Toda la bestialidad del mundo anidó en aquella frase en clave transmitida telefónicamente desde Trinidad y Tobago a Caracas por el terrorista Hernán Ricardo: “Dile a Luis (Posada Carriles) que el autobús con los perros se cayó”.
Para ese entonces, el mar, ávido y despótico, se había tragado la aeronave DC-8, de Cubana de Aviación, a ocho minutos de su despegue de Barbados. En el cielo, un ventarrón de pánico, de muerte, que hoy no me atrevo a describir; en las aguas, solo despojos de vida.
En la torre de control del aeropuerto internacional Grantley Adams, de Bridgetown, las pantallas de los radares se cubren de desesperación: “¡Cuidado!”, grita por la radio el capitán del vuelo 455, Wilfredo Pérez. “Felo, fue una explosión en la cabina de pasajeros y hay fuego”, le informa el copiloto.
Otro estallido. Ninguna pericia de los tripulantes haría el milagro. “¡Eso es peor, pégate al agua, Felo, pégate al agua”.
Y después, silencio, el silencio que a 48 años puede escucharse y que se llevó la vida de las 73 personas a bordo: 57 cubanos, 11 guyaneses y cinco coreanos. Y llegó la ausencia, una ausencia cargada de retornos. “Secretamente guardamos la esperanza de que nuestro padre algún día regrese”, confesó luego Carlos Alberto Cremata. Hubo una primera noticia: “Tin, el avión en el que viajaba tu papá tuvo un accidente; pero dicen que hay siete sobrevivientes”. El muchacho se tranquilizó y pensó: “Mi papá es grande, mide más de seis pies, es fuerte, valiente, así que seguramente salvó a todos los que pudo”. Ingenuos quienes creen que el dolor de un hijo cabe en estas líneas de reportero. “Pero si mi papá está vivo, ¿qué hace toda esta gente en la puerta de mi casa?”.
Como Carlos Alberto, Odalys tampoco ha podido acomodar a sus años la muerte. Su papá, el piloto Wilfredo Pérez, también regresaría en la tarde del 6 de octubre. El día del entierro, el 15, se negaba a imaginarlo en alguno de aquellos ataúdes. Semanas después empezó a decirle a su mamá que él volvería, que estaba en una isla. Y apenas oía el claxon de un auto, como él hacía siempre, ella salía corriendo: “¡Ahí viene mi papá!”.
La tristeza seguía prendida a la esperanza. Al mar, cerca de la playa Paradise, en Barbados, le nacieron caminos. Las amenazas por parte de la Coordinación de las Organizaciones Revolucionarias Unidas (CORU) a los investigadores cubanos andaban sueltas. Sin embargo, especialistas, buzos… volvieron una y otra vez durante tres días a las aguas en busca de aquellos indicios de muerte.
A varias millas, el asiento del capitán de la nave, carnés de los tripulantes, espadas de las deportistas invictas ante las bombas y aquel casete, traído por un pescador, especie de diario de un esgrimista. Aseguran que su última grabación fue en Trinidad y Tobago: “Ya estamos llegando a Cuba, ¡qué suerte!, me quedan unas horitas”. En su casa, el lugar donde pondría la medalla aún permanece vacío.
Imagen de portada: El Comandante en Jefe Fidel Castro abraza a Carlos Cremata, presidente del Comité de Familiares de las Víctimas de la Voladura del Avión de Cubana en Barbados, que explotó en pleno vuelo por acción terrorista, y costó la vida a 73 personas, frente al Monumento que recuerda a las víctimas del vil hecho. Bridgetown, Barbados, 7 de diciembre de 2005. Foto: Ismael Francisco/ Fidel Soldado de las Ideas. Tomada de Cubadebate.