ENTREVISTA

“Con Milei, las fuerzas de seguridad están repitiendo lo que pasó en la dictadura militar”

Desde hace siete años, crece un movimiento que nació en Argentina, saltó a Chile, Uruguay; hace poco, ha llegado a España, a Francia, a Alemania. Se llaman Desobedientes; son hijas, nietas, sobrinas de genocidas que se han comprometido con la verdad, la justicia y la memoria de las víctimas de dictaduras recientes, señalando y condenando a sus familiares, que secuestraron, torturaron, mataron o hicieron desaparecer a personas por sus ideas progresistas.

Hablan los desobedientes y, cuando hablan, van trazando el retrato del genocida, el lado siniestro y siempre desconocido de seres aparentemente normales, pero sin reparo ni escrúpulo alguno a la hora de repartir métodos represivos tan sumamente crueles que todavía hoy cuesta asimilar. Hablan los desobedientes de tardes o noches en la cocina o en el salón de casa, de cuando cenaban todos juntos como cualquier familia normal y sin sospecha alguna de que el que presidía la mesa era un asesino.

Hay que escucharlos. Importan sus voces en un momento como el actual, tiempos de incomprensible, inexplicable auge de la extrema derecha, en países que forman parte del mal llamado primer mundo; un momento en que el negacionismo histórico flota a sus anchas como la mierda en el mar.

Para empezar, hablemos de la obediencia debida, término que unas veces tiene un sentido jurídico, sobre todo en el ejército y la jurisdicción militar, y que en otros espacios apela al buen comportamiento de los que forman parte de cualquier jerarquía, por ejemplo, la familia. Los que a partir de ahora van a relatar sus duras y dolorosas experiencias rompieron el mandato del silencio intrafamiliar, se saltaron la obediencia debida, mostraron los platos rotos, sucios, muy sucios, y muy rotos; fueron atando cabos hasta descubrirlos; luego, decidieron señalar y mostrar lo peor del ser humano. Perpetrar se convirtió en un verbo que tenía caras, nombres y un apellido compartido. En esas estampas familiares de felicidad, risas y juegos con papá recién llegado del trabajo y mamá preparando la cena, revoloteaban invisibles, silenciados y asustados los nombres de los torturados, de los desaparecidos, de los que habían tirado al mar desde los vuelos de la muerte, puede que quizá, tan solo unas horas antes.

Hemos hablado con las personas vinculadas familiarmente con genocidas de varios países. Descendientes de militares represores en Argentina y Chile; de nazis en Alemania o Francia, o los que participaron en la represión franquista, dentro o fuera de nuestras fronteras. Una de ellas es Bibiana Reibaldi, quien en esta entrevista explica el paralelismo entre la situación que se vive en Argentina desde la llegada de Milei y la dictadura militar de los años setenta y ochenta.

Bibiana Reibaldi nació en 1956, en Buenos Aires. De profesión, psicopedagoga, y como circunstancia vital, hija de un genocida que, a lo largo de tres décadas, se entregó en cuerpo y alma a eliminar comunistas de la manera que fuera y en donde fuera. No resultó fácil convivir con el militar al que detestaba, que además era maltratador de puertas adentro, pero que también fue padre, un apoyo necesario.

¿Qué aporta el movimiento Historias Desobedientes en este momento de avance de la extrema derecha en tantos países de Europa y de América?

El colectivo Historias Desobedientes tiene un peso muy fuerte, porque somos los familiares de aquellos que ejecutaron el horror y el terror en las peores épocas de Argentina, y en otros países en los que hubo dictaduras como Chile, Uruguay, España o Alemania.  Los que hemos crecido en esas familias, sabemos muy bien que todos los criminales de lesa humanidad saben perfectamente lo que hicieron, pero lo niegan o, lo que es peor, lo reivindican. En Argentina, en estos momentos, tiene mucho sentido y peso nuestra palabra, porque las fuerzas de seguridad, que ahora están en manos de una asesina [se refiere a Patricia Bullrich, ministra de Seguridad argentina del gobierno de Milei] y obedecen órdenes criminales, parece que están repitiendo lo que pasó hace décadas. Nosotros decimos que hay que desobedecer las órdenes criminales. De hecho, en las fuerzas armadas existe el derecho a desobedecer, el derecho y obligación moral a desobedecer órdenes criminales. Por eso cobra un sentido tan importante; las fuerzas de seguridad están alzando sus armas contra el pