Ella era para todos como el horcón del medio, también para él. Lo acompañaba en sus recorridos y era a su lado, como un ángel de la guarda. No se estaba quieta nunca y en un abaniqueo constante volaba sin acusar cansancio ni detenerse. Junto a Che, el médico argentino, hacía de lugarteniente del Comandante, mandaba sin titubeos y trabajaba incansable en el suministro y los apoyos que Manzanillo había hecho llegar desde los primeros días guerrilleros y que Raúl había anotado en el diario, durante fugaces paradas en el recorrido intenso y peligroso de aquellas jornadas iniciales como muestras de entrañable afecto y disposición a la rebeldía: “Es admirable cómo se desviven por atendernos y cuidarnos estos campesinos de la Sierra. Toda la nobleza y la hidalguía cubanas se encuentran aquí”. También apuntaba como una fiesta maravillosa el arribo de una breve biblioteca y de municiones y pertrechos bélicos.
Y todo eso se debía a Celia, de algún modo ella estaba en todas partes desde el principio y también después, cuando ya era una combatiente de la guerrilla; apadrinaba los casorios campesinos, ahijaba a los vejigos nacidos en las lomas y cuidaba de la gente con cariño especial de flor y sombra, como una madre.
En la Comandancia, la escalada era más fácil por los peldaños de madera y las barandas de marpacífico que ella mandó a plantar para que los soldados rebeldes no rodaran al bajío en lo tupido de la noche, cuando el humo no delataba las posiciones y estaba preparada la comida arriba en la cocina, situada junto al brocal, donde el arroyo era todavía un caudal estrecho recién nacido en la altura.
Ella tenía la fuerza y la belleza natural de las sensibilidades desbordantes. Su frondosidad era la de los helechos serranos y su fragancia la de las flores silvestres que se brotan con la primavera como mágica coincidencia con su cumpleaños, cada 9 de mayo.
La gente reconocía su temeridad. La leyenda de sus desafíos y riesgos clandestinos circulaba de boca en boca, tanto como su escapada por un marabuzal. En ella confluían la ilustración y la sabiduría natural, algo así como la amalgama de la impronta de su padre, el doctor Manuel Sánchez, y de los entrañables pescadores, que eran sus amigos, hombres sencillos, apegados a las geografías marineras y a la observación meditada de las estrellas, quienes afirmaban percibir olor a mandarina en las olas o descubrir con anticipo las lluvias y los vientos.
Por eso, cuando Celia decidió llevar en su mochila las órdenes, partes, mensajes… los papeles de la contienda guerrillera, ya la tropa rebelde la veía como un junquillo por la armonía en sí de la delicadeza y la robustez, la agudeza, determinación, la ternura y la firmeza ciertas que aseguraban que quedaría para los tiempos venideros, preservada con celo, la historia de los días de la guerra. Desde la misma Sierra, ella había adelantado la voluntad de guardar «hasta el último papelito» al escribir, en una madrugada: «Hay muchos papeles sin importancia hoy pero que para un futuro y para la historia serán de gran valor (…) nada prueba más que los documentos, por lo que todo importa después», una convicción que se hizo palpable con la creación de la Oficina de Asuntos Históricos hace 60 años, un espacio memorioso donde Celia, entre fotografías y recuerdos, aún palpita y revolotea. (Originalmente publicado en el Diario Juventud Rebelde, 2004).