Las razones y sin razones serán muchas, pero parece más fácil y cómodo arremeter contra las reales o presuntos excesos de la lucha ideológica que asumirla acertada y resueltamente. De usar con soltura y a veces sin precisión el rótulo diversionismo ideológico, se pasó a ni mencionarlo.
Cabía replantear o modificar la Batalla de Ideas como aparato institucional que acaso pudo terminar o parecer que terminaba siendo más burocrático que efectivo; pero abandonar la batalla de ideas como actividad cotidiana con que se defiende lo que merece ser defendido, y se refuta lo que se debe refutar, puede llevar a indefiniciones lamentables.
No procede asumir la lucha ideológica en términos teoricistas, dogmáticos, desasidos de la realidad o, a la larga, vacíos de contenido. Cada quien ha de actuar como debe y dar el buen ejemplo que le corresponde. Pero es necesario transformar la realidad y crear condiciones de vida que propicien el ejercicio diario de la dignidad humana. Alguien que no hablaba sin saber lo que decía reclamó “cambiar todo lo que debe ser cambiado”, y en ese propósito, como en otros, se requiere propiciar una actitud que, lejos de atascarse en la mera citomanía, cultive las ideas y la acción necesarias.
Hoy la lucha ideológica —la batalla de ideas, el enfrentamiento al diversionismo ideológico o como en general o en cada caso sea pertinente llamarla— no solo es vital: lo es más que nunca antes. En 1959 se inició una transformación revolucionaria que se autovalidaba, en primer lugar, con los hechos, aunque fueran también importantes los discursos que en la tribuna y fuera de ella los explicaban y convocaban a la acción. Por su parte, la propaganda de los enemigos internos y externos podía dar pasos y hasta ganar palmos de terreno; pero en general se estrellaba contra el entusiasmo que la Revolución cosechaba con sus ideas justicieras y sus logros.
De tal realidad eran testigos y beneficiarios directos la mayoría de los integrantes de las generaciones que coexistían, no aquellos que el lenguaje popular denominó —sonoro cubanismo— siquitrillados. A estos no les faltó el servicio de algunos integrantes de la masa beneficiada, y de ello fueron evidencia ostensible, no única, los bandidos que infectaron distintas zonas del territorio nacional. Pero también entre los afectados por las medidas revolucionarias hubo quienes sobrepusieron el sentido equitativo y ético de esas medidas a sus propios intereses individuales o familiares. ¿Habrá que recordar el origen, entre otros, de quien fue y seguirá siendo El Líder de la Revolución?
Sesenta y cinco años después del auroral y deslindante Primero de Enero de 1959 la realidad ha cambiado, como ha cambiado el mundo, con mutaciones que están lejos de haber sido siempre para bien. En Cuba se trenzan errores propios de la obra humana y lo que, pensando en la historia del mundo, un sabio llamó “el peso de todas las generaciones muertas” —en el que se mezclan herencias estimulantes y otras retardatarias— y un leviatán creado para impedir el triunfo del proyecto revolucionario.
Hoy los bandidos son otros, señaladamente los protagonistas de la corrupción, y urge librar contra ellos una lucha que no será tan cruenta como la de aquellos años, pero no puede permitirse ser menos enérgica ni menos radical. Al igual que los bandidos de los años 60, los actuales son también cómplices del bloqueo impuesto a Cuba por los Estados Unidos en su afán por derrocar al gobierno revolucionario para volver a apoderarse del país. Que esa sea una historia conocida no autoriza a creer que no se debe seguir esclareciendo para que no se olvide.
El largo bloqueo económico, financiero y comercial instaurado tan tempranamente como en 1960 y acompañado de agresiones militares que no hay por qué suponer definitivamente canceladas, le ha causado severos daños a Cuba, comenzando por impedir el libre desarrollo de la Revolución. Solo una herencia patriótica y justiciera como la fraguada desde antes del 10 de Octubre de 1868 y, sobre todo, a partir del levantamiento de esa fecha, explica que el país haya resistido embates que ópticas resignadas podrían considerar insuperables.
Pero los daños son graves y están hechos, y hasta cabría preguntarse cómo es posible que no hayan sido mayores. La respuesta la da precisamente la herencia emancipadora antes mencionada, que sigue germinando en la mayoría del pueblo, pero no perdura al margen de la acumulación de penurias que él ha tenido que enfrentar, ni de la sucesión de generaciones cuyas experiencias no son idénticas ni estáticas.
