¿Deben las esperanzas de Cuba depender de la política de los Estados Unidos? En “…y viene el 13”, el también autor del presente artículo recordó a los doce césares del imperio romano, a propósito de la llegada a la Casa Blanca del décimo tercero de los césares estadounidenses que desde 1959 han fracasado en el empeño de derrocar a la Revolución Cubana.
La sucesión del “republicano” Donald Trump —que había tensado con más de doscientas cuarenta medidas el bloqueo contra Cuba— por el “demócrata” Joseph Biden generó ilusiones. Se esperaba que el segundo revirtiera lo hecho por su predecesor y retomara expectativas creadas por Barack Obama, de quien había sido vicepresidente.
Obama puso en práctica sus habilidades de encantador de serpientes con el fin de engatusar a Cuba, y no faltarían receptores en quienes tuvo éxito. Contaba con la apremiante necesidad que el país antillano tenía de librarse del bloqueo que en 1962 los Estados Unidos habían instaurado con el fin de volver a dominarlo.
No ocultó Obama su intención de aplicarle una táctica más efectiva que el bloqueo, porque este, a su juicio, no había alcanzado su cometido —lo que, dado el daño que ya le había hecho a Cuba, permite calcular el alcance de las pretensiones del césar—, y había aislado a los Estados Unidos. Esto ocurría en un entorno latinoamericano que, aunque Obama no lo calificara en esos términos, vivía un apogeo emancipador que nunca antes había sido tan amplio e intenso en gobiernos de la región.
El bajeo desplegado por Obama suscitó ilusiones tales que, al parecer, zonas del inconsciente colectivo decidieron renunciar a la prevención necesaria. En 2016 visitó La Habana, donde hizo gala de sus habilidades y recibió un tratamiento oficial que difícilmente se le dé en mucho tiempo a un gobernante cubano en los Estados Unidos.
De La Habana partió para el Buenos Aires de Mauricio Macri, donde orquestaría reforzamiento de la guerra híbrida —¡guerra!— contra el proyecto bolivariano. Asfixiarlo sería un modo seguro de asfixiar también a Cuba, dados sus vínculos comerciales y solidarios con la Venezuela dinamizada por los ímpetus renovadores de Hugo Chávez y sus ideales latinoamericanistas.
Si la sustitución de la política del garrote por el ofrecimiento de la zanahoria neutralizaba a Cuba y aplacaba su vocación internacionalista, sería mucho mejor para el imperio. Tal era, en esencia, el plan de Obama. Que muchos no lo viesen, no sería culpa del césar, sino un logro suyo. Pero con el artículo “El hermano Obama” le dio Fidel Castro al césar un claro aviso: “No te equivoques”, llamado a surtir efecto además en los posibles confundidos del patio.
Después emergió Trump, cuyas aspiraciones presidencias no pocos habían descartado. Tal diagnóstico —basado en la desfachatez y la “marginalidad” del personaje— se mantuvo, por parte incluso de observadores antimperiaistas, hasta que se conocieron los resultados de las elecciones.
De hecho, el diagnóstico avalaba —aunque fuera involuntariamente— la candidatura de Hillary Clinton, considerada el “mal menor”. Pero ella había hecho ver, como secretaria de Estado, su condición imperialista, y exhibió su naturaleza asesina ante el linchamiento de Muamar el Gadafi.
Estrábico al menos, aquel pronóstico no tuvo suficientemente en cuenta que Trump es un personaje orgánicamente representativo de lo más grosero y agresivo del agresivo y grosero espíritu imperialista. No lo caracteriza el “refinamiento” de un Obama que se ubicó en el camino jalonado por la supuesta “política de buena vecindad” de Franklin D. Roosevelt, y por la también engañosa “Alianza para el progreso” de John F. Kennedy, a quien de distintas maneras proclamó su maestro.
Añádase que, para calzar su imagen, acabado de llegar a la Casa Blanca se le otorgó el Premio Nobel de la Paz, patente de corso que él pronto honró con la cantidad de guerras que desató o calzó. Por su parte, Trump es un fanfarrón que carga con el complejo de no haber sido bien considerado por la aristocracia de su país, y decidió que había que aceptarlo con todas sus groserías.
Tras su mandato presidencial, no fue reelecto, aunque la victoria de Biden fue bastante apretada, lo que el magnate inmobiliario aprovechó para establecer una cátedra que sigue sonando en las derechas hemisféricas: cantar fraude. Pero no se limitó a proclamar, sin pruebas, que lo habían despojado del triunfo: terminó asociado con uno de los hechos más graves —simbólicamente al menos— vividos por ese país: el asalto armado al Capitolio el Día de Reyes de 2021.
En su derrota electoral influirían las pretensas virtudes “republicanas” de Biden. Y en las ilusiones fraguadas en torno a ellas tuvo peso el tema cubano, luego del arreciamiento del bloqueo por parte de Trump. Este, además —infamia si las hay—, dejó a Cuba inscrita en la lista de países cómplices del terrorismo.
Cabía pensar que Biden, quien había sido vicepresidente de Obama, retomaría las tácticas de este último, y hasta ahí podrían aceptarse las ilusiones. Pero hubo quienes habían supuesto que Cuba debía tomar parte activa en el apoyo a Biden, porque este vendría a salvarla de los extremos trumpistas. Algunos llegaron a sostener que quienes en Cuba no expresaran irrestricta simpatía por Biden eran malos cubanos.
