Para explicar su decisión de no arrestar a Jean Paul Sartre pese a lo molesto que este resultaba para el gobierno francés en temas como la independencia de Argelia, que el destacado intelectual defendía, se dice que Charles De Gaulle respondió: “No se encarcela a Voltaire”. Es una señal tanto de la importancia de este y de Sartre para Francia, y para el mundo, como de la inteligencia del propio De Gaulle.
Si mucho más de lo excusable por el paso del tiempo, hoy parece caer sobre Voltaire, y sobre otros pilares, el manto que puede calificarse de galopante ignorancia o desidia anticultural, la responsabilidad de tal mengua no se debe buscar en ellos. A Voltaire hay muchas razones para recordarlo, empezando por su papel en la Ilustración, pero no es seguro que entre ellas tenga toda la presencia merecida la ágil y deliciosa novela Cándido, o El optimismo, aludida en el título del presente artículo.
El nombre del protagonista se corresponde explícitamente con su sicología: con la irrefrenable ingenuidad que lo hace discípulo y seguidor incondicional, candoroso, de Pangloss, el pensador imaginado por Voltaire para explicar el mundo de ilusiones de su personaje. Panglosiano hasta el tuétano, cree vivir en el mejor de los mundos posibles, y que todo cuanto sucede conduce a los mejores resultados.
La huella de Pangloss —con cuya creación se burló Voltaire de un antecedente en el que ahora huelga abundar— ha sobrepasado con mucho la novela, y ha devenido símbolo del optimismo irracional. No es ese el optimismo requerido para la acción revolucionaria, que estará mal concebida y peor encaminada si se desentiende de los obstáculos que es necesario conocer bien para poder enfrentarlos con eficacia y, de ese modo, estar en condiciones de vencerlos o, al menos, de no ser aplastado por ellos.
Un sabio en materia de revolución certificó la importancia del análisis concreto de la realidad concreta, no para resignarse pragmáticamente a ella, sino para encararla. Eso no significa que los límites entre lucidez y motivaciones morales sean rigurosamente precisos. La subjetividad es una condición del ser humano, y hasta cumple funciones de gran peso, como al abrazar ideales que no se explican mecánicamente.
La capacidad de soñar, sin desentenderse de la realidad ni dejarse aniquilar por ella, la han encarnado grandes políticos revolucionarios, héroes, como Simón Bolívar, José Martí, Ernesto Guevara o Fidel Castro, proverbiales ejemplos de poder de visión, y de valor para jugarse la vida en la defensa de sus sueños. Otra cosa son las sublimaciones desmeduladas, funestas para la lucha, aunque partan de la más limpia voluntad.
Cada quien tendrá en mente casos de tales sublimaciones, y nada original será quien esto escribe al mencionar algunos que ha conocido personalmente. Alguien a quien apreciaba, fogueado en la defensa de la Revolución —fusil en mano y también, o sobre todo, con su vida austera—, una vez le dijo vaticinando el cese del bloqueo de los Estados Unidos contra Cuba: “Ellos no aguantan muchos años más sin nuestro azúcar”.
Ahora no es necesario comentar su vaticinio. Pero afín a ese compañero, por condición revolucionaria y por el deseo de que Cuba resolviera sus problemas, alguien que admiraba —y parecía conocer— el desarrollo científico de la nación, sería otro ejemplo de similar optimismo. Cifraba sus esperanzas en una posible vacuna contra el cáncer, y estaba seguro de que daría grandes resultados terapéuticos y, con su exportación, dividendos también grandes. El único inconveniente era que debía obtenerse a partir de un roedor que estaba en peligro de extinción.
Se habla de personas valiosas y honradas, no ignorantes —acerca de quienes el articulista hace años no ha vuelto a saber, salvo que la primera murió—, y cuyas ilusiones serían extremas, pero no insólitas. Como otros compatriotas, abrazaban la esperanza, que es necesario hacer perdurar, de ver a su pueblo disfrutando la alegría y la prosperidad —no confundirla con la opulencia— a las que tiene derecho por su condición de conjunto humano, y en especial por su historia de sacrificios y privaciones.
Salvando distancias y contextos, la necesidad de ilusión parece haber rebasado los límites aconsejables ante la táctica mostrada por Barak Obama en 2014, y en 2016 con su visita a La Habana. Personas informadas, y en ejercicio de madurez responsable, calificaron de prácticamente irreversibles los pasos dados o anunciados por el entonces presidente de los Estados Unidos.
