Es difícil imaginar que algún acontecimiento pueda menguar para la cultura y las tradiciones patrióticas cubanas el brillante resplandor que tiene y tendrá en ellas el 24 de febrero, signado por el comienzo, hace ciento treinta años, de la etapa de guerra organizada por José Martí para la liberación nacional de Cuba. Pero en los días que corren no cabe menospreciar el significado que alcanzó el inicio por parte de Rusia de la que su gobierno llamó —para no hablar de intervención— Operación Militar Especial, nombre que no cubre ni difumina todo el alcance de los hechos.
Las presentes presurosas líneas no intentan adentrarse en las complejas interioridades del tema, sino apenas rozar algunas de sus aristas, con la apreciación personal de quien las escribe sin pretender sentar cátedra, pretensión que parece tentadora, a juzgar por lo muy extendida que se ve en el mundo.
Desde el comienzo de la citada Operación Militar Especial de Rusia en Ucrania, e incluso antes, se tornó usual hacer pronósticos y apuestas sobre el resultado de una contienda que algunos llegaron a suponer cuestión de días. En diálogos sobre el tenso asunto el autor de estas líneas sostenía lo que hoy sigue sosteniendo: “Aspiro a que los perdedores sean la OTAN y el capitalismo”.
En realidad, esa guerra, que pudo y debió haberse evitado, la promovieron el capitalismo y su OTAN —valga decir: el imperialismo estadounidense y sus lacayos europeos— con el afán de cercar crecientemente a Rusia. Se trata de una potencia a la que le temían o temen por sí misma y por su posible conjunción, que parece estar en marcha, con la potencia que avanza y se revela (y rebela) como la mayor preocupación para los intereses dominantes en los Estados Unidos: China.
En esa trama los imperialistas emplearon un peón que pasó de comediante en sentido profesional —tan digno como cualquier otro— a metáfora de títere patético y ambicioso: imaginó que saldría victorioso de un conflicto que lo desbordaba, aunque, precisamente por la trama internacional, geopolítica, en que se insertó no fuera tan sencillo como para que Rusia ganara en unas pocas semanas, y todo apunta a que, por lo menos, el personaje saldrá enriquecido, si no lo matan.
En medio de todo eso quedó un pueblo empujado por sus gobernantes y arrastrado por la herencia de contradicciones históricas que no es posible analizar en unos pocos párrafos. Pero no es necesario calar tanto en la historia para asegurar que, pese a la inmoralidad del gobernante ucraniano y la invidencia —o más— de sus cómplices vernáculos, nociones básicamente éticas y justicieras del asunto no permiten disfrutar que el pueblo ucraniano salga humillado y burlado de una guerra alentada por la OTAN, que es en gran medida decir: por los Estados Unidos.
En una confrontación entre potencias, al pueblo que quede apresado en ella, y a quienes se propongan capitalizarla a despecho de los recursos y los propósitos de las naciones más poderosas, puede terminar ocurriéndoles lo que un refrán popular asegura que le pasa a quien se acuesta con niños. Solo que ese refrán apunta a una realidad escatológica más bien leve y que hasta simpática podría resultar, no a la tragedia de un pueblo mordido entre potencias.
Cuba conoce de esa historia, y no solo por los sucesos de 1898 y el Tratado de París, que la desconoció en su guerra contra el colonialismo español y la ató a los Estados Unidos, sino por los riesgos que vivió en 1962 con una crisis que ha tenido nombres diversos según los ángulos desde los cuales ha sido bautizada. Pero, para Cuba, fue la Crisis del Caribe o, sobre todo, de Octubre. Si de ella este país salió fortalecido fue por la existencia en él de una Revolución verdadera, y por la actitud de su Líder, que no es necesario, pero sí honroso nombrar: Fidel Castro.
Él puso sobre el tapete Cinco Puntos que fueron como las cinco puntas de la estrella de la bandera de la patria, salvaron la dignidad del país y propiciaron que unos años después alguien que también sabía de revolución, Ernesto Che Guevara, resumiera a propósito de esos hechos un juicio que no caduca.
En memorable carta de despedida para seguir su lucha en otras tierras, le expresó al Comandante con cuya tropa emancipadora se había unido desde los preparativos de la expedición del yate Granma: “sentí a tu lado el orgullo de pertenecer a nuestro pueblo en los días luminosos y tristes de la crisis del Caribe. Pocas veces brilló más alto un estadista que en esos días”. La dignidad concentrada en ese estadista explica la firmeza de Cuba incluso cuando ya sabía que no podía contar con el apoyo soviético para enfrentar una posible invasión estadounidense.
