Ante el quebranto de su salud, que él mismo anunció puntualmente el 31 de julio de 2006 con su Proclama del Comandante en Jefe al Pueblo de Cuba, en la que se refirió a las responsabilidades que había venido desempeñando, aumentaron las explicables preocupaciones sobre la continuidad de la obra de Fidel Castro. Pero era natural que tales inquietudes vinieran de antes.
Uno de los motivos se hallaba en el hecho que tal vez más fortaleza y vulnerabilidad a la vez les haya impreso a los proyectos revolucionarios: el nexo vital entre su permanencia y personalidades eminentes. Si el fervor generado por ese vínculo aporta garantía a los ideales defendidos, también supone riesgos.
Aunque la veneración del dirigente sea merecida —o quizás sobre todo si lo es—, su muerte puede afectar al proyecto, más que las maniobras de sus enemigos para devaluarlo tildándolo de practicar el culto a la personalidad. Los lazos entre guía y proyecto revolucionario pueden alcanzar rasgos que cabría esperar, sobre todo, en credos religiosos, pero así ocurre hasta en afanes plenamente laicos, que no parecen ser los más comunes en el mundo.
La atribución de elementos calificables de místicos a proyectos revolucionarios puede obedecer a intenciones diversas, pero no es infundada. En otro texto el autor de este artículo recordó lo que se ha llamado mística revolucionaria. Existe incluso vínculo semántico entre revolución y religión, vocablo este último que remite al acto de religar. Su significación incluye “volver a atar” y “volver a ligar un metal con otro”, lo que obedece en definitiva al propósito de transformar realidades y sus fundamentos y fines.
El afán revolucionario demanda una lucidez que supere los enormes obstáculos que debe enfrentar, pero no vale asumirlo con la frialdad de una contaduría pragmática: exige tenacidad y sueños, y una voluntad persuasiva que alcanzará rango de prédica, aunque sea laica, incluso atea. Y más allá de generalizaciones y etimologías, el valor de un líder para el proyecto representado por él (o por ella) adquiere su impronta.
El liderazgo de alguien con la sabiduría, la condición de fundador, el carisma y una vida signada por logros —y por los fracasos del enemigo empeñado en asesinarlo—, sería inevitablemente extraordinario. Ese guía alcanzaría una autoridad intransferible, salvo que se asuma colectivamente y con la mayor lealtad a los fines defendidos por él. Un conductor excepcional como Fidel Castro no surge cada quinquenio y por todas partes, ni hay política de cuadros que garantice mecánicamente su aparición.
¿Qué decir del Líder, con mayúscula, que se ha ganado la veneración del pueblo, simbolizada en frases como “¡Si Fidel lo supiera!” y otras similares que se revalidaron tras su muerte, hasta resultar legítima una paráfrasis de clara resonancia: “Con Fidel vivo, otro gallo cantaría”? A un pueblo acostumbrado a sentirse seguro con la conducción de un guía tan pleno y percibido como el genio político que era y ejemplo de entrega total a su misión, sería muy difícil esperanzarlo con otros modelos. De ahí el gran desafío para quienes tuvieran la misión de continuar su obra.
La consagración y el acierto en el cumplimiento de tal desafío les asegurará el respeto y la confianza del pueblo, y desautorizará comparaciones impertinentes, aunque sean bien intencionadas, mucho más aún las dirigidas a crear divisiones. Hay algo de lo que parece que ya ni se habla, pero durante años fueron frecuentes los rejuegos verbales para sembrar sismas frustrantes, por ejemplo, entre el Marx joven y el Marx maduro.
En cualquier caso, un dirigente como Fidel Castro, hecho por naturaleza a romper esquemas y crear nuevos paradigmas, no cabe en lo estandarizado, y a su pueblo no lo complacerán argumentos parecidos a la resignación. No importa que sea cierto que, en su mayoría, los países tienen gobernantes que no pasan de ser personas sobresalientes, y a veces ni siquiera parecen rebasar notablemente lo normal.
