La Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América, ALBA, cumplió veinte años el 14 del presente diciembre, y fueron celebrados con su XXIV Cumbre. En ella se honró explícita y naturalmente el legado tutelar de Simón Bolívar y José Martí, y a los líderes contemporáneos Fidel Castro y Hugo Chávez, pilares directos ambos —con refrescante ahínco del segundo— en la creación del organismo.
Con el ALBA reverdecieron para los pueblos de la región metas signadas por Bolívar y Martí. Previsoramente, en carta del 5 de agosto de 1829 al coronel británico Patricio Campbell, Bolívar certificó: “Los Estados Unidos parecen destinados por la Providencia a plagar la América de miserias en nombre de la libertad”.
Décadas después, en el mismo siglo XIX, Martí caló en la realidad y denunció con sólidos argumentos las ambiciones de la emergente potencia sobre nuestra América. Desde el mirador que en cerca de los quince años finales de su vida de emigrado fue para él Nueva York, desenmascaró la falsa reciprocidad comercial que a inicios de los años 80 los Estados Unidos le propusieron en particular a México, al que ya le habían arrebatado más de la mitad del territorio.
La estratagema la orquestaron a nivel continental, con un congreso que sesionó en Washington durante varias jornadas entre el 2 de octubre de 1889 y el 19 de abril de 1890. Sería la primera de las Conferencias Panamericanas, fatídicas para nuestros pueblos, y para Martí representó lo que él expuso en el pórtico a sus Versos sencillos.
El poemario, escrito en el verano del último de aquellos años y publicado al siguiente, nació del impacto que la reunión causó en el autor, quien declaró en el pórtico citado: “Mis amigos saben cómo se me salieron estos versos del corazón. Fue aquel invierno de angustia, en que por ignorancia, o por fe fanática, o por miedo, o por cortesía, se reunieron en Washington, bajo el águila temible, los pueblos hispanoamericanos”.
Se refiere a “la agonía en que viví, hasta que pude confirmar la cautela y el brío de nuestros pueblos; y el horror y vergüenza en que me tuvo el temor legítimo de que pudiéramos los cubanos, con manos parricidas, ayudar el plan insensato de apartar a Cuba, para bien único de un nuevo amo disimulado, de la patria que la reclama y en ella se completa, de la patria hispanoamericana, —me quitaron las fuerzas mermadas por dolores injustos. Me echó el médico al monte: corrían arroyos, y se cerraban las nubes: escribí versos”.
El fondo de ese texto, que alude al reposo que por indicación médica hizo el autor en el verano de 1890, lo explican las crónicas con que el propio Martí denunció las intenciones del anfitrión. Para los países que ya se habían independizado en la América de habla española, la voraz nación urdía redes económicas y comerciales con que atarlos a su política expansionista.
A Cuba, todavía colonia de España —y por extensión a Puerto Rico—, los planes de los Estados Unidos serían uncirlas a su yugo sin darles tiempo a independizarse. Que el foro no lograra sus propósitos le dio una relativa tranquilidad al combativo periodista que los denunciaba.
A eso conciernen “la cautela y el brío” de nuestros pueblos en la reunión, virtudes que Martí resumió en la actitud del representante de Argentina, Roque Sáenz Peña, cuando “dijo, como quien reta, la última frase de su discurso sobre el Zollverein [arbitraje tramado por el gobierno anfitrión para imponerlo a los países invitados], la frase que es un estandarte, y allí fue una barrera: ‘Sea la América para la humanidad’”.
Fue un golpe contra el lema con que los Estados Unidos pensaron la reunión: “América para los americanos”, traducción literal al español de “America for the Americans”, que concentraba la Doctrina Monroe y —dadas las trampas de una cultura geófaga también en el lenguaje— significaba “América para los estadounidenses”.
Pero Martí sabía que la tranquilidad que podía disfrutar gracias al freno con que toparon entonces dichas trampas no sería permanente, porque el imperio en formación estaba decidido a imponer su hegemonía. En una de sus crónicas sobre el tema —“El Congreso de Washington”, fechada 4 de octubre de 1889 y publicada en La Nación bonaerense el 14 de noviembre siguiente— habló del tren-palacio que los anfitriones prepararon para pasear por territorio estadounidense a los delegados hispanoamericanos.
Citó nada menos que a The New York Herald, vocero del expansionismo de la naciente potencia: “Es un tanto curiosa la idea de echar a andar en ferrocarril, para que vean cómo machacamos el hierro y hacemos zapatos, a veintisiete diplomáticos, y hombres de marca, de países donde no se acaba de nacer”. El desfachatado menosprecio hacia nuestros pueblos era inocultable, como sigue siendo hoy para quienes quieran ver.
Dado el espacio disponible para el presente artículo, las denuncias de Martí podrían resumirse en las conocidas líneas que aparecen casi al comienzo de la crónica central en que lo trató —“Congreso Internacional de Washington. Su historia, sus elementos y sus tendencias”, fechada el 2 de noviembre de 1889 y publicada en dos partes en La Nación los días 19 y 20 de diciembre de ese año—: “De la tiranía de España supo salvarse la América española; y ahora, después de ver con ojos judiciales los antecedentes, causas y factores del convite, urge decir, porque es la verdad, que ha llegado para la América española la hora de declarar su segunda independencia”.
Su clara perspectiva de emancipación política y cultural, con la que en ese texto reclamó de nuestros pueblos dar “una respuesta unánime y viril” a los planes de la voraz nación, la ratificó ante los delegados hispanoamericanos a la cita. El 19 de diciembre de 1889 Martí habló en la velada que les dedicó a dichos delegados la Sociedad Literaria Hispanoamericana, radicada en Nueva York, y que él llegaría a presidir.