Esas personas tendrían las más nobles intenciones, y estarían convencidas de lo apetecible que podía ser un clima de confianza entre ambos países. Pero bastó la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca para que los estimulantes pasos experimentaran una sañuda marcha atrás de graves implicaciones para Cuba. Aquellos pasos duraron no solo mucho menos que lo que podría calculársele de tiempo de supervivencia al almiquí —si aún existe—, sino menos que el sueño de una noche de verano.
Sobre optimismos caben otras muchas experiencias, y el articulista recordará una que vivió hace algunos años, invitado por la Unión de Jóvenes Comunistas a participar en un proyecto de animación ideológica: de esos que hace falta mantener vivos, tanto más cuanto mayores sean los obstáculos afrontados. Aquel proyecto, Cuba en mi mochila, propiciaba un amplio y franco diálogo con diversos sectores poblacionales de las distintas provincias: en cada una de ellas, una por día, no menos de tres encuentros.
El pequeño equipo del cual formó parte el articulista, recorrió las cinco provincias orientales, donde las dificultades no eran menos que en la capital, por no decir que eran aún mayores. Y de aquellas jornadas volvió con gran alegría y con gran preocupación: la primera, porque en el pueblo se respiraba indudable apoyo a los ideales socialistas; la segunda, porque en los heterogéneos y amplios colectivos con que se hicieron los encuentros no apreció percepción de los peligros que acechaban al país.
Entonces no vivía Cuba las complejidades que se han reforzado recientemente. Pero el 17 de noviembre de 2005, El Líder, Fidel Castro —a quien se debe la eficaz expresión desmerengamiento del socialismo europeo, sobre un proceso que lejos de ser irrepetible debe ser aleccionador—, había pronunciado su discurso del Aula Magna de la Universidad de La Habana y cabía pensar que, además de bien dado, el aviso sobre la necesaria percepción ya estaba recibido. Es un discurso que debemos tener presente, en especial por la advertencia de que nosotros mismos podríamos destruir la Revolución.
Aunque la capacidad de ilusión la necesiten los revolucionarios hasta para exorcizar el pesimismo y el desánimo, la sabiduría de un refrán advierte: “Bueno es lo bueno, pero no lo demasiado”. En todas partes el pensamiento revolucionario debe procurarse las armas que necesita, máxime en contextos, como Europa, donde las fuerzas ultra reaccionarias parecen —o más— coparlo todo.
A menudo el diálogo con camaradas de dicho continente muestra la tenacidad y la fuerza ideológica indispensables para quienes viven en un entorno como ese. Y también puede ofrecer sorpresas, no solo porque —mero ejemplo— a veces se le pide al pueblo cubano que resista en condiciones que no conocen bien quienes se lo piden.
En una conversación reciente surgió el tema de la decadencia del imperialismo en general, y particularmente de su potencia insignia, los Estados Unidos. Recordando lo advertido por Lenin, alguien comentó lo necesario que es prepararse para los estertores finales del monstruo imperialista, que lo harán más peligroso, y han comenzado ya. Entonces otro contertulio dijo: “Lo peor es que, con lo mucho que ha saqueado a tantos pueblos, ese monstruo, aunque ya en decadencia, cuenta con reservas para prolongar sus estertores y mantener en jaque a la humanidad quién sabe cuánto tiempo más todavía”.
Fue el momento en que un compañero europeo sostuvo: “¡Qué va!, lo veremos caer. Le quedan pocos años”. Su optimismo era conmovedor, y los demás interlocutores, que habrían querido compartirlo con él, guardaron silencio. ¿Cómo asesinar una ilusión cuyo cumplimiento le haría tanto bien al mundo, sobre todo cuando hay quienes ponen en duda que el imperialismo se halle en el franco declive en que está?
Pero se sabe lo que le ocurre a quien vive de ilusiones. Más fértil que ilusionarse es saber bien lo que la humanidad tiene por delante: no solo para conocerlo, sino para estar en condiciones de bregar en favor del rumbo que ella necesita encontrar para salvarse. En conocer para transformar cabe resumir lo escrito por alguien que sabía de eso.
Son demasiados y enormes los obstáculos externos e internos que urge vencer, como para ignorar que el pesimismo puede conducir a la parálisis, pero el optimismo cándido, panglosiano, tampoco servirá de mucho para la acción revolucionaria. Puede ser no solo un elemento desorientador, sino incluso tan frustrante como el pesimismo, cuando no más decepcionante aún.
Imagen de portada: Tomada de ETHIC.