Fidel se formó en una tradición política nacional en la que halló no solo el antecedente nutricio aportado por una pléyade de patriotas extraordinarios: en ella encontró al revolucionario excepcional que la desbordó con la universalidad de su pensamiento. Ese fue el autor intelectual de la obra que él emprendió —como fecha visible— desde 1953.
Subráyese el elemento universalidad, pues a menudo las legítimas preocupaciones sobre el destino de Cuba sin Fidel vivo, y sobre quién sería su relevo, parecían atascarse en un localismo inconsistente con la grandeza del Líder que se ganó la admiración de los pueblos del mundo y, por tanto, la incesante ojeriza de los enemigos de los pueblos.
En esa realidad pensaba el autor del presente artículo cuando recordó —probablemente de comienzos de los años 2000, según indicios cronológicos vivos en su memoria— palabras de un amigo sabio con quien conversaba sobre realidades de la América nuestra: “Cuba ha bateado de tres dos”. Así, con ingenio beisbolero, se refirió el amigo a la continuidad entre Simón Bolívar, José Martí y Fidel Castro.
Nadie brota del aire, a menos que sea un Adán de factura divina, pero este ejemplo no pasa de ser una peculiar metáfora del surgimiento de la humanidad, salvo para algún fundamentalista bíblico, que de distintos signos habrá, como hay sedicentes marxistas. También Bolívar tuvo raíces y contexto, como los tuvieron Martí y Fidel, y la continuidad entre ellos se hizo sentir especialmente en lo vivido por nuestra América a finales del siglo pasado y, sobre todo, a inicios del actual.
El apogeo revolucionario —progresismo, o como se le llame— experimentado en la región señaladamente en esos años, alarmó al imperio empecinado en seguir dominando a nuestros pueblos y mantener una hegemonía mundial que se le escapa. En 2014 un césar astuto entendió que había llegado el momento de anunciar el posible levantamiento del bloqueo a Cuba.
Pese a los descomunales daños causados a este país, el bloqueo no había conseguido su propósito: estrangularlo. Más bien aislaba a los Estados Unidos, algo apreciable no solo en las votaciones de la ONU contra el bloqueo, sino también, o principalmente, en reacciones contra el desbocado gobierno de esa nación y su abultado expediente de asonadas e injerencias de todo tipo, incluido el tenebroso Plan Cóndor.
La estratagema de cambio de rostro tendría presente la rebeldía no solo de Cuba, sino también de la Venezuela bolivariana. Esta, en el camino de resistencia protagonizado por la Revolución Cubana, devino motor directo en el auge antimperialista del área. En sus planes de neutralizar a Cuba, el césar visitó La Habana, y de aquí partió hacia Buenos Aires —a la Argentina presidida por Mauricio Macri— para fraguar planes contra Venezuela: asfixiarla habría sido una manera segura de asfixiar también a Cuba.
La historia había puesto a estos dos países en una relación significativa para el continente, y hasta para el mundo. Y esa relación prolongó la continuidad entre Simón Bolívar, José Martí y Fidel Castro, para incluir a Hugo Chávez: un ciclo abierto a nuevos hitos, como se apreció en los momentos más altos de un progresismo que urge recuperar. No son casuales los desesperados ardides del imperialismo estadounidense y las derechas vernáculas para impedirlo.
En Chávez reconoció Fidel un hijo ideológico, que a su vez se proclamó orgulloso de esa filiación. El Líder cubano ratificó el alcance de su visión al depositar en Chávez una confianza con la que no solo enfrentó a las fuerzas reaccionarias de nuestra América: también se adelantó a quienes desde la izquierda tardaron en aquilatar al cabal revolucionario venezolano.
Un hecho podría dificultar apreciar plenamente la continuidad Bolívar-Martí-Fidel-Chávez: sus hitos recientes eran contemporáneos y, por añadidura, el más joven fue el primero de ellos en morir. Pero así como Fidel encontró en Martí a su guía eterno, Chávez halló en Fidel a su padre político, de quien devino continuador ostensible, su relevo continental, realidad de la que ambos dieron muestras de ser conscientes. Si a Fidel intentaron innumerables veces asesinarlo, tal vez a Chávez consiguieron al menos acelerarle la muerte, algo que no parece haberse esclarecido lo bastante.
En nuestros pueblos, los revolucionarios de tiempos anteriores sufrieron naturalmente por la muerte de sus guías e inspiradores, pero no se ahogaron en lamentaciones: para honrarlos de veras, abrazaron las tareas venidas de esa filiación y de los reclamos de la realidad. Nada mengua, sino acrecienta, la responsabilidad individual y colectiva de quienes en Venezuela y en Cuba, y en toda nuestra América, asuman defender las ideas revolucionarias para que triunfen. Su compromiso ético e integral con esa lucha será tanto mayor cuanto más elevada sea su posición en ella.
Para hablar en concreto de Cuba, sus revolucionarios, sea cual sea la tarea a su cargo, deben plantearse alcanzar la más alta realización de las metas que, heredadas de Martí y Fidel, no se hayan podido cumplir todavía, y las que surjan de ese cometido. Tampoco hay por qué idealizar a héroes que no lo necesitan. Por grande y capaz que haya sido, ningún político revolucionario habrá podido hacer todo lo que se ha propuesto.
Las fuerzas contrarias tienen recursos para imponer trabas y entre ellos han usado, contra Cuba en particular, el bloqueo y otros modos de agresión, así como atavismos y prejuicios indeseables heredados de actitudes clasistas que se agravan cuando se añaden corrupción y oportunismo.
Ante el hecho de que sea más fácil proponerse desmontar un mundo viejo que edificar el que debe sustituirlo, el pueblo —dicho con mayor propiedad, la mayoría revolucionaria— tiene un deber que Ernesto Che Guevara plasmó en su carta-ensayo “El socialismo y el hombre en Cuba”. Lo resumió al definir cómo funciona, o debe funcionar, la relación entre líder, vanguardia y masa, que no ha de ser una multitud amorfa y guiada, sino una tropa activa y exigente.
Identificado a fondo con Fidel, el Che encarnó la democracia que una revolución verdaderamente popular necesita para asegurar el poder del pueblo, y con su austeridad legó un modelo de conducta. En el texto citado expresó: “Así vamos marchando. A la cabeza de la inmensa columna —no nos avergüenza ni nos intimida el decirlo— va Fidel, después, los mejores cuadros del Partido, e inmediatamente, tan cerca que se siente su enorme fuerza, va el pueblo en su conjunto”. Lo definió como “sólida armazón de individualidades que caminan hacia un fin común; individuos que han alcanzado la conciencia de lo que es necesario hacer; hombres que luchan por salir del reino de la necesidad y entrar al de la libertad”.
Ese deber ser exige un comportamiento esencialmente ético, en primer lugar, a los dirigentes, pero también al conjunto de las fuerzas interesadas en mantener el rumbo acertado. Es necesario que la “inmensa muchedumbre” se ordene y responda a “la conciencia de la necesidad”, para no ser una mera “fuerza dispersa, divisible en miles de fracciones disparadas al espacio como fragmentos de granada, tratando de alcanzar por cualquier medio, en lucha reñida con sus iguales, una posición, algo que permita apoyo frente al futuro incierto”. Se trata de ideales que no caben en remedos del capitalismo.
Foto de portada: Roberto Chile.
Los apuntes sobre el legado de Fidel Castro Ruz en su familia histórica es de incalculable valor,líderazgo fiel.
Compañero, Toledo Sande, sus palabras y reflexiones en torno a la figura de Fidel Castro me inspiran el entendimiento de la dimensión ética de un líder político. Ese entendimiento ético tiene una importancia trascendente para comprender su significado.