Luis murió físicamente, envuelto en humildad, después de ocho décadas de existencia y de haber dado más que su vida por lo que en el argot cotidiano llamamos “esto”.
No fue un ser demasiado puro –recordemos que, como escribió Guillén, la pureza difícilmente exista-, pero supo obrar en tiempos de determinaciones, dormitó en alcantarillas cuando se asomaba una crisis de cohetes, invirtió su reloj fundando y soñando por Cuba.
Pero ahora, al cabo de poco tiempo, ¿quién lo menciona, quién recuerda que en una época tormentosa estuvo entre la “vanguardia” o la “avanzada”? Ni siquiera aquellos que lo distinguieron cierta vez como un “hombre especial”, con diplomas incluidos, parecen acordarse de él y sus actos.
Y no traigo a Luis –que no es su nombre artístico, como el Franco de Vita- a estos párrafos por capricho o azar, sino porque su final se entronca con el de otros que batallaron por la nación y luego, de manera lamentable, se convirtieron en humanas poquedades.
Hay otros Luises diseminados por nuestro entorno que cuando latían eran referentes, cumbres y símbolos; y hoy, al apagarse en lo biológico, son planetas olvidados, como si nunca hubiesen tenido luz. Esos finales contradicen la hermosa sentencia de Julio Antonio Mella, quien nos habló bellamente de la validez de las buenas personas aun después de su último hálito.
Hay otros, como Luis, que luego de la invalidez o de la mente menguada; es decir, todavía en vida, cuando más necesitaban un bastón espiritual, les respondieron con la indiferencia o la desatención.
Y esa respuesta no salió de sus familiares –aunque a veces también sí-, sino de las propias instituciones a las que un día dieron resplandor y gloria.
Claro que no todos de la misma categoría social que Luis fueron desatendidos al final de sus días. Hubo quienes recibieron de sus ex compañeros la visita de impulso, la gestión médica, la señal de apoyo y el esmero con sus familiares luego del Adiós.
Pero esa debería ser la regla siempre, antes o después del estertor postrero. Nunca deberían faltarles, en tiempos de mutilación, vejez o enfermedad, el aire de la cooperación, el cariño poderoso, la mano que ayuda a respirar con menos dificultad.
Ahora que Cuba se envejece con rapidez suprema nos hace falta pensar, más allá de un avanzado Código, cómo tener cada vez menos Luises; mejor aún, ningún Luis relegado por primavera alguna o por el “practicismo” que a veces nos asalta.
Ahora mismo me viene a la mente un bayamés ilustre, quien llegó a desempeñarse como historiador no nombrado de la ciudad, escribió estampas, fue guía… y murió ciego en la precariedad, al parecer extraño a la mirada de la localidad por la cual gastó ojos y neuronas.
“La muerte no llega con la vejez sino con el olvido”, dijo de forma magistral el ventrílocuo mexicano Johnny Welch. No debería ser, entonces, que mientras constitucionalmente propugnemos una sociedad justa, en la práctica no luchemos contra el olvido de cualquier semejante.
Verdad que no existen fórmulas mágicas. Cada uno de nosotros, los que queremos avanzar sin orejeras, debería preocuparse por que no se repitan los pasajes de Luis, quien todavía debe estar soñando con una Cuba mejor desde algún lugar ardoroso de este mundo.
Es cierto lo que se dice en el comentario, pero me pregunto a qué Luis se está refiriendo?, Ya que al problema que se está tratando no es nada nuevo y siempre ha tenido lugar, hasta en ” las mejores familias”, por eso no veo que su comentario aporte nada nuevo, sino se está refiriendo a algún “Luis” en particular y si fuese así habría que señalar los apellidos