El primero que me regaló un bolígrafo de tinta roja fue el periodista Tony Piñera, en los días febriles de la redacción del periódico Granma. Llegó a mi buró y dijo: “Tengo dos: uno para mí y otro para ti, para que todas las notas de la agenda nos den suerte y aché”. Ese día tenía clases en la antigua casona de G y, al terminarlas, comencé las habituales consultas que se extendían hasta avanzada la noche. Mecánicamente tomé el bolígrafo de Tony, sin imaginar que comenzaba la leyenda de la tinta roja.
Hoy, 22 de diciembre, Día del Educador, evoco con inmensa ternura los cientos de bolígrafos así que he usado a lo largo de mi encargo como profesora, todos guardados en jarrones del cuarto de estudio. Nunca he comprado ninguno, todos llegaron de los propios alumnos que en el tiempo y definitivamente no quisieron otro color en sus cuartillas emborronadas y me identificaron con el epíteto de Tinta Roja: ¡gracias!
Los tengo comprados en Cuba o traídos de México, Venezuela, Colombia, Rusia, Ecuador, España… y hasta del lejano Vietnam, cuando las vietnamitas regresaban de sus vacaciones. Los tengo enviados o traídos por alumnos de todos los cursos, y de otros que, pasados muchos años de graduados, todavía me los llevan como muestra de su cariño agradecido. Los recibo con júbilo, me alegran el más triste de los días porque es una manera de sentir que he cumplido con la vida y colaborado, desde el concepto martiano, a buscar en el sol interior de los jóvenes, en ayudarlos a su propio viaje al sol o al cielo y a su transformación en astro.
Gracias, muchachos. Cuando definitivamente deje el aula, me llevo entre lo más sagrado sus rostros, sus anécdotas, los motes que me endilgaron, y las grandes recompensas que me otorgaron: las varias Tizas de Oro, el Premio Alma Mater, los agradecimientos en las tesis aún sin ser tutora de muchas de ellas, las menciones en los discursos de graduados, el aplauso muy prolongado en el Aula Magna que nos dieron a Roger y a mí cuando egresaron juntos el último grupo del plan de cinco años y el primero de cuatro, y sus mensajes venidos de todas partes del mundo porque ustedes saben que siempre serán mis muy queridos.
Esas medallas para el espíritu no las determinó ninguna cuota preestablecida, nacieron de sus corazones. No hay quien me las quite ni opaque. Irán conmigo hasta mi último instante.