Nunca he podido olvidar las jornadas de estío en las que mi madre me llevaba a El Bolo, un barrio rural del municipio granmense de Jiguaní, donde vivían unos cuantos primos, casi todos amantes del corre-corre y la travesura infantil.
Era delicioso jugar con ellos durante el día, pero cuando caía la noche un hormigueo de desespero atacaba mi cuerpo de niño, porque El Bolo era de los rincones cubanos sin electrificar, y yo, acostumbrado a la luz, sufría con las penumbras.
No obstante, había un momento en el que se disipaba la angustia: cuando el abuelo Ramón sacaba su lámpara china y la colocaba en la rústica mesa, un acto que era coreado con un “!Eeee!” de todos.
Iluminada la sala, la parentela parecía crecer en torno al haz y los chistes se sucedían uno tras otro hasta que llegaban los primeros bostezos o la orden del “jefe de la casa”, cansado del trabajo en el campo: “A dormir ya”.
Lo más difícil para mí venía después, al caer a la almohada, porque era presa del insomnio y blanco fácil de los mosquitos, los que, aprovechando mis erráticos movimientos, entraban al mosquitero para aguijonearme a sus anchas e incomodarme con sus zumbidos en el oído. El sonido incesante de los grillos y los ruidos de otras especies del monte también entorpecían hasta el límite mi sueño.
Cada verano, al irme de regreso a mi hogar, al poblado de Cautillo Merendero, me consolaba saber que iba a pasar algún tiempo sin volver a dormir a oscuras (había un que otro apagón), aunque en el fondo quedaba el deseo de retornar para jugar con mis primos.
Todas estas reminiscencias me inundan ahora, justamente en tiempo de constantes apagones, en los que se mezclan numerosos sentimientos, que incluyen la nostalgia, pues varios de la familia ya no están o se fueron a otras latitudes.
Tampoco sobrevive la lámpara que era como un imán salvador de la mano del abuelo y un pretexto perfecto para juguetear con las sombras de las manos.
Tal vez los recuerdos también lleguen porque en medio de la noche lóbrega es inevitable dejar de pensar en los hijos, los propios o ajenos, quienes jamás entenderían de “generación distribuida”, “sistema electroenergético” o “reparación de la caldera”.
Mirándolos, cartón en mano para echarles aire, uno repara en el hecho de que a ellos les ha tocado un clima mucho más agresivo, ejércitos de mosquitos que han crecido, enfermedades nuevas, situaciones distintas.
¿Qué soñarán ahora mientras sudan o se mueven? ¿Qué cuento narrarles para que no entren en un estado de inquietud o de exigencias que no podremos satisfacer? Así me pregunto, mientras recuerdo los versos del poeta libanés Khalil Gibran: “Tus hijos no son tus hijos/son hijos e hijas de la vida/deseosa de sí misma”.
A veces, tocados por la inocencia, son capaces de decir: “Hoy el apagón es las nueve” y uno, al escucharlos, siente contraerse el alma. Entonces concluye que nada puede ser peor que la fuerza de la costumbre lleve a ver como normal lo extraordinario.
Las evocaciones de El Bolo vienen a la mente ahora porque el grito de ¡Eeee! se sigue escuchando, cuando una mano conecta el circuito, aunque probablemente será para desconectar otro y esos perjudicados soltarán una expresión diferente, alejada de la alegría.
Siempre leí que la luz era uno de los símbolos más grandes de este mundo. Por algo un buen día, como en muchos lugares de Cuba, las bombillas se encendieron en El Bolo, gracias (y no es muela escribirlo) a un revolucionario programa de electrificación que maravilló a millones. Pero no basta con contentarse por eso, ni con amplificarlo, pues se supone que dialécticamente, como dijo Mella, todo tiempo futuro tiene que ser mejor.
Por eso necesitamos buscar la luz y terminar de encontrarla más allá de la lámpara encendida, de la noche y los recuerdos.