Habrá quienes recuerden el “chiste” de las numerosas personas que abandonaron Cuba tras el triunfo de la Revolución pensando que esta duraría poco, y pronto regresarían. Se ganaron por ello una burla repetida año tras año —“Se quedaron con las maletas hechas”—, pero sus ilusiones no eran gratuitas. Contaban con que los Estados Unidos, afanados en reimponerle a Cuba el yugo al que la habían atado desde que en 1898 intervinieron para que no se independizara de España, impedirían que la Revolución se mantuviera en el poder.
De hecho, pronto desataron contra ella una agresividad múltiple y conocida, pero que debe conocerse todavía más. El bloqueo ha sido constante en esa agresividad, y su naturaleza y sus fines están plasmados en un texto sobre el cual, aunque fácilmente localizable en la redes y no pocas veces citado, no parece haberse insistido lo bastante: un memorando secreto fechado 6 de abril de 1960, días antes del triunfo del pueblo cubano en Girón sobre tropas mercenarias financiadas y manejadas por la CIA.
El texto, firmado por Lester D. Mallory, vicesecretario de Estado asistente para los Asuntos Interamericanos, reconocía: “La mayoría de los cubanos apoyan a Castro”, y “el único modo previsible de restarle apoyo interno es mediante el desencanto y la insatisfacción que surjan del malestar económico y las dificultades materiales”.
Por ello recomendó acometer acciones que de algún modo recuerdan la reconcentración que en 1896 el gobierno español implantó para aniquilar a los independentistas cubanos. Similar era (es) el espíritu de lo propuesto por el funcionario estadounidense: “emplear rápidamente todos los medios posibles para debilitar la vida económica de Cuba”. Eso implicaba desatar “una línea de acción que, siendo lo más habilidosa y discreta posible, logre los mayores avances en la privación a Cuba de dinero y suministros, para reducirle sus recursos financieros y los salarios reales, provocar hambre, desesperación y el derrocamiento del Gobierno”.
Tan macabro y cínico plan —discreto ya solamente para quienes opten por ignorarlo— lleva en vigor casi la misma cantidad de años que el 1 de enero se cumplirán del triunfo de la Revolución. Orquestado por una nación tan poderosa como los Estados Unidos, que lejos de aflojarlo lo tensa cada vez más, ha tenido graves efectos para la economía de Cuba y en general para su funcionamiento como país.
Si Cuba ha podido resistir se debe a la historia en que se cimienta y al apoyo del pueblo. Pero no cabe desconocer los criminales daños que le ha causado una brutal guerra económica que, además de haberle impedido desarrollarse libremente, habrá intensificado en ella el efecto de sus deficiencias internas —propias de toda obra humana—, y provocado que no siempre las medidas adoptadas para mejorar la vida del pueblo den el resultado que se ha querido alcanzar.
Hoy los grandes logros sociales de la Revolución se ven menguados por la carencia de recursos para mantenerlos en el nivel alcanzado en sus mejores momentos. Los mismos cambios introducidos en la economía para agilizarla no han tenido los frutos más satisfactorios. Y han propiciado que, para encarar muchas de sus necesidades, la población tenga que acudir al sector privado, que tendrá como norma la aspiración de obtener ganancias, no la de cultivar ideales solidarios.
Tal realidad, en la que son cada vez más las personas que no conocieron la Cuba anterior al triunfo de la Revolución, refuerza un contexto que propicia insatisfacciones en el pueblo. Y eso calza factualmente el plan del bloqueo de generar disgusto en la ciudanía para que merme en ella el apoyo al gobierno revolucionario y propiciar un “cambio de régimen”: es decir, un cambio que complazca a los Estados Unidos.
La meta permanente y distintiva de trabajar y tener logros en pos del bienestar del pueblo, se une para la dirección del país con la urgencia de acometer cuanto empeño sea necesario para que el bloqueo no cumpla sus propósitos, o reducir al mínimo inevitable sus posibilidades de éxito. Ya se trata de revertir el éxito que haya alcanzado.
En el mundo la insatisfacción de las masas populares la aprovechan sus enemigos para llevarlas a posiciones medularmente contrarias a ellas. En eso figuran los mecanismos que propician el rebrote del fascismo en distintas partes, no solo en la Europa sometida a los dictámenes de la Casa Blanca. También cuenta el triunfo electoral de ultra reaccionarios como Jair Bolsonaro en Brasil, Daniel Noboa en Ecuador, Javier Milei en Argentina y Donald Trump en los Estados Unidos.
Si en Cuba vale considerar impensable que ocurra algo parecido a esos casos, es por el apoyo popular que el proyecto revolucionario mantiene, ratificado con hechos como la Marcha del Pueblo Combatiente el pasado 20 de diciembre. Pero la certeza no debe servir para ignorar o minimizar los peligros, sino para fortalecernos contra ellos. Y ese fortalecimiento requiere abonar constantemente la conducta que debemos mantener todos y todas, totalidad que remite a una generalización comparable con la presente en afirmaciones como el pueblo de Cuba apoya a su Revolución.
Ningún pueblo es homogéneo, y la generalización citada equivale a que la mayoría del pueblo cubano sigue fiel al proyecto revolucionario. Pero las mayorías no son estáticas: las condicionan o modifican las circunstancias de modos no siempre calculables en términos aritméticos, ni siempre satisfactorios. Se han de atender y cultivarse, prestando atención a sus inquietudes y alimentando con hechos sus esperanzas.
José Martí, quien vio en el pueblo “el verdadero jefe de las revoluciones” —lo afirmó en discurso del 20 de enero de 1880—, fundó para orientar la revolución de independencia y liberación nacional encabezada por él un partido del cual, por los valores que él mismo se esmeró en infundirle, además de ser una organización política concreta, pudo decir que era el pueblo cubano.
Lo dijo de distintos modos, y particularmente en “El Partido Revolucionario Cubano”, artículo publicado en Patria el 3 de abril de 1892, cuando faltaban siete días para que esa organización se proclamara constituida. Es obvio que quiso que su orientación estuviera claramente expresada antes. Sabía necesario cuidar la calidad de las metas que el pueblo merecía y debía defender, para que las abrazara plena y eficazmente.
Desde la voluntad y los reclamos del deber ser, Martí caracterizó el partido que se creaba y del cual afirmó en el mismo artículo: “Nació uno, de todas partes a la vez. Y erraría, de afuera o de adentro, quien lo creyese extinguible o deleznable. Lo que un grupo ambiciona, cae. Perdura, lo que un pueblo quiere. El Partido Revolucionario Cubano, es el pueblo cubano”.
La cita da deseos de valorar el uso del adjetivo deleznable —equivalente a quebradizo, no precisamente a detestable, como está imponiendo el empleo que parece venir de la paronimia, no de la acepción base—, pero otras aristas exigen atención inmediata. El previsor Martí atendía a la vez las aspiraciones justas y el peligro de su deformación. No era el político que dictaba medidas para después, más que perfeccionarlas sobre la marcha, caerles atrás con resoluciones tardías.
La justicia y la democracia que Martí conoció en distintas partes del planeta —de manera señalada en países de nuestra América y en los Estados Unidos— estaban muy lejos de lo que debían ser y él deseaba que fueran. Eso explica que en las Bases del Partido, escritas por él a inicios de 1892, trazara el fin de fundar en Cuba “un pueblo nuevo y de sincera democracia”. Muchos obstáculos —y las Bases, aluden a ellos— habría que vencer para alcanzar tan gran propósito. Pero el primer requisito era merecer de veras la confianza del pueblo.
En todo eso se piensa ante el hecho de que Fidel Castro no solo reconoció en Martí al autor intelectual del 26 de Julio y, en consecuencia, de la obra revolucionaria iniciada entonces. Por lealtad y como compromiso para la acción, vio también en el Partido Revolucionario Cubano, “el precedente más honroso y más legítimo del glorioso Partido que hoy dirige nuestra Revolución: el Partido Comunista de Cuba”. Así enaltecía a la organización martiana por entre otras que también podían considerarse, y lo eran, precursoras de la que dirige la Revolución en su etapa de afanes socialistas.
Si el partido creado por Martí era el pueblo de Cuba, el encabezado por el Comandante asumiría también la tarea de lograr “la unión de todos los revolucionarios, que es la unión de todos los patriotas para dirigir la Revolución y para hacer la Revolución, para cohesionar estrechamente al pueblo”. Se trataba de un logro fundamental para prevenir “la desunión […] que mató la idea de la independencia en la guerra de 1868 a 1878” y tan nociva siguió siendo luego, vale añadir.
No son asuntos del pasado, sino requerimientos para la acción revolucionaria de hoy y hacia el futuro. En el abrazo esencial de esos ideales cumplirá pronto sus primeros sesenta y seis años el triunfo de la Revolución, y podrá cumplir muchos más con la brújula del Comandante y la contenida en el artículo “Crece”, que Martí publicó en Patria el 5 de abril de 1894 para advertir sobre peligros que la revolución independentista y de liberación nacional debía vencer para no ser descabezada.
En ese texto escribió: “La ciencia, en las cosas de los pueblos, no es el ahitar el cañón de la pluma de digestos extraños, y remedios de otras sociedades y países, sino estudiar, a pecho de hombre, los elementos, ásperos o lisos, del país, y acomodar al fin humano del bienestar en el decoro los elementos peculiares de la patria, por métodos que convengan a su estado, y puedan fungir sin choque dentro de él”.
No se expresaba en esos términos un teoricista ajeno a la realidad, o cultivador de un relativismo oportunista y sin riberas, sino un revolucionario que echó su suerte con los pobres de la tierra, y fue uno de ellos, y que sabía que no todas las fuerzas estaban dispuestas a integrar la unidad revolucionaria.
El creador del Partido Revolucionario Cubano defendía los reclamos de una revolución que debía intentarse con sabiduría y honradez, para que, si no se llegaba a la victoria y rodaba “por tierra el corazón desengañado”, al menos tuviera en ella “esa raíz más la revolución inevitable de mañana”. Y añadió: “Ni hombres ni pueblos pueden rehuir la obra de desarrollarse por sí,—de costearse el paso por el mundo”.
Frente a esos retos le corresponde un lugar prominente al quehacer persuasivo, junto con los hechos que se ganen la confianza del pueblo. La lucha ideológica sigue siendo fundamental en un mundo en que los medios hegemónicos capitalistas hallan un aliado natural en el caos que favorecen las redes sociales, dominadas por el pensamiento ajeno a las ideas revolucionarias o contrario a ellas. Patriotas y revolucionarios deben dar batalla también en las redes, sin temer a las desventajas materiales ni perder el rumbo.
En marcha consecuente por esos caminos, que son irreductibles al pragmatismo y a la corrupción en cualquiera de sus manifestaciones, y que conducen a la identificación con los humildes, no a su olvido, seremos fieles a José Martí, El Apóstol, y a Fidel Castro, El Líder. Esa convicción alimenta las esperanzas necesarias, y ahora entre ellas se abre el ingreso de Cuba a los BRICS como país socio. Es un logro relevante ante el cual vale reiterar: “A los BRICS entrando, y con el mazo dando”.