La mujer (al menos así se la representa uno en la imaginación), con el torso erguido, sentada en mueble de juncos entretejidos simétricamente, apoya su estructura en un bastoncillo y refrescándose de los calores intensos y el sopor de los mediodías con abaniqueo indomable, reiterativo, expande la voz de súbito y va como despeñándola en la mirada del lector que recorre la línea:
“y 1 yyy 2 yyy 3 y 1 yyy 2 yyy 3…” y así, a ras del alma, Carpentier, con la cadencia que marca una profesora de danzarines, paso a paso, párrafo a párrafo, va armando la novela que escribe sobre los tiempos múltiples que habitan “hombres y mujeres de destinos modificados, transformados, revertidos o superados, con su anuencia o sin ella, por la Historia de nuestro siglo (…), cuyo parecido con modelos reales era totalmente inevitable”. “Y ante mis ojos tuve el caso de mi madre, educada en un liceo imperial de Bakú, amiga de Anna Pávlova —como la Vera de mi novela—, que anticomunista y blanca hasta mi encarcelamiento (1927), cambió de actitud hasta el punto de traducir, en los años 30, algunas novelas soviéticas… Sorprendida por la guerra, cuando se hallaba casualmente en París, fue presa por la Gestapo “porque su hijo, desde hacía mucho tiempo venía publicando artículos contra Hitler en la prensa cubana”. Librándose de sus carceleros con pasmosa habilidad, huyó de la capital, se sumó a la resistencia francesa… y terminó su existencia en La Habana, rodeada de jóvenes comunistas a quienes daba clases de ruso, totalmente identificada con el proceso revolucionario cubano”.
Casi sobresaltados, aparentemente inconexos, rotundamente afirmados o nacidos y desaparecidos de modo abrupto, se suscitan circunstancias, pensamientos, sensaciones, enigmas, filosofías, remembranzas, caracteres e historias de lo real maravilloso de nuestro continente, que el 1 yyy 2 yyy 3 enhebra con armonía, una vez y otra y otra vez y lleva definitivamente al momento crucial en que el triunfo de la Revolución Cubana es primavera, momento de eclosión, desmesura, renacimiento, florecimiento, fundación, anunciación y buen augurio para la cosecha y cosecha en sí misma, nuevo mito.
Y vuelve a la memoria, la primavera danzante que inspira a uno de sus personajes para un nuevo ballet y también los ritos primaverales que las literaturas y tradiciones recuentan en cualquier esquina remota del mundo. En Turingia, después de recoger en un saco que cuelga hasta las rodillas el lino sembrado, el campesino camina con grandes pasos, de tal modo que el saco bambolee de un lado a otro, esto para que el lino ya crecido ondule ante la brisa. En Sumatra las mujeres son las encargadas de sembrar el arroz. Lo hacen con el cabello suelto y largo para que el arroz crezca espeso y de cañas largas.
Por entrañable asociación de tiempos e historias, este mayo florecido de romerillos abundantes e intensos en el color, nos recuerda la consagración de esa estación en narrativa deslumbrante de Alejo Carpentier, el escritor que en el invierno de nuestro diciembre cálido cumple ciento veinte años de estancia entre nosotros a pesar de su muerte, por su palabra exuberante, desbordada en cataratas expresivas e iluminadas, por el fulgor intenso de su mirada maravillada ante lo cotidiano americano, y por la adhesión de su vida a las causas revolucionarias, todo lo cual nos convence de que a pesar de haber nacido en invierno, su presencia será siempre consagrada primavera.