviar la sed del campo a pleno sol. Este que hace Pedro Rueda es igual, pero pequeño, quizás solo guarde un poco de agua, que alcance apenas para mojar los labios.
Cada pieza es única y también su color
El barro es una mezcla: parte viene de la ciudad, semiprocesado; la otra es de la Casa del Gallo, ese campesino muy mentado por aquí porque presta sus perros a los turistas como guías en el sendero al Salto del Caburní ¡No hay animales como esos canes! El Gallo vive al final del camino, del otro lado del sanatorio, en una casa pintada de azul. Por el ventanal uno se asoma y ve la sala vacía de muebles y en la pared, una fotografía de Fidel, la estampa está poblada de firmas de tanta gente que pasó por allí. Dicen del Gallo que fue de los primeros en las operaciones que dejaron el Escambray limpio de bandidos…bueno, el mejor barro de por todo esto está allí, en su patio.
“Hace poco estuvo una canadiense que posee un taller computarizado y se llevó con mucho amor una pieza pequeñita de las nuestras: “Estas son más bellas que las de mi taller –nos dijo- porque salen de las manos y de un viejo horno de ladrillos”, comenta Pedro Rueda.
El horno lo alimentan con leña. Luego esperan esté al rojo vivo. Por una mirilla que dejan a la entrada saben que está a punto el calor… después viene el momento más emocionante para el alfarero, cuando puede mirar dentro y saber cómo quedaron las piezas, qué fue lo que quedó luego de tanta labor.
Pedro Rueda se limpia las manos en el delantal que lleva puesto. Se levanta del horno y se sienta a charlar, con la misma calma con que piensa todas las cosas que saca del barro.
En la Casa del alfarero se pueden comprar macetas sembradas de helechos o plantas medicinales del monte. También probar una taza de café puro de la montaña.
El alfarero quisiera quedarse para siempre, aunque deba hacer todos los días el viaje desde Trinidad y que las cosas fueran más naturales o primitivas: bohíos y caneyes para que la imaginación vuele hacia otras épocas. La tarde cuando conversamos Pedro Rueda y yo, intenté tomar de sorbo en sorbo el café para no llegar antes de tiempo al final de su historia de barro, fuego y agua.
(Originalmente publicado en Granma Internacional, 1994)
Imagen de portada: Tomada de Prensa Latina.