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Cuba, casa limpia y padre compartido

Cualquiera que haya estudiado la Historia de Cuba —lo que conduce inevitablemente a leer un poco de la de Estados Unidos— se percata enseguida de que los más recios ataques de aquella orilla a esta, desde múltiples flancos, no son, como muchos suponen, contra el presidente Díaz-Canel, ni contra el Gobierno que le sigue o el “régimen” que componen. No… planeando en lo alto, el águila calva imperial ha mandado sus mastines de caza, algunos de ellos criollos, a por la presa más valiosa que mora, jíbara y casi endémica, en tierra del tocororo: la unidad.

Nacidos cada uno con el potencial de Aquiles, los cubanos apenas precisamos, para ser invencibles cual el mitológico héroe griego, proteger nuestro único punto vulnerable: los talones de marcha en grupo, con el blindado zapato de la unidad. Lo sabemos, pero también lo saben quienes no nos quieren como nación independiente, así que todo golpe desembarca por ahí.

Claro que son duros, durísimos estos días, pero férreas son también la vela de pueblo tejida para navegarlos y la decisión de no ablandarlos ablandándonos. Siempre los hubo, pero ahora que bajó sobremanera la despensa y subieron las pagas, no faltan quienes reniegan del Padre, de Mamá Mariana… y hasta de la patria misma, en el cansino intento de cambiarnos la fase del proyecto nacional y la frase que marca sus límites. Previsor como era, Carlos Manuel de Céspedes les respondió hace ya siglo y medio: “Nuestro lema es y será siempre: Independencia o muerte. Cuba no solo tiene que ser libre, sino que no puede ya volver a ser esclava”.

Lo escribió el hombre de Demajagua, que no solo —en frase de Martí— “…nos echó a vivir a todos”, sino que, peleando, se echó a la muerte como cumbre de una familia que entregó, por Cuba libre, la sangre de veinticuatro de los suyos.

Estudiando los días de Céspedes y estudiando los suyos, Martí advirtió para siempre que “Cuando un pueblo se divide, se mata”. Probablemente no sea su frase más poética, pero lleva la contundencia del patriota que entendió como ninguno que cuando no se coordinaban los alzamientos, en acción y en ideas, la causa retrocedía.

La calle está muy caliente. ¿Será prudente hablar, ahora, de alzamientos? ¡Por supuesto! Nadie puede desmovilizar la insurrección simultánea convocada por Martí, quien dejó claro que el levantamiento por Cuba era… ¡para todos los tiempos!

En un mundo que llevó la desigualdad al plano de las vacunas y mata o deja matar pueblos enteros —lo de Israel en Palestina ya no tiene letras para ser descrito—, la subversión inconforme es el sello de Cuba, que no va a dejarse robar las marcas, las frases, el amor ni la bandera. Otras cosas son la ineficiencia interna, la chapucería criolla, la indolencia administrativa… que merecen, sí, lógicas protestas de Baraguá pero sin perder los papeles, porque todos sabemos que, aun tiroteado desde varios flancos, Maceo está en el poder.

La calle está muy dura; en cambio, es el tiempo, todavía, de aquella “política de amor” practicada por el Apóstol, pero no debe olvidarse que, aunque coloridos, sus discursos no eran nada mansos: así como pedía unir, desenmascaraba sin piedad a quienes en su época —¿no les “suena” esto?— querían cambiar libertad por migajas.

Resueltas, como retrató Camilo en fotográfica frase —“el Ejército Rebelde es el pueblo uniformado”—, las viejas discrepancias entre mandos militares y civiles en la senda de la independencia, la misión estratégica de hoy es todavía la del pueblo informado, mejor valladar frente a mercenarios que carecen del uniforme de la brigada de asalto 2506, pero que, desde otras “naves”, navegan en la Red con igual espíritu de reconquista y pillaje. Podrán ponerse muchas pelucas, maquillaje, gorras y espejuelos, pero les será imposible ocultarse por siempre y rebatir la certeza martiana de que las manos se manchan con el salario del enemigo.

Conscientes de que la única “administración” que puede asegurar la pervivencia de la patria es la que ejerzamos todos los cubanos, esta es la hora de afianzar “…los esfuerzos reunidos”, magnífica frase que empleó Martí en 1892 para explicar la naturaleza y el fin del naciente Partido Revolucionario Cubano (PRC). En aquellos tiempos de albores del periódico Patria y del PRC, el Maestro convocaba: “¡A la obra, todos a la vez, y tendremos casa limpia!”.

¡Casa limpia…! ¡Cuánto significado en dos palabras! Martí, que estuvo unos 12 años concibiendo el Partido, para unir, y días antes que esa organización fundó Patria, “para juntar y amar”, sabía que el destino entero de la causa se definiría en tales verbos. Por ello hilvanó poderosos puentes desde el exterior con miras a levantar la nación, no a hundirla; a ponerla en manos de todos los cubanos, no a entregarla en abyecta bandeja a golosas potencias.

De ahí que el 10 de abril de 1892, en la Proclamación del PRC, la unidad fuera su obsesión evidente. Antes y después de esa jornada, su desvelo unitario le arrancó disímiles discursos, aptos para ser escuchados, ahora mismo, en las plazas de Cuba.

