Probablemente antes que Miguel de Unamuno hubo quienes pensaran llamar matria a lo que la tradición ha bautizado patria. Pero él fue quien tuvo esa idea y la plasmó con su reconocida maestría, anotándose así un acierto de esos que cualquiera querría tener en su currículo. Diversas serían sus razones —como los vitales vínculos afectivos entre una madre y su prole—, pero es inexcusable pensar, aunque sea someramente, en el peso histórico del patriarcado, presente en los abismos que se han interpuesto entre patrón y matrona.
Llamar matria a la patria mueve a pensar en la matriz, donde se gestan hijos e hijas. A todos vale afirmar que la madre les pertenece, pero se sabe asimismo que no toda la prole tiene igual actitud hacia la madre. Habrá aquellos a quienes quepa reconocer algún derecho afectivo especial, aunque no sea más, ¡ni menos!, que moralmente.
Vienen a la mente palabras de José Martí en momentos que para él serían de dolorosa tensión y, en igual medida, reclamaban su siempre alerta sentido de responsabilidad: “La patria no es de nadie”, sostuvo en su conocida carta del 20 de octubre de 1884 a Máximo Gómez, y después de tan rotunda afirmación añadió, tras dos puntos que en él eran enlace y ventana: “y si es de alguien, será, y esto sólo en espíritu, de quien la sirva con mayor desprendimiento e inteligencia”.
De tan importante que esa precisión, se amarra uno las manos para no actualizar la ortografía de sólo suprimiendo una tilde que enfatizó su valor adverbial, cercano al verbo, no mero calificativo pare expresar soledad. El cuidado, como puntilloso, de la frase, parece apuntar a la conciencia del autor sobre lo delicado del tema. Un gran martiano que no parece haberse disgustado ni por las diferencias entre la religiosidad de Martí y la suya, le hizo sin embargo saber al autor de este artículo, con pudor natural y visible, que tal vez aquella adición fuera lo único en que discrepaba del Maestro, porque la patria, sencillamente, no es de nadie, sino de todos.
Pero el Martí que en 1884 tuvo ese cuidado, fue el mismo que también el 26 de noviembre de 1891 matizó límites conceptuales, no ya desde la discrepancia y las contradicciones de métodos, sino abogando por la unidad que él fraguó como un artífice del movimiento revolucionario cubano. En el célebre discurso de esa fecha defendió los ideales propios de una república pensada con aspiraciones que con iguales o distintas palabras él venía defendiendo de años atrás: “Con todos, y para el bien de todos”.
Ese discurso, obra fundacional en sus empeños unitarios, y honrados, y que terminó con ese lema, lo jalonó con sucesivos y terminantes “Mienten” dirigidos contra destinatarios concretos: aquellos que, por cálculos de bolsa y conceptos opuestos al bien común, se autoexcluían de un todos que, en los labios y el pensamiento del orador, nada tenía que ver con la búsqueda de una totalidad imposible, y menos aún con oportunismos.
Tales deslindes serían constantes y claros en la obra martiana antes y después del citado discurso, y en ellos sería relevante el rechazo a los autonomistas y los anexionistas, obstáculos conscientes contra la plena independencia que él, más que representar, encarnaba, una soberanía signada por la sed de justicia social. Sí, la matria, como la madre, procura dar de sí la mejor prole, pero no toda la prole se ubica siempre a la altura de su progenitora y las necesidades de esta.
Las complejas distinciones asociables con semejante realidad no siempre pueden marcarse con líneas divisorias como las válidas para reprobar a quienes, autonomistas o sobre todo —de entonces a acá— anexionistas, deshonran a la matria, y se prestan a desangrarla. Se trata de un terreno dinámico y lleno de tensiones, que plantea matices, y donde los integrantes dignos de la prole están llamados a ejercer humildad y sacrificio.
En lo más elemental y familiar —si es que en esos terrenos algo es elemental en el sentido empobrecedor que suele darse al término— sucede también con las madres biológicas y sus proles. El hijo o la hija que han cuidado de la madre como ningún otro, llegan a tener con ella una relación de pertenencia y entrega que puede hacerlos sentirse con derechos especiales sobre ella, y acaso hasta los tengan.
Pero entrega y pertenencia tales reclamarán de ellos luz suficiente para saber que no pueden ni deben erigirse en dueños de la madre. Y no solo eso, sino que también han de saber que ella no sería feliz si se viera privada de acoger, como hijos e hijas suyos que son, a quienes no la han cuidado con tanta asiduidad y tanto esmero como los que la echaron sobre sus espaldas, o entre sus brazos, a manera de carga amorosa, y deben aceptar los derechos de los otros. Pero estos le harán a la madre un bien mayor si tienen el tino necesario para relacionarse con los hermanos y hermanas que hayan estado, como se dice en el lenguaje de la construcción, a pie de obra.
En eso habrán pensado muchas personas a lo largo de estos años cubanos, y tal vez no hayan experimentado pocas dudas y contradicciones. Ténganse en cuenta los años en que por causas que no se abordarán aquí, pero son conocidas, las relaciones familiares entre cubanos se enconaron de modo punzante: encono que hoy se empeñan en mantener vivo representantes de lo que fundadamente se ha llamado la cultura del odio. Pero esos reductos de resentimiento, muchas veces manejado como negocio, no son centro de atención para este artículo.
De algunas personas con quien ha conversado quien lo escribe son las experiencias que a continuación se resumen sin el menor afán de exhaustividad: es demasiado grande el tema para pretender despacharlo de unos cuantos teclazos. Alguien en Cuba, en medio del reciente colapso energético —rebasado en lo inmediato con el esfuerzo heroico de incontables brazos y cerebros, y corazones—, recibió un mensaje de un compatriota que vive lejos y le habló de otros asuntos sin mencionar la crisis agudizada que estaba viviendo el país. Ante eso, quien ha permanecido en Cuba le respondió al compatriota ausente lo que este le había preguntado, y añadió por su parte otra pregunta: si estaba enterado del apagón, y el otro respondió inmediatamente.
No solo dijo que sí, sino que empezó por lamentar lo mal administrado que está el país, y por reprobar que aquí no se hubieran hecho las inversiones necesarias para fomentar el uso de energías renovables… y de ahí pa’lante sucesivas lecciones llenas de sabiduría. Intentando, y quizás sin lograrlo, no ser hiriente, el que ha permanecido en Cuba le contestó: “Yo te propondría por lo menos para ministro de Energía y Minas. Seguramente resolverías el problema en poco tiempo, según lo dispuesto que te noto a ni siquiera considerar que deberás enfrentar el bloqueo”.
El que reside en el exterior, pero no es malvado ni desquiere a la matria, se percató de la omisión que había cometido, y su respuesta fue incluso ilustrativa. Recordó que, como ingeniero —fruto de la Revolución Cubana, añádase—, ha trabajado fuera de Cuba en empresas que no pueden hacer ningún negocio con ella porque el bloqueo se lo impide.
¿Cómo es posible que, dominando esa información, para que mencione el bloqueo sea necesario recordárselo? Si es responsabilidad de Cuba la facilidad con que dentro y fuera de ella parece haber —sin ser anexionistas precisamente— personas que para pensar en el bloqueo y referirse a él se lo tienen que nombrar, habrá que ver si estamos colaborando con esa “amnesia”, y tomar medidas urgentes para no favorecerla más.
Por estos mismos días alguien publicó en Cuba una nota sobre su admisión en los BRICS como país socio, y tuvo el cuidado de añadir que esa no será una fórmula mágica, sino que habría que hacer algo expresable con la paráfrasis de una máxima de origen religioso: “A los BRICS entrando, y con el mazo dando”. Suponía que sería fácil percatarse de que aludía a hechos como las relaciones de Cuba con el CAME, beneficiosas por un lado, y paralizantes por otro.
Dígase, en insuficiente síntesis pedestre, que las relaciones de intercambio justo las acompañaron el regreso de Cuba, aunque fuera parcialmente, a la monoproducción azucarera, y financiamientos o subvenciones que podían desdibujar la realidad económica. Pero ningún cuidado le ahorró recibir una respuesta de alguien a quien conoce desde que era casi un muchacho, y que salió del país para vivir en otro.
Sin preámbulo, arrancó: “Lo que Cuba tiene que hacer es…”, y por ahí siguieron también lección tras lección, que de hecho reiteraban, como un descubrimiento, lo esencial de la advertencia contenida en la nota origen del diálogo. A eso el respondido contestó a su vez algo así como: “Y si se ha estado dentro, trabajando, aportando y criticando para superar la obra, mucho mejor”. Del otro lado vino otra respuesta igualmente atendible: donde él vive y desafía el frío, defiende los derechos de Cuba, y acababa de participar en un programa de radio hecho con ese fin.
Por muy sencillo que parezca, nada grande es simple. Cuando la madre necesita de toda su prole —algo que sería inmoral entender solamente desde el pragmatismo—, y hasta hijos e hijas que por distintos motivos se han radicado fuera de ella están dispuestos a ofrecerle su apoyo, todos tendrán que mantener comprensión y humildad, y saber qué deponen, y qué hacen para comprenderse mejor entre sí.
Todo sin que quienes han asumido de modo más directo la atención de la madre se sientan menoscabados en los derechos que tienen o se creen —valga la redundancia— con derecho a tener; y sin que aquellos que no le han dado la misma atención a la madre olviden que acaso deban ser cuidadosos y renunciar a los peligros de los arranques de cátedra a la hora de pronunciarse sobre qué hacer, y cómo, para bien de la madre. Y nada debe hacer que se olvide que los nacionales pueden estar en otras tierras, pero la nación está aquí.
A diferencia de la madre biológica, la matria no envejece; pero puede afrontar trances que la hagan necesitar y desear, y comprender y valorar mejor, el servicio de toda su prole. “La patria no es de nadie: y si es de alguien, será, y esto sólo en espíritu, de quien la sirva con mayor desprendimiento e inteligencia”.
No lo afirmó un extremista regido por sentimientos de odio, sino un patriota y modelo de ser humano que conocía verdades como esta que escribió en el número 18 de sus Cuadernos de apuntes: “Por el amor se ve. Con el amor se ve. El amor es quien ve. Espíritu sin amor, no puede ver”. Los paradigmas no podrán imitarse, pero se puede y se debe aprender de ellos.
Imagen de portada: José Martí, tinta sobre cartulina, obra de José Delarra