Los primeros pasos que parecen sólidos hacia el cese de las hostilidades armadas en Ucrania ni siquiera contaron con su gobernante ni con los servidores europeos de la OTAN. Los han dado por su cuenta dos presidentes: el de la potencia que se vio forzada a emprender la operación militar para impedir que la OTAN le sembrara en sus fronteras un cerco armado —peligro mayúsculo para su seguridad nacional—, y el que ha retornado a la potencia que prohijó a un títere que hasta podría suscitar compasión por patético si no fuera tan siniestro y ambicioso, tan criminal.
Para colmo, ahora el mafioso presidente de los Estados Unidos pretende cobrar, como si hubiera sido cuestión de préstamos, la inversión millonaria que la anterior administración de ese país —junto con sus aliados europeos— hizo para mantener el negocio de la guerra y calzar las intenciones de la OTAN. El desvergonzado cobro que el bravucón yanqui anuncia es nada menos que en recursos naturales y en soberanía. Sí, el títere ucraniano ha cumplido un deplorable papel antinacional contra su propio pueblo.
En tal encrucijada lo digno es seguir deseando algo que parece imposible que ocurra plenamente: que del conflicto en Ucrania salgan perdiendo de veras no solo la OTAN y sus integrantes en particular, sino el capitalismo en general. Esa es una precisión que parece necesaria ante la euforia que a menudo se observa en torno a la necesidad de que termine un conflicto cruento y que debió haberse evitado. Los espejismos contra los cuales se percibe que es aconsejable introducir matizaciones elementales vienen, en lo fundamental, de dos fuentes.
Una de ellas se afianza en las maniobras del imperialismo y sus medios propagandísticos para falsear la realidad del conflicto armado. Han pretendido que se viera como un enfrentamiento entre dos fuerzas: de un lado, el comunismo, supuestamente representado por una Rusia cuyos gobernantes hace más de treinta años acabaron de sacarla de su proyecto socialista —insuficiente, asediado, traicionado y todo lo que se quiera o sea, pero socialista en sus orígenes—; del otro lado, la democracia y los derechos humanos, presuntamente representados por un sistema, el capitalista, que así como en otro momento coqueteó con Hitler, ahora ha utilizado a fascistas ucranianos para defender los intereses de la OTAN, y calza intentonas o realidades fascistas en distintas partes del mundo.
Pero esa no es la única fuente de confusiones. También interviene el reconocimiento del importante papel geopolítico —barrera contra los Estados Unidos y el llamado Occidente global— que, al defender sus propios intereses nacionales, cumple una Rusia a la que, tras desmembrarse la Unión Soviética, se le impidió ingresar en la OTAN. Sin duda, tal papel geopolítico tiene gran significación para la humanidad, y quizás por eso es que también se asocia con la ilusión de que la Rusia capitalista equivale a la URSS. Por semejante camino las falacias pueden llegar al delirio, y no parece sensato considerar que este no haya asomado en nuestro entorno más cercano.
Una cosa es comprender la función y el valor de una cosa, y otra muy distinta es suponer que una cosa es lo que no es. Por eso en febrero de 2021, a propósito de honores rendidos por Vladimir Putin a Boris Yeltsin, el autor de esta nota publicó en su perfil de Facebook otra donde apuntó que no se debe confundir a la Rusia de hoy con la URSS, ni a Putin con Lenin —a quien el actual mandatario ruso le recrimina haber tenido el gran acierto político, revolucionario y ético que tuvo al defender el derecho de los pueblos a la autodeterminación—, ni a los hijos del primero de ellos con los hijos del segundo.
Si se logra más allá de un mero pacto formal —el capitalismo es diestro, sí, diestro, no izquierdo, en desconocer y violar acuerdos: basta recordar los de Minsk—, la paz en Ucrania será beneficiosa para ese país, o lo que quede de él, y para la propia Rusia. Numerosos soldados —seres humanos— de una y de otra han muerto en el conflicto, y ambas naciones han tenido gastos que podrían haber servido para el bienestar de sus pueblos. La paz será beneficiosa incluso más allá y más acá de Ucrania. Pero no vale aplaudir las maniobras que, desde posiciones de fuerza, se presten para desangrar todavía más a un pueblo magullado, ni a ningún otro pueblo del mundo. (Aparecido originalmente en el perfil de Facebook del autor, quien lo revisó para su publicación en Cubaperiodistas).
Imagen de portada: National Geographic.