En el juego de los “buenos” y los “malos” que promueven las redes sociales, los malos, aparentemente, somos nosotros: los que decidimos ser escritores y artistas cubanos en Cuba e ir de manos con el pueblo, saltando abismos, hacia todas las metas. Los buenos –dicen ellos– se fueron y, triunfadores todos, se autoproclaman como el verdadero y limpio canon portador de los estandartes de la libertad y la más legítima cultura nacional.
Cuánto sofisma, cuánta entelequia, cuánto oportunismo el de aquellos que, en lugar de crecer desde sus realizaciones artísticas se dedican a validar invectivas de achacosa filantropía para alcanzar consagraciones en un orden universal que tiene a la Humanidad abocada al Apocalipsis. Hasta se comparan con el Martí que vivió la mayor parte de su vida en el exilio, nunca con el que cayó en la manigua cubana para dejarnos el ejemplo de su anticolonialismo y antimperialismo indoblegables. El Martí de los Versos Sencillos, siempre con los pobres de la tierra.
La Revolución Cubana revindicó esos dos principios martianos, pero no solo esos, sino también todo su ideario a favor de la soberanía de nuestras oprimidas naciones. Ningún gobierno de la colonia ni de la enclenque república que tuvimos hizo tanto por la dignificación de todos los ciudadanos nacidos en esta Isla. Las oportunidades de superación se abrieron para todos; nadie fue privado del acceso a las ofertas de las instituciones. Y ahí están los resultados, sino que lo digan “los buenos”, casi todos beneficiarios de ellas, aunque luego hayan llegado a pensar que solo su talento los condujo hasta las “bondades” que alcanzaron.
Nací en 1949, viví mis primeros años durante los últimos de la dictadura de Batista. En el seno de mi familia de origen hubo personas inteligentes que vieron frustradas sus posibilidades de hacerse profesionales ante la barrera de no poder pagar una matrícula, una casa de huéspedes y los libros necesarios para cursar una carrera universitaria. Mi hermana y yo, en la Revolución, tuvimos todo eso gratuito, y alcanzamos la plenitud. Muchos otros también lo han tenido. La deuda solo la pagamos con la convicción de que el país nos hizo dignos.
Al mirar diariamente las redes sociales me tropiezo con colegas, amigos algunos –no todos residentes en el extranjero– que cierran los ojos y la emprenden contra la institucionalidad revolucionaria, y me pregunto: ¿cómo pueden atacar a las instituciones que les permitieron convertirse, a través de políticas centrales, en los artistas y especialistas que son? La Uneac, hoy, es una de las organizaciones más inclusivas y a la vez atacadas desde dentro y desde fuera.
La Uneac misma que los acogió y promovió, es presentada como un atajo de seres sumisos, mediocres, no pensantes, porque según los “buenos” solo quienes se oponen al socialismo tienen derecho a tener una elección política inteligente. No me propongo repasar los currículos, pero tal vez alguien lo haga algún día. Vamos a ver a cómo tocamos. Una ventaja sí tenemos, porque los leemos y disfrutamos de su arte, cosa que ellos, por regla general, no hacen.
Pertenecer a la Uneac nunca ha sido obligatorio para acceder a los abundantes espacios culturales disponibles a lo largo de la isla. Quienes nos devalúan lo saben, porque también han sido usufructuarios: publicaciones de libros, doctorados, premios, condecoraciones, empleos dignos, altos grados de excelencia interpretativa y expositiva, espacios para debatir (ya lo dije: 9 congresos y sus asambleas previas), de todo eso han tenido, pero no les basta. Solo alcanzo a sospechar que los animan propósitos que se salen de lo artístico para desembocar en otras magnitudes prácticas.
No pierdo de vista que la diversidad de opiniones puede darse hasta en el seno de quienes, al amparo del marxismo, luchamos contra las atrocidades que se cometen cotidianamente a nombre de libertades que solo rinden rédito a los poderosos. He sido testigo de muchos debates, en el seno de la Uneac, donde se cuestionan y se corrigen rumbos de pensamiento equivocados. Fidel siempre supo entenderlo y gracias a eso se modificaron políticas y procederes de profundo calado que no iban por buen rumbo.
Porque nos respetamos estamos obligados a respetar los estatutos de nuestra organización, que hemos perfilado en las largas jornadas de 63 años y nueve congresos. Para ingresar en la organización, en 1990, presenté una carta de solicitud donde me comprometía a respetar los preceptos expresados en los estatutos que rigen su legalidad. Todos los que a ella pertenecemos debimos hacerlo. Constituye una exigencia que considero inamovible y legitima la exclusión de quien, una vez dentro, se niegue a cumplir con la elemental exigencia.
La Uneac, en sus congresos y fuera de ellos, siempre ha sido un taller de pensamiento para cambiar todo lo que deba ser cambiado. Solo que entre el debate y el activismo devaluatorio a ultranza hay un sucio pantano, y no todos estamos obligados a hundirnos en él. A ello nos conminan con la rabia de los epítetos. Allá los que escojan ese camino, pero sepan que al hacerlo se desligan de quienes los teníamos como hermanos.
Una fuerte matriz de opinión, generosamente sazonada allende la isla y apuntalada por algunos desde dentro, fijó un nuevo aparato catador de calidades cuya primera máxima es “todo lo bueno se fue de Cuba y lo poco bueno que no lo hizo se opone al gobierno”. Los apoya y les sirve de arma de destrucción masiva una descomunal plataforma comunicacional sustentada por los grandes monopolios. Bienvenida entonces su despedida, colegas. La Uneac nos une sobre otras bases. Sigan ustedes el camino que escogieron. Nosotros seguimos por el nuestro.
(Tomado de UNEAC)