LA CRONICA

Desiertos del alma

Serpentea la vista en la carretera. Se adelanta voraz a lo inmediato, al paisaje tupido, fiero y húmedo que va desvaneciéndose, que se muere de súbito con el fin de las cumbres azules y portentosas por donde se desliza en curvas este camino de mil demonios y temporales. Van languideciendo las laderas, secándose el verde, disipándose la bruma, deshaciéndose los barrancos, perdiéndose el follaje de sol tenue y frondosa lluvia, evaporándose los arroyitos, apagándose el murmullo de los pájaros, desapareciendo las alas de libélulas y mariposas, y exhibiéndose los troncos, cada vez más, en su casi absoluta desnudez con una premura precipitada hacia el oeste, hacia el desierto.

Se enseñorea el silencio después de la parada en un puesto de combatientes de la SWAPO que protegen la obra olvidada por los almanaques mundiales y que recién dejamos atrás, carretera de La Leva, prodigio de la ingeniería que los cubanos llamamos en Angola “La octava maravilla del mundo”.

Conversamos sin dejar de otear el cielo negruzco de este día, en la Sierra de Chela, el mismo cielo que se abrirá en claridades alucinantes cuando la cinta asfaltada se tense. En el alto, los namibios hablan con nostalgia de cigarrillos y afán de abanicarse el aire caliente de horas perezosas, irrelevantes y plácidas.

A ambos lados del camino, el paisaje se apergamina. La arena parece eterna, es sepia el horizonte de espejismos y calores agobiantes. El desierto de Moçamedes avanza como aparición seca y deslumbrante, insinuación de lo que palpita en lo subterráneo, de lo sentido bajo la piel. Detenida la mirada, meditando el asombro, los recuerdos recorren la estampa de otros desiertos imaginados e inalcanzables. La impresión vivida marca el alma. Es un festín de crepúsculo polvoriento y enigma. La gente de allí, con sus cuerpos de territorio enjuto y expresión triste, afloran entre las dunas inmemoriales y fugaces, de tramo en tramo, para vendernos sus aguas, víveres y túnicos, brindarnos su presencia natural, y recordarnos que el desierto es una paradoja en sí mismo, confluencia de soledad y muerte está siempre poblado, habitado, estremecido en la quietud de la apariencia, en su mutismo vasto.

“El desierto de Moçamedes avanza como aparición seca y deslumbrante, insinuación de lo que palpita en lo subterráneo, de lo sentido bajo la piel”.

Todo ese torrente de imágenes desborda el pensamiento al leer sobre Atacama en Los trenes se van al purgatorio, una novela del chileno Hernán Rivera Letelier, que un esbozo biográfico y una fotografía en blanco y negro perfilan como ser instalado desde sus albores en la pampa salitrera; obrero, empleado y escritor que nos lleva en viaje por “el desierto más triste del mundo” con palabras poéticas nacidas de la experiencia misma de vivir y amar el desierto en intensidades profundas:

“Traqueteando una dura letanía interminable, ruega que ruega rogando, van los coches polvorientos para que el calor no le evapore el ánimo a la locomotora, para que los espejismos azules anegando los rieles de acero a lo lejos no la engañen con sus lagunas de mentira y, muerta de sed, no se quede como una bestia reventada en medio de sus soledades infinitas en donde, a su paso, ninguna vaca lenta vuelve la cabeza para mirarla, ningún labriego endereza su torso de ángel para hacerle señas y el óleo de ninguna lluvia inefable unge el arestín de su espinazo de fierro” . (Publicado originalmente en Juventud Rebelde, 2004).

Imagen de portada: Sierra de Chela, Angola. Tomada de freewheely.

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Katiuska Blanco Castiñeira
Katiuska Blanco Castiñeira (La Habana, 1964). Periodista y ensayista. Fue corresponsal de guerra en Angola y redactora del diario Granma durante más de diez años. Es autora de libros como Ángel, la raíz gallega de Fidel, Fidel Castro Ruz, guerrillero del tiempo. Conversaciones con el líder histórico de la Revolución Cubana, y Todo el tiempo de los cedros. Paisaje familiar de Fidel Castro Ruz.

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