El bloqueo se instauró precisamente para que el pueblo renunciara a su resistencia y dejara de apoyar al gobierno revolucionario. En ese plan les ha faltado a los Estados Unidos algo que Obama tenía en mente al anunciar que esa potencia debía cambiar su política hacia Cuba porque el bloqueo no había logrado su propósito. Léase: no había conseguido aplastar al gobierno revolucionario y reapropiarse del país.
Si Obama pensó en la conveniencia de levantar el bloqueo —aunque no dio para ello ningún paso sólido o que un nuevo presidente de su país no pudiera revertir, lo que pronto ocurrió con la llegada de Trump a la Casa Blanca— no sería para que Cuba se desarrollara como ella merece, sino para que los Estados Unidos se la tragaran “pacíficamente”. Dejando a un lado la zanahoria ofrecida por Obama, Trump retomó el garrote y reforzó el bloqueo con medidas que en lo fundamental mantuvo Biden, y ahora Trump promete que seguirá tensándolas: también en la política hacia Cuba se ratifica la esencia de un sistema en que alternan “demócratas” y “republicanos”.
Todo ocurre, además, en medio de lo que algunos llaman “revolución mundial de derecha”. Pero, aunque solo sea por el deseo de reservar el concepto de revolución para usos más nobles, aquí a esa realidad se le llama con un nombre más socorrido y que la retrata: derechización. Se sabe que las nociones de derecha y de izquierda en la esfera política e ideológica son discutibles, pero sirven de recurso comunicacional básico.
Cada vez más marcada por el fascismo, la derechización no solo explica los triunfos electorales de Trump, Bolsonaro, Milei y otros politiqueros afines. Explica también, entre otras monstruosidades contemporáneas, los desmanes de la OTAN y la insuficiente acción planetaria contra crímenes como el genocidio del pueblo palestino a manos de la camarilla sionazi de Israel con apoyo estadounidense.
Otras aberraciones son el sometimiento de la Unión Europea a los Estados Unidos, el éxito del acoso jurídico y mediático aplicado contra políticos indóciles a las reglas imperialistas, la impunidad con que actúan quienes falsean la verdad y propagan mentiras —trama en la cual se ubica la persecución contra Julian Assange— y los sismas que se dan o se fabrican en fuerzas de izquierda y favorecen a la derecha.
No es casual que en la llamada Organización de Naciones Unidas, cuya inutilidad es cada día más visible, los gobiernos que sistemáticamente se oponen a la condena mundial del bloqueo a Cuba sean el de los Estados Unidos y el de Israel. Tampoco es casual el grado de invisibilización que a menudo parece rodear la existencia del bloqueo, incluso entre ciudadanos de Cuba, lo que, además de ubicarse en lo conseguido por ese engendro, habla de la expansión del síndrome de Estocolmo.
El autor del artículo no ejemplificará esa realidad con anécdotas y muestras concretas, no solo en busca de brevedad y para no citar ejemplos que son tan alarmantes como groseros, sino porque se trata de una realidad que está a la vista de todas las personas que mantengan contacto directo con las calles, con el pueblo llano, y quieran verla. De ese contacto no debería privarse —sea cual sea la complejidad de las tareas a su cargo— nadie que desee saber de primera mano qué se dice.
El pueblo cubano encarna una excepcionalidad basada en la digna resistencia con que enfrenta penurias, ha vencido enemigos armados y se mantiene fiel al proyecto revolucionario. Pero su excepcionalidad no lo aísla mecánicamente de peligros que asedian y dañan a todo el mundo.
A conjurar esos peligros en Cuba están llamadas sus autoridades, sus instituciones, sus organizaciones políticas y de masas, su prensa, todas las personas que comprendan la seriedad de lo que está en peligro y decidan emplear los recursos a su alcance para cumplir tan importante misión. Es una labor de esclarecimiento que demanda honradez, inteligencia y tenacidad, y emplear, con ética, todas las vías posibles.
Entre ellas están las redes sociales, pero no usadas para reproducir las mismas banalidades, actitudes narcisistas o groserías aupadas por quienes buscan que los pueblos renuncien a pensar y, en todo caso, sucumban al patético síndrome ya mencionado. En el terreno de la debida persuasión nada podrá desentenderse de la necesaria transformación material de la realidad, transformación que debe incluir las condiciones de vida del pueblo.
Cuba, que históricamente ha sufrido contradicciones entre potencias, sabe que si algo haría feliz a quienes le imponen el bloqueo que busca asfixiarla sería que ella se sentara a esperar verse libre del genocida bloqueo para después proponerse lograr las realizaciones que necesita. Y no se habrá repetido lo bastante que esas realizaciones no se pueden pensar desde la óptica imperante en un mundo regido por las mismas normas que la Revolución se propuso revertir para bien del pueblo.
Imagen de portada: FBlanco.