Consciente de que no todo el auditorio tenía claridad sobre el peligro que los Estados Unidos encarnaban para nuestros pueblos, repudió los crímenes de la colonización española, sobre la cual se cernía la llamada leyenda negra, y desmontó la leyenda áurea con que se edulcoraba la también brutal colonización anglosajona y se idealizaba a la nación norteña. En función de tal maniobra se azuzaba en parte aquella leyenda negra.
A esa lucha bifronte obedecen los términos siguientes: “Del arado nació la América del Norte, y la Española, del perro de presa”. Los diplomáticos reunidos en el auditorio compartirían el rechazo a la otrora metrópoli española, pero entre ellos los habría ganados por la idealización de los Estados Unidos, y vale decir que a ellos dirigió Martí, con su altura artística y su energía permanentes, lo fundamental del discurso.
Las fuerzas dominantes que capitalizaron la independencia estadounidense perpetuaron el espíritu de la Inglaterra de la cual se habían librado pero era su madre putativa. Pensando en la actitud de aquellas fuerzas hacia la independencia de los pueblos de nuestra América, y en particular la de Cuba, que desconocieron, pero para la suya propia contaron con la colaboración de combatientes de otras tierras, Cuba incluida, Martí sostuvo: “El pueblo que luego había de negarse a ayudar, acepta ayuda”.
Y añadió: “La libertad que triunfa es como él, señorial y sectaria, de puño de encaje y de dosel de terciopelo, más de la localidad que de la humanidad, una libertad que bambolea, egoísta e injusta, sobre los hombros de una raza esclava, que antes de un siglo echa en tierra las andas de una sacudida”.
Como tampoco la abolición de la esclavitud sacó a la voraz nación de su afán de hegemonía sobre otros pueblos, sobre el mundo incluso, Martí expresó: “¡y surge, con un hacha en la mano, el leñador de ojos piadosos, entre el estruendo y el polvo que levantan al caer las cadenas de un millón de hombres emancipados!”. Pero ni ese leñador, Abraham Lincoln, cambiará el rumbo del país: “Por entre los cimientos desencajados en la estupenda convulsión se pasea, codiciosa y soberbia, la victoria”.
La índole de semejante victoria definió las entrañas del país que algunos, no Martí, tenían (y tienen) como un modelo: “reaparecen, acentuados por la guerra, los factores que constituyeron la nación; y junto al cadáver del caballero, muerto sobre sus esclavos, luchan por el predominio en la república, y en el universo, el peregrino que no consentía señor sobre él, ni criado bajo él, ni más conquistas que la que hace el grano en la tierra y el amor en los corazones,—y el aventurero sagaz y rapante, hecho a adquirir y adelantar en la selva, sin más ley que su deseo, ni más límite que el de su brazo, compañero solitario y temible del leopardo y el águila”.
Al año siguiente de ese discurso —conocido con el título de “Madre América”, en referencia a la América legada por Bolívar y abrazada por Martí, no a la madre que otros podrían ver en el Norte—, se reunió también en Washington, como derivación del congreso de 1889-1890, la Comisión Monetaria de las Repúblicas de América. Sesionó asimismo en varias jornadas, y en ella tuvo Martí una destacada participación personal, avalado seguramente por su labor con respecto al foro que la precedió.
Siendo el tema de este artículo el discurso citado, no es posible prestar a la presencia de Martí en la Comisión Monetaria la atención que merece. Apúntese al menos que asistió como delegado de Uruguay. De ese país, así como de Argentina y Paraguay, fue cónsul en Nueva York durante algún tiempo, hasta que entendió que por su misión en los preparativos de la guerra en Cuba decidió interrumpir su labor diplomática.
Y apúntese también, o sobre todo, que desde el seno de la Comisión Monetaria contribuyó en alto grado a que entonces fracasara el plan de los Estados Unidos de imponer el dólar a toda la América. Tal era el afán de ese país en el camino que lo llevaría al privilegio de que su moneda fuera prácticamente la moneda del mundo.
Esa es una de las tragedias que aún perduran y contra las cuales se empina el ALBA, hacia cuya creación lanzó Chávez en la clausura de la III Cumbre de los Pueblos de América —celebrada en noviembre de 2005, en Mar del Plata, como respuesta a la IV Cumbre de las Américas— un sonoro grito de lucha contra el ALCA. Esa organización imperialista, supuesta Área de Libre Comercio de las Américas y que algunos intentarán resucitar, actualizaba los tratados de reciprocidad comercial fraguados por los Estados Unidos desde el siglo XIX, y que Martí denunció.
En la senda de esa combativa denuncia se ubicó Chávez con aquel conocido grito, que comparte significación con lo que el propio líder bolivariano dijo en 2006, en la ONU, aludiendo a George W. Bush, entonces presidente de la nación cesárea: “Ayer vino el Diablo aquí, ayer estuvo el Diablo aquí, en este mismo lugar. Huele a azufre todavía esta mesa donde me ha tocado hablar”. Y el Diablo es un sistema.
Ante el apogeo fundacional del ALBA el autor de este artículo publicó otro —perdido en las redes— con un título, “El ALBA es el ALMA”, que ahora ha parafraseado para reiterar que esa Alianza de pueblos es tan bolivariana como martiana. Y del crecimiento orgánico y moral de esa Alianza habla el abrazo de la reciente Cumbre a Palestina.
Imagen de portada: José Martí, pintura de José Delarra (Acrílico sobre lienzo, 2003).