En su tarea de analizar procesos y fenómenos históricos, el historiador se apoya en un amplio número de fuentes, entre las que destacan, a medida que se historian acontecimientos de épocas más recientes, los trabajos publicados en la prensa escrita. Y es que, a partir del siglo XIX, el periódico alcanzó una preeminencia nunca vista para ningún medio de difusión, a medida en que iba convirtiéndose no solo en la forma en la que se daban a conocer las noticias, sino también en el vehículo mediante el cual se educaba a las masas en determinadas ideas políticas, culturales y religiosas, sin importar a veces la elevada tasa de analfabetismo imperante pues era común que la prensa se leyera en voz alta.
Esta situación contribuyó a que muchos escritores y también políticos se contratasen como autores de artículos y crónicas en los rotativos más importantes, como forma de asegurar ingresos económicos estables, lo cual además tuvo como resultado que se elevara el nivel literario de las publicaciones. Dentro de los grandes exponentes de las letras y la política latinoamericana decimonónica que se dedicaron al periodismo de forma regular, destaca por supuesto el cubano José Martí que, si bien no entregó un gran volumen de libros a la imprenta, si tiene una extensa obra periodística publicada en muchos periódicos de la época.
La mayor parte de esa labor excede el propósito básico de informar al público, pues contienen muchas de las concepciones del maestro acerca de temas como filosofía, política y ética. Cabe aclarar que José Martí no aspiraba ser un teórico de estas materias y tampoco pretendía construirse un sistema que permitiera enfrentar la realidad o transformarla. Sin embargo ese sistema existe, solo que a diferencia de lo que ocurre con los teóricos tradicionales, no se encuentra recogido en un solo volumen, sino que aparecen en los distintos trabajos de su autoría, en su mayoría crónicas, en los que se puede apreciar la evolución de su pensamiento sobre estas cuestiones.
Dentro de la producción cronística martiana existen dos grupos fundamentales: el corpus relacionado con los Estados Unidos, conocido comúnmente como Escenas Norteamericanas y otro relacionado con temas europeos llamado a su vez Escenas Europeas. Generalmente, la atención de los investigadores y el público aficionado a la literatura se enfocan fundamentalmente en los trabajos sobre los Estados Unidos. Las razones para esto son varias, entre las que podríamos citar la naturaleza de las relaciones entre la Patria de Martí y su vecino del norte y el hecho de que, en el caso de estos trabajos, el Apóstol escribía sobre hechos que había presenciado con ojos propios o que en su defecto respiraba el ambiente en que se producían los acontecimientos que reflejaba en sus escritos.
Sin embargo, las crónicas sobre Europa, cronológicamente anteriores a sus hermanas norteamericanas no son en grado alguno trabajos de menor calidad o de menor valor en cuanto a los temas que tratan. Muchas ideas asociadas al funcionamiento de los sistemas de gobierno y los deberes reales de un partido político, que luego serían desarrollados en otros trabajos, comenzaron a plantearse aquí. Además, muchos de los argumentos presentados en estos análisis fueron reflejados en las estrategias asumidas por el Apóstol en su misión de lograr la independencia de Cuba.
Durante sus estudios sobre la Guerra de los Diez Años y los factores que hicieron fallar este intento independentista, una de las conclusiones más importantes a las que llegó el cubano, fue la necesidad de crear un partido que sirviera para unificar los esfuerzos de los patriotas comprometidos con la libertad de Cuba. Por supuesto, como ocurre con cualquier obra humana las experiencias previas de su principal impulsor dejaron su impronta en la forma en que se estructuró la organización, en la forma en que esta funcionaba, en su propósito y en las vías que se adoptaron para conseguirlo.
Al enfrentarnos a las crónicas sobre Europa, en particular a las relacionadas con España, encontramos algunas de las referencias más tempranas a este asunto en la obra martiana. Esta parte del corpus cronístico, se refiere a asuntos relacionados con la política española en la península durante el periodo conocido como la Restauración. Este comienza a partir de la reentronización de los Borbones en la persona de Alfonso XII en 1875 y la implementación de una monarquía inspirada en el sistema político inglés con dos partidos políticos que se alternaban en el ejercicio del poder. Los partidos españoles de esta etapa se conformaban principalmente por elementos pertenecientes a las élites políticas e intelectuales, que disponían de cierta influencia proporcionada por su posición social y recursos propios, la cual se aumentaba o se mantenía en función de si controlaban o no posiciones dentro del entramado gubernamental. Estos grupos tenían como principal campo de actuación el parlamento y no eran grupos centralizados. La disciplina interna era escasa, pues eran esencialmente hombres notables con sus respectivas clientelas, reunidos entorno a ciertas ideas básicas, por lo que la vinculación de las bases del partido se hacía directamente con los hombres influyentes y no con los órganos de dirección. Sobre este asunto, Martí expresó en su crónica del 24 de diciembre de 1881 refiriéndose al Partido Liberal de Práxedes Mateo Sagasta que, el partido sagastino está hecho de la junta de las cohortes que rodean a los tenientes de Sagasta.