La unidad hace, incluso, milagros generacionales. Así como convenció al curtido mambí dominicano de que, de nuevo, tomara a su cargo los filos de la guerra, el Delegado lo persuadió de que le dejara “al buen Pancho” —Francisco Gómez Toro— para acompañarle en un periplo patriótico por varias naciones. En pocos meses, Martí y Panchito llegaron a quererse como familia, y cuando el segundo cayó heroicamente en 1896, a la vera de Maceo, limó con su sangre, en lazo de respetuoso luto, algunas de las discrepancias entre su padre, el General en Jefe, y el Consejo de Gobierno que tantas trabas solía ponerle.

Aunque recoge idilios —¿quién ignora el romance de Ignacio y Amalia?—, nuestra Historia no es idílica. Alguna vez Martí no se entendió con Gómez y otra discutió fuerte con Maceo, quien no las tenía todas con Flor Crombet; Céspedes y Agramonte llegaron a pensar en duelo; las estrellas de ciertos oficiales parecían alumbrar solo en sus regiones y más de una vez la traición rondó a caballo los campamentos. Pese a ello, lo que abreva tanta corriente de gloria a nuestra gesta es que, a la hora grande, juntos, los mejores hijos de Cuba hicieron valer su talla.

Lo sabía muy bien el severo Máximo Gómez, quien nunca dudó que “el triunfo de la revolución de Cuba es obra de concordia” y reconoció en su Diario de campaña que Martí “…va consiguiendo la unificación de los elementos discordantes, por cuya causa y no por ninguna otra, se enterró la revolución de Yara en El Zanjón”.

En efecto, el líder ya indiscutido del movimiento convencía a las bases de que levantaban no solo la revolución de la cólera, sino la de la reflexión. A tal punto era grande y a tal grado valoraba la unidad que, tras llegar a los campos de Cuba, en medio del rudo trayecto de campaña, el guía más alto se emocionó con algo que a otros hubiera resultado intrascendente: “Ya los jinetes —notó y anotó Martí— me han llamado compañero”.

No solo en nuestras trincheras fue mensurada esa unidad. El mismísimo marqués de Polavieja, general español que comandó la provincia oriental y más tarde sería capitán general, refería en los días previos a la Guerra chiquita su temor de que “hasta las cañas puedan trocarse en lanzas”.

Así respeta el adversario al cubano que ama a su tierra y a sus muertos. Por el contrario, si se disgrega la caballería de la patria, Cuba sufre. ¿Quién ganó cuando, al cierre de 1898, fue disuelto —ya apartado de la senda transparente de Martí— el Partido Revolucionario Cubano? Ganó el imperialismo interventor, que no halló enfrente, sólida y afilada, esa formidable herramienta de resistencia.

Por eso, para concretar la “casa limpia” a que llamaba el Apóstol tuvo que llegar Fidel, quien alguna vez se llamó a sí mismo un “bordador de la unidad”. No solo enlazó los hilos más puros del estudiantado, no solo articuló a cubanos dispuestos a asaltar o morir ni solo convirtió su propio juicio en un tribunal de defensa de Cuba, sino que, al ganar la guerra, hizo del intelecto colectivo el bastión mayor, de las mejoras sociales su programa de gobierno y de la unidad su brújula personal, al punto de articular tres fuerzas de mucho arraigo en un sólido Partido Comunista.

“Fue la unión la que nos hizo triunfar, fue la unión la que nos dio capacidad de vencer, fue la unión la que nos dio fuerzas para resistir exitosamente al más poderoso imperio que haya existido jamás…”, nos dijo una vez revelándonos, como solía hacer, las claves del éxito.

Es probable que hoy tengamos menos lanzas y es seguro que tenemos menos cañas, pero incluso las razones más profundas de esas carencias deben llevarnos a buscar en nosotros mismos —y no a tirarlos en el momento que más urgen—aquellos atributos humanos que más preocupaban, y no por gusto, al marqués de Polavieja.

Fidel bordó la unidad. Para hacerlo, tenía a su pueblo y se tenía a sí mismo formados en los actos de Céspedes y Martí. Seguramente ahora, en su piedra, allá en Santa Ifigenia, intercambia fulgores con los grandes adelantados de este alzamiento. ¿Cómo no repasar, con el Padre de la Patria, el desgarrador pasaje del chantaje colonial que le invitaba a rendirse a cambio de la vida de un hijo?

Por algo, el muchacho no se llamaba Oscar, a secas, sino Amado Oscar; sin embargo, frente al ultimato de su ejecución, Céspedes repasó en su pecho lacerado otros amores y respondió que ese no era su único hijo: él era padre de todos los cubanos. Mirando mejor la frase, uno evoca no solo el par de… argumentos firmes que sostenían de pie al horcón de Demajagua; también lee alto y claro que, si compartimos padre, todos nosotros somos hermanos.

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Enrique Milanés León
Forma partede la redacción de Cubaperiodistas. Recibió el Premio Patria en reconocimiento a sus virtudes y prestigio profesional otorgado por la Sociedad Cultural José Martí. También ha obtenido el Premio Juan Gualberto Gómez, de la UPEC, por la obra del año.

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