La victoria de Donald Trump en las elecciones de Estados Unidos, saca a flote las enormes contradicciones que hoy aquejan a la sociedad norteamericana. Sus mensajes fueron una convocatoria al egoísmo y la discriminación, sin embargo, votaron por él personas que se consideran caritativas, como el 62 por ciento de los evangélicos, muchos de los cuales lo perciben como el nuevo Mesías, y el 56 por ciento de los católicos, a pesar de los insistentes llamados del papa Francisco a favor de la solidaridad entre las personas.
A decir verdad, también hay muchos desvalidos a los que cuesta trabajo ayudar y no pocas víctimas de la discriminación votaron por el discriminador. Llama la atención que por primera vez en mucho tiempo el partido demócrata recibe más apoyo proporcional entre los electores ubicados en el tercio más adinerado, que entre los sectores pobres. En particular, resalta el voto favorable del 54 por ciento de los hombres latinos, a los que Trump no se cansó de insultar. Entrevistado por un medio de prensa, uno de estos hombres explicó su decisión: “hay que pagar los billes, lo demás no importa”, dijo. Es difícil no sentir pena ajena por un latino disfrazado de trumpista.
Donald Trump es la imagen viva de un ostentoso explotador, adorado por los explotados. De manera particular, por un movimiento obrero que desde el New Deal se identificó con los demócratas y ahora los culpa del desplome de sus niveles de vida. Bernie Sanders tiene razón, el partido demócrata está pagando el precio de haberlos abandonado, para responder a los intereses de los sectores neoliberales que dominan las estructuras del partido y son grandes cómplices de las transformaciones económicas generadas por la globalización, verdadera causa de sus desgracias. “Mientras los líderes demócratas defienden el estatus quo, el pueblo estadounidense está enojado y quiere un cambio. Y tiene razón”, dijo el senador por Vermont.
La salida por la derecha del descontento popular se explica porque el movimiento sindical nunca fue realmente unitario, sino que mayormente se limitó a defender los reclamos económicos de los grandes sectores industriales blancos, apartó a los trabajadores más pobres y estuvo traspasado por el racismo, la xenofobia y la discriminación de la mujer. También porque los avances sociales de los años 60 no cuajaron en la consolidación de una corriente de izquierda que articulara su doctrina, estableciera sus objetivos e impusiera sus condiciones al partido demócrata, donde habita porque no ha encontrado otro nicho donde guarecerse.
Donald Trump es un mentiroso al que muchos quieren creer, porque alimenta sus peores instintos. Fanáticos de la ley y el orden votaron por un delincuente convicto, dispuesto a quemar el país con tal de satisfacer su egolatría, que ahora quedará liberado de todas sus culpas, las viejas y las nuevas, toda vez que la Corte Suprema, diseñada a su imagen y semejanza, le concedió inmunidad para cualquier delito cometido durante el ejercicio de su cargo. Al Capone llegó al poder con salvoconducto para delinquir y perdonar a sus cómplices.
Otra vez una mujer, para colmo mestiza, fue rechazada por la mayoría de los votantes, entre ellos un 44 por ciento de las mujeres blancas y el 54 por ciento de los varones de la misma raza, el segmento más relevante entre los electores norteamericanos. La ignorancia también fue una aliada del trumpismo, el 54 por ciento de las personas sin instrucción universitaria votaron por el magnate y triplicaron la diferencia con los demócratas respecto a 2020. Aunque también lo hizo a su favor el 41 por ciento de los graduados, como para confirmar que no siempre las buenas intenciones anidan en las mentes más cultas.
El respaldo a Trump se identifica como una muestra de rechazo al sistema, pero aunque ciertamente estamos en presencia de una crítica muy abarcadora a las instituciones, dígase el ejecutivo, el congreso, el sistema judicial, incluso la prensa, se reafirma el individualismo y el culto al dinero que caracteriza a esa sociedad, así como sus tendencias sociales más reaccionarias. Según algunos sociólogos norteamericanos, este culto al dinero es el factor que más define a la cultura de esa nación, por eso Donald Trump es también un fenómeno cultural, difícil de asimilar en otros países.
Como ha dicho Christopher Robichaud, profesor de ética de Harvard: “Es cultural. América culturalmente, ha abandonado por completo una política de decencia y respeto y ha abrazado en su lugar una política de resentimiento, venganza, falsa nostalgia y acoso (…) Una cultura que ha descendido a este nivel de degradación no se arregla fácilmente. De hecho, puede que nunca se solucione”.
Llama la atención como, a partir de estas premisas, se transforma la cultura de los extranjeros cuando se asientan en Estados Unidos y transcurre el maldito proceso de convertir a los discriminados en discriminadores. Han sido los inmigrantes los más rechazados, toda vez que constituyen una amenaza al valor del salario y, por ende, un deterioro de las condiciones de vida de los trabajadores que han logrado establecerse en el país. No existe contradicción entre el interés del capitalista por aumentar la tasa de ganancia mediante la devaluación de la fuerza de trabajo y la persecución institucional a los inmigrantes: mientras menos derechos tienen estas personas, más barato tienen que venderse. Efectivamente, Trump ha aumentado el apoyo de los hispanos gracias a su política anti inmigrante, porque el sistema los conmina a repudiar a sus semejantes.
La consigna “Make America Great Again”, se la robó Donald Trump a Ronald Reagan, pero quiere decir otra cosa. En el caso de Reagan fue un llamado a fortalecer el sistema hegemónico norteamericano, debilitado por la derrota en Vietnam, la crisis petrolera y otros acontecimientos internacionales. Fueron los vencedores de la guerra fría y los promotores de una filosofía neoconservadora orientada al dominio mundial de Estados Unidos, mediante el control del capital financiero y la difusión de las grandes empresas transnacionales, en el entendido de que Estados Unidos actuaría sin competidores equivalentes. Con más o menos recatos “democráticos”, el desenfreno belicista, fuente de beneficios extraordinarios para el complejo militar-industrial, así como el desmedido uso del poder financiero para imponer sanciones a terceros, han sido los principales instrumentos de la política exterior estadounidense, sin importar el partido en el poder.
En lo que respecta a Trump, la consigna es una vuelta al nativismo más primitivo, condicionado por los efectos de esta globalización neoliberal sobre la economía doméstica estadounidense y el consiguiente deterioro de los niveles de bienestar de la sociedad norteamericana. En esto consiste el punto de demarcación de las corrientes que animan la política exterior del país y diferencian a demócratas y republicanos en este sentido. Ninguno está exento de una visión imperialista ni descarta el uso de la fuerza, militar o económica, para imponer sus condiciones al resto de los países, pero parece que Trump no está animado por la pretensión de establecer un sistema único de dominación mundial, como proponen los demócratas, sino que concibe estos instrumentos como recursos para “negociar” con ventaja, a favor de los intereses específicos y concretos de Estados Unidos. Esto explica sus condicionamientos a la alianza con Europa y su crítica a la promoción de guerra en Ucrania, a costa de los contribuyentes norteamericanos.
Los países del Tercer Mundo tampoco salen bien parados de la aplicación de esta lógica, toda vez que los “intereses específicos y concretos” incluyen la explotación de nuestros recursos, el maltrato a nuestra gente y el desconocimiento de nuestros derechos. Donald Trump actúa como el “abusador del barrio” y por eso es el líder del “hombre nuevo de la derecha” en una sociedad enferma. La única manera de pararlo es enfrentándolo (Tomado de Progreso Weekly).
Imagen de portada: Donald Trump. Foto: AFP