La juventud y la vejez hoy se miden con otras convenciones que las hacen cada vez más relativas: solo unas décadas una persona de cuarenta años era un viejo; se hablaba de “la crisis de los cuarenta”; hoy, hasta los sesenta, se le considera joven. Los atuendos, los cortes de pelo, los hábitos, los modos de relacionarse, bien por atracción sexual o por simple afinidad de criterios y gustos, presentan un diapasón más amplio. Muchos viejos se comportan como jóvenes y muchos jóvenes actúan como niños.
Pero no es solo en el terreno de las apariencias o de la cotidianeidad sino también en el de las responsabilidades y lo laboral se da el fenómeno. Un primer síntoma nos descubre a muchos jóvenes de cuarenta o cincuenta (y hasta de treinta) que se autodeclaran viejos para no complicarse con responsabilidades mientras un ejército de personas de más de sesenta, halados quizás por una conciencia social que los conmina a comprometerse, las ocupan y echan el resto. Es un hecho, la productividad y la calidad de los servicios de nuestro país descansan, en un porciento más alto que lo recomendable, sobre hombros cansados.
Me queda claro que, desde el punto de vista pragmático, el contexto no favorece la incorporación de jóvenes: el sector privado eroga salarios que superan estratosféricamente a los del Estado, y en medio de una inflación que no para de crecer, se hace inevitable la fuga de cerebros hacia ese sector, no siempre en busca de lucro, sino de subsistencia.
Los médicos devienen gastronómicos, los licenciados e ingenieros, vendedores callejeros, reparadores de enseres o dependientes de tarima. Aceptar un cargo de dirección, además de la insuficiencia salarial porta los inconvenientes terribles de hacer funcionar estructuras carentes de suministro y, para colmo, vivir con la espada de Damocles de las auditorias y controles sobre la cabeza, como es lógico, no encaja para nada en sus perspectivas.
Las auditorías y el ambiente de control son imprescindibles y, como es de ley, no se pueden permitir pasar por alto violaciones, aunque estas se hagan con el buen fin de suplir carencias que frenan el desenvolvimiento eficaz de las empresas. Solo la conciencia profunda puede mover a los aún jóvenes a ese compromiso doloso. Y me consta que los hay, pero cada día son menos, resulta obvio.
La copiosa emigración —buena parte de ella juvenil y de personas muy bien calificadas— hace lo suyo en la desprofesionalización del panorama económico-social cubano, aunque en algunas esferas, como la industria farmacéutica, por ejemplo, los logros sean notables y participen jóvenes. Opino y recomiendo que el trabajo político a desarrollar con las personas en plenitud productiva que demuestren disposición y capacidad para asumir empeños tiene que pasar con más intensidad por la cultura profunda, por la historia que se separa del manual. Es la única forma de no perder de vista el bosque mirando solo uno, o unos pocos árboles.
Una simple mirada a nuestros procesos revolucionarios nos muestra a los jóvenes Martí, Maceo, Guiteras, Villena, Mella, José Antonio Echeverría, el Che, Raúl, Fidel… conduciendo destinos en pos del país que primero el colonialismo y luego el neocolonialismo nos había arrebatado y ahora el imperialismo se niega a dejar en paz. Me preocupa mucho que en esta Cuba que trabaja por la renovación de su proyecto de sociedad se observe la asimetría etaria de un sectorcillo de capital privado que se traga, en competencia desleal, lo que el estado prepara gratuitamente para la concreción de sus nobles y abarcadores objetivos.
La coyuntura que vivimos es sumamente difícil, con duras y enrevesadas perspectivas de mejoría, pero las esencias prevalecen; no me parece procedente que lo coyuntural sepulte lo esencial. No podemos permitirnos dormir sobre la imprevisibilidad de los giros históricos, porque en los últimos tiempos estos han venido siendo desfavorables casi en caída libre. Que nadie espere milagros. Pero se impone seguir intentándolo todo por salvar los destinos de la mayoría.
Considero, asimismo, que a los convencidos no hay que convencerlos, solo convocarlos con razones más profundas que épicas, aunque algo de esto último tengan nuestras convocatorias. Veo sus rostros y oigo sus palabras ahora mismo en la TV, trabajando en la recuperación tras los huracanes y el terremoto y algo positivo salta dentro de mí. Esos no necesitan el discurso enfático: nutrirlos con la cultura debe ser el empeño mayor. Pero oigo en la calle a otros —jóvenes y maduros también— a los que ya no sé si es posible extraer del individualismo globalizado en ascenso.
En el terreno de la cultura, particularmente, se hace difícil encontrar líderes en edad joven que asuman, desde la logística institucional, responsabilidades (la mayor dificultad: los salarios tan bajos). Asumirlo constituiría, más que un arrebato romántico —aunque algo de eso debe haber— la convicción profunda de que el destino de nuestra Patria y de nuestra gente tiene que estar ligado a esa lógica; su opuesto, bien debíamos saberlo, sería dejarnos tragar mansamente por la gravedad de un mercado, de corte neoliberal (por fuerte que parezca el término) que con lenguaje e imagen impostadas se va imponiendo a contrapelo de regulaciones y disposiciones administrativas con fuerza de ley o no.
Es imprescindible contar con la juventud. Paremos el repliegue de tantos que, diciendo: “me voy pa’ mi casa” le escurren el bulto a lo que el país convoca para hacer, desde la cultura, la contracultura del culto a la riqueza material obtenida a cualquier precio (Tomado de La Jiribilla).