“Hacer política es cambiar servicios, y se forma en las filas de un caudillo, dándole apariencia de señor de muchos hombres, y dueño de muchas voluntades, ¡no ha de ser gratísimamente, sino a cargo de la prebenda que se aguarda del caudillo en el día de la victoria!”[1]
De modo que se trataba de partidos de patronazgo en los que se esperaba un beneficio a cambio del apoyo y la lealtad a la figura máxima de la organización. Sin embargo, como señalaba el maestro en su crónica, “como las tenencias son tantas, no tiene el Ministerio tienda para todas”, por lo que los hombres que se agrupaban alrededor de cada uno de estos tenientes, aspiraba a que fuera de aquel al que apoyaban, la cartera ministerial que proveería de las recompensas anheladas. Así la disciplina interna, como se decía anteriormente, era escasa en grado sumo, pues en lugar de velar por el cumplimiento de algún tipo de plataforma política y el adecuado funcionamiento de las estructuras del partido, sus miembros se dedicaban a respaldar las ambiciones particulares de los jefes de las distintas facciones que lo conformaban.
En una fecha tan temprana como el primeo de mayo de 1875, Martí expresaba que “los partidos que no son nacionales no triunfan nunca: vencen transitoriamente y viven la vida miserable de la condescendencia y el turno”[2]. Tal era el caso de estos partidos europeos y en particular de las formaciones políticas que participaban en la arquitectura estatal de la Restauración. El sistema ideado por Cánovas descansaba en el bipartidismo. Aunque la cantidad de organizaciones excedía ese número, solo las lideradas por Práxedes Mateo Sagasta y Antonio Cánovas del Castillo tenían permitido formar gobierno. Ambas se turnaban en el ejercicio del poder y cedían el paso a la otra en la medida en que su imagen se desgastaba en las funciones de gobierno y se hacía necesario un cambio. Sin embargo, el cambio era tal solo en apariencia, pues el entramado político estaba destinado a mantener el orden de cosas existente y ningún intento serio de alterar la situación tenía cabida en él.
La concepción martiana sobre lo que debía ser un partido nacional no pasaba solamente por la esfera de actuación de la organización, sino también por el alcance de sus proyecciones y por el hecho de que sus objetivos respondiesen realmente a los intereses de la nación, entendiendo esta como la junta de todos los elementos que componen la sociedad, más allá la retórica partidista. Por eso el 20 de agosto de 1881, refiriéndose a las elecciones a Cortes que se avecinaban y que serían ganadas por los sagastinos, Martí comunicaba a los lectores de La Opinión Nacional de Caracas que:
“Pero el Congreso ahora electo no reflejará ciertamente la opinión pública, como no la reflejaba el anterior. Los escarceos osados a que el interés de sus amigos, el suyo propio, y su fama, obligan a Sagasta, no pueden satisfacer ni apasionar a un pueblo fatigado de su servidumbre a una casta absorbente de hombres brillantes y audaces, que olvidan, por el provecho de su propia gloria, los intereses reales y agonizantes de la nación que representan.”[3]
Y este era otro asunto importante dentro del sistema de la Restauración, las elecciones. Tradicionalmente consideradas como la máxima expresión de la democracia y el ejercicio de la voluntad popular, los procesos electorales de este periodo se caracterizaban a decir de Martí por “un carácter general pintoresco” y “el carácter concreto, violento, que les da el duelo a muerte que en ellas se libra”. La Corona tenía la prerrogativa de designar al gobierno el cual a su vez controlaba el desarrollo del proceso electoral. Así, las elecciones no hacían los gobiernos, sino que estos hacían las elecciones. Las mismas se gestionaban mediante la participación de una figura de la escena política que no era exclusiva del contexto español. Nos referimos a la figura del cacique. El sistema caciquil combinaba en su seno a miembros de las elites tradicionales que lo utilizaban para mantener sus privilegios y a personas pertenecientes a las nuevas que surgieron al amparo de las posibilidades que les brindaba el régimen.
La forma en que los caciques garantizaban los escrutinios previamente acordados en Madrid comprendía desde esquemas de dominación de clase basados en el poderío económico, hasta relaciones clientelares y de patronazgo fundamentadas en el ejercicio interesado y arbitrario de las funciones administrativas en manos el cacique. Esto los convertía en jefes de los partidos de turno en sus respectivos espacios.
De modo que ante la mirada del Apóstol se mostraba un sistema en el cual La Corona no solo era la representación de la soberanía, sino que también era la principal fuente de su ejercicio, lo cual consolidaba la posición del monarca como árbitro de la alternancia de los partidos en el gobierno y, por ende, de garante de la estabilidad política del sistema.