Al calor de esa campaña hubo quienes hicieron el ridículo, evidenciado cuando Biden mantuvo en general las medidas de Trump contra Cuba. Pero hay quienes ni aprenden ni quieren aprender, y encuentran continuadores en su ignorancia voluntaria. Ahora algunos creen que cubanos y cubanas deben hacer propaganda en favor de Kamala Harris, quien, de ganar las elecciones, sería la primera mujer presidenta de esa nación, con el número 14 entre sus césares de 1959 para acá.
Semejante espejismo puede abonarlo el criterio de que difícilmente ella sea peor que Trump, criterio que tiene sentido, aunque no se pueda asegurar que, además de no ser peor que su contrincante, resulte mucho mejor que él. La experiencia con Biden debería aconsejar discernimiento, pero también hay quienes estiman que su condición de mujer y mestiza la hace merecedora de apoyo en sus aspiraciones a la presidencia.
Eso no resiste análisis. Los sectores —deslindados por género, origen, etnia u otros componentes— son importantes, pero no más, en general, que la ubicación que se tenga o se aspire a tener en la estructura de clases de una sociedad. Que a menudo, luego de haberlos maltratado, la ideología imperialista manipule el significado de los sectores, se inscribe en su interés por escamotear el papel de las clases sociales y las luchas entre ellas. Para eso invierte grandes recursos económicos, mediáticos y académicos.
Pero no hay que llegar a un nivel de intelección tal para apreciar la realidad. Basta recordar el papel imperialista cumplido en esa historia por figuras recientes, o aún activas, como Obama, Collin Powell, Hillary Clinton y Condoleezza Rice. Nada autoriza a imaginar que Kamala Harris vaya a ser una gran excepción. Por el contrario, se conocen su identificación con el régimen sionista de Israel, incluido su cabecilla Benyamin Netanyahu, y su apoyo a la represión de los jóvenes que en los Estados Unidos han condenado el genocidio que sufre el pueblo palestino.
Aunque está claro que a Cuba no le corresponde participar en las elecciones de aquel país, tampoco se debe ignorar que tal vez, tal vez, la elección de Harris como presidenta pueda representar algún alivio para el pueblo cubano. Pero no valen ilusiones, aun cuando vengan avaladas por la convocatoria de algunos elementos progresistas que en los Estados Unidos llaman a votar por ella porque… “defenderá a los trabajadores”.
Si por trabajadores se entienden los empresarios, ejecutivos y especialistas del Complejo Bélico-Militar —y otros como los de la propia Casa Blanca—, el veredicto podría cumplirse. Pero lo que arrastra de espejismo remite no solo a la también necesidad de ilusión de gran parte del pueblo estadounidense ante los efectos del declive de ese país. Remite por igual al individualismo ensimismado que su sistema social ha generado históricamente en la ciudadanía, y es parte de un mal mayor: los rejuegos que a los gobernantes de la nación les propicia su poderío económico, político y mediático para manipular la opinión pública según convenga a las fuerzas (clases) dominantes.
José Martí sostuvo que para los gobernantes de los Estados Unidos “el sufragio popular, y el pueblo que sufraga, no son corcel de raza buena, que echa abajo de un bote del dorso al jinete imprudente que le oprime, sino gran mula mansa y bellaca que no está bien sino cuando muy cargada y gorda y que deja que el arriero cabalgue a más sobre la carga”. Esa realidad, que predomina pese a las excepciones dignas que haya en el pueblo, la denunció en crónica publicada en La Nación, de Buenos Aires, el 18 de marzo de 1883. El autor del presente artículo lo ha recordado en otros textos, centrado el más reciente en el Trump inquilino de la Casa Blanca.
Nada sugiere que el pueblo cubano deba esperar gestos salvadores —y menos aún su salvación— del gobierno que lleva más de seis décadas intentando ahogarlo. Ese es el imperio en decadencia que hoy se ve acaso más claramente que nunca antes gestor de grandes males de lesa humanidad, y aliado o protector de las peores causas, como el sionismo, que tiene palancas de poder dentro de la propia potencia norteamericana.
En una situación interna donde los problemas se complican y las penurias se agravan, esto sobre todo, por efectos del bloqueo estadounidense, y en medio del debilitamiento del frente progresista continental que era pujante en tiempos de Obama, el pueblo cubano necesita perspectivas. Sin esperanzas, como ha dicho un trovador lúcido, ¿dónde va el amor? Pero la realización de sus esperanzas depende, en primer lugar, del propio pueblo y, señaladamente, de quienes tienen la misión de dirigirlo y cuidarlo.
Cuba no parece estar hoy entre las prioridades de los Estados Unidos, abocados a graves conflictos internacionales y domésticos. Pero en ningún caso la esperanza, que el imaginario pinta de verde, no se debe confiar, ni tantito así, a la cabra que puede devorarla como yerba. Ni al macho cabrío, también llamado cabrón, que puede ser la imagen del imperialismo, y este no le perdonará a Cuba la Revolución con que ella se ganó el apoyo de su pueblo y el respeto del mundo.
Imagen de portada: Capitolio estadounidense.