Llovía cuando llegamos a París, y mientras llueve no hay nostalgia de humedad en los olores de las calles de la capital francesa. La lluvia pertinaz acentúa el ocre de los ladrillos en las paredes y en los tejados de la ciudad. La torre Eiffel se insinúa entre brumas en el paisaje distante y luego se pierde.
A la vista de París y mientras llueve ruedan nombres y versos por el cristal de la memoria: ¿Cómo estar en París y no pensar en Arthur Rimbaud? Arthur, aquel niño poeta de la ternura y la sensibilidad precoces, adivinadas en la superficie y el fondo de sus versos, o en sus ojos que reconocen una tristeza más triste que el luto al vestirse para visitar el sur “que vino a reanimar nuestros recuerdos de absurdos indigentes / nuestra joven miseria”.
Arthur Rimbaud que escribió sus iluminaciones en hojas de libretas rayadas, como las que usan los escolares —según Cintio Vitier—, y que transita Les Pons (Los Puentes) “cargados de escombros, mientras otros sostienen mástiles, señales, frágiles parapetos”.
Los puentes de París, el Sena y la soledad nombran también al cubano Fayad Jamís que escribe desgarrados porveniristas versos en el café Bonaparte, donde se bebe despacioso las horas en 1956, y siente que la mañana pálida de París crece sobre sus hombros y que los mendigos del mundo han venido a colgar sus harapos en la pared de su vigilia.
Fayad confía en otras ventanas y otro paisaje más allá de los días, y en su libro Los Puentes, como exergo, unas palabras de César Vallejo… es imposible olvidar a César
Vallejo, mientras llueve en París.
Me moriré en París con aguacero
un día del cual tengo ya el recuerdo
Me moriré en París – y no me corro—
Tal vez un jueves, como es hoy de otoño.
César Vallejo mientras cae un diluvio y Julio Cortázar, demorado en un embotellamiento asfixiante en una de las autopistas de la Ciudad Luz, donde fluyen las evocaciones: de hace un siglo o más Víctor Hugo, Balzac, Zolá, Anatole y Flaubert y el influjo de la Revolución Francesa con sus Robespierre viajando por el mundo como jinete del liberalismo en la política y las artes, como maestro de rompimientos y audacias para su tiempo.
Y de Cuba, tantos nombres: Wifredo Lam y sus cuadros de ojos oblicuos, Fayad, el poeta, y Alejo Carpentier, con sus visiones y alumbramientos de lo real maravilloso de nuestro continente latinoamericano.
En París fue la historia del encuentro mágico entre Picasso y una de las figuras políticas de la Revolución Cubana, el intelectual Carlos Rafael Rodríguez, donde el pintor pidió al viejo Carlos localizar los pasos de un abuelo suyo, del que había perdido la última huella en Cienfuegos, ubicada en la costa sur de la isla antillana.
Pero sobre todo en París este año, la lluvia y la neblina recuerdan al visitante de paso, que también fue invierno cuando José Martí caminó sus calles en el siglo XIX. Por la Puerta de Champerret, está la Plaza de la América Latina que se abre en un abrazo: en el centro, un monumento a Francisco Miranda y, a uno y otro lado, una galería entrañable de los libertadores de nuestros pueblos. El Maestro, con la frente despejada y amplia, y la mirada como de luz, con una cinta de homenaje en la base alta y estrecha del busto de bronce.
En la plazuela hay susurro de palomas, canto de pájaros, un viejo lee en el banco las últimas noticias que comentan los diarios. París se estremece con pruebas nucleares en el Pacífico y tiene temores enfundados a las bombas… parece que hay una soledad glacial en la ciudad a pesar de las luces, el bullicio en los cafés y los teatros, la curiosidad de los turistas y su parloteo ininteligible; las cortinas aíslan las habitaciones de la vista a la ciudad y la ciudad tampoco puede ir más allá de las ventanas y los balcones cerrados.
La derecha ganó las elecciones y el discurso tiene anclas en el pasado triste de Europa. Pero la soledad no habita en todas partes, al menos queda desterrada de los suburbios y las oficinas de los sindicatos, los estudiantes, los desempleados y las personas progresistas, adonde va la gente pobre a acompañarse, a unir la ternura y la solidaridad, a luchar e idear nuevos proyectos, a andar así los que no tienen mucho, con el equipaje repleto por la vida.
Bajo los árboles del parque, después de colocar flores ante el Monumento, en el Año del Centenario de la Caída del Héroe Nacional de la isla, como quien prende un alfiler o pone un clavel en la solapa de un amigo, los cubanos recordamos la presencia fugaz de José Martí en París, primero en 1874 y luego en 1879. Sobre esas historias o días en la capital francesa, todavía se descubren pasajes de una presencia que tiene de realidad y de leyenda. Se habla de un probable encuentro entre Víctor Hugo y José Martí del que quizás nadie llegue a tener certeza.
Dicen que fue el poeta Auguste Vacquerie quien llevó a Martí hasta la 21 rue Clichy, casa que habitaba en los finales de 1874 el autor de Los Miserables. En “Variedades de París”, una crónica de Martí para la revista Universal de México, se lee sobre Hugo: “Yo he visto aquella cabeza, yo he tocado aquella mano, yo he vivido a su lado…”, pero ¿se refería el periodista a sus vivencias reales o a su experiencia soñada?
París despertó pasiones encontradas en José Martí, tanto como la propia ciudad es un debate entre la abundancia y la falta de espíritu.
Luego de su primera estancia dijo: “Yo no amo a París”. Muchos años después escribió: “Por harto generosa parece Francia imprudente: pero los que la estudian bien, saben que es prudente —que la cordura y un supremo buen sentido van en ella a la par de ese hermosísimo desinterés humano, con que viene de viejo dando sin miedo y sin vacilación su sangre por devolver al hombre a sí. – Ningún pueblo reúne en tanto grado las condiciones ideales a las prácticas. — Ninguno goza tanto ni trabaja más. — Ninguno piensa más ni produce más belleza”.
En la mañana, bajo la llovizna que opaca las luces siempre vivas de París, evocamos su deslumbramiento ante las esculturas de Abelardo y Eloísa en el Cementerio de Pére Lachaise, su preferencia por el Puente de la Concordia, que desemboca en la Asamblea Nacional actual, los paseos a la orilla del Sena y su desconcierto feliz al conocer a Sarah Bernhardt, en quien admiró la prueba grande de majestad de haber sabido “formarse un reino de un pueblo tan artístico y tan inteligente como Francia”.
A París quería viajar alguna vez con María, su niña querida: “… ¿a que de París, de ese París que veremos un día juntos, cuando los hombres me hayan maltratado, y yo te lleve a ver mundo antes de que entres en los peligros de él. – A que de París vas a recibir un gran recuerdo mío…? Tú cada vez que veas la noche oscura, o el sol nublado piensa en mí”.
(Originalmente publicado en Granma Internacional, 1995).
Foto: Toby Vandenack.