Entonces, a la hora de enfrentarse a la tarea de crear un partido para la lucha en Cuba y teniendo en cuenta las experiencias recogidas en las crónicas, se hacía necesario crear una organización de nuevo tipo, que a su vez serviría como paso inicial para la construcción de un nuevo estado. Este debía ser nuevo no solo en los aspectos formales, sino que realmente debía romper con el modelo social existente en la isla hasta entonces y ser una mejora significativa respecto a los modelos republicanos existentes en la época.
En este sentido, el Partido Revolucionario Cubano podría considerarse hasta cierto punto como un partido ideológico. Es decir, una organización en la que alcanzar determinados puestos es algo de carácter secundario. Solo es importante en la medida en que permite llevar a cabo los objetivos contemplados en el programa de la organización y no como un fin en sí mismo. En base a lo observado y analizado en Europa, unido a lo que el maestro conocía sobre el accionar de la emigración cubana durante la Guerra Grande, la formación política que habría de dirigir esta etapa de la lucha insurreccional y preparar la construcción de la nueva república debía de estar libre de los vicios que habían caracterizado a las organizaciones antes mencionadas.
De modo que las experiencias del escenario político europeo no fueron tanto una guía sobre qué hacer, sino que su aporte reside en que señalaron y confirmaron al cubano, una serie de ideas que ya venían tomando forma en su conciencia, sobre la necesidad de que el nuevo estado alcanzase un alto grado de justicia social y garantizara “el pleno goce individual de los derechos legítimos del hombre”, como única vía para alcanzar la potenciación de las virtudes ciudadanas y el mejoramiento humano.
Así, la dirección del estado debía funcionar bajo unos objetivos y métodos diferentes a los implementados con anterioridad en Cuba y a los observados en otras regiones. Esto iría acompañado de un proceso de democratización de la vida del país en los aspectos político, social y cultural, lo cual haría que prevaleciera la igualdad de derechos y propiciaría el logro del equilibrio entre las distintas clases sociales. De este modo se alcanzarían las condiciones para una efectiva abolición de toda forma de discriminación, por demás incompatibles con la idea de república fraterna de José Martí, y el pleno acceso de todos los elementos que componen la sociedad, a la educación y las diferentes manifestaciones culturales.
Alcanzar el bienestar de todos constituía uno de los objetivos programáticos, entendido no solo como el logro de unas condiciones económicas dignas, sino también la creación de las condiciones necesarias para la plena realización espiritual de los individuos y de la colectividad. Sin embargo, Martí comprendía que la plenitud del ser humano no podía ser alcanzada si no existían los recursos que garantizasen su subsistencia.
Cuando escribía en sus crónicas sobre las condiciones sociales de países como España, señalaba que “amplio trabajo, trabajo fácil y bien remunerado, bastante a satisfacer las necesidades exasperadas de las clases pobres” constituía el único remedio posible a la miseria de los sectores populares, cuya agitación amenazaba la estabilidad del sistema. De modo que en la concepción martiana lo material está conciliado con lo moral. Por eso la república surgida de la revolución triunfante facilitaría el acceso a una vida digna por parte de los ciudadanos, no mediante la promoción de un igualitarismo económico, sino a través del trabajo creador y el esfuerzo individual.
Por tanto, las Escenas Europeas constituyen una parte importante de la obra martiana y no dedicarles atención impediría tener una visión completa del pensamiento del Apóstol. Por otra parte, constituyen una preciosa fuente de información histórica sobre elementos que influyeron en la fundación del Partido Revolucionario Cubano y al mismo tiempo sirven como una especie de alerta para lectores pasados y contemporáneos acerca de cómo conducir empresas políticas en función de los intereses nacionales. Además, si bien puede parecer que la manera tradicional de hacer periodismo ha ido quedando desplazada por otras formas de comunicación, las ideas que José Martí expuso en sus trabajos aún conservan su vigencia y son herramientas útiles para la comprensión de fenómenos y procesos actuales.
Diseño de portada: Sophie Torres Quintana.
Fuentes consultadas:
Martí Pérez, José. Obras Completas. Edición crítica. Tomo 3, Centro de Estudios Martianos, 2010.
————— Obras Completas. Edición Crítica. Tomo 10, Centro de Estudios Martianos, 2005.
————— Obras Completas. Edición Crítica. Tomo 11, Centro de Estudios Martianos, 2006.
[1]José Martí: Obras Completas. Edición crítica, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2006 (obra en curso), t. 11, p. 31 (En lo adelante las citas martianas cotejadas por esta edición se presentaran con las siglas OCEC)
[2]José Martí: OCEC, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2010 (obra en curso), t. 3, p.31
[3]José Martí: OCEC, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2005 (obra en curso), t. 10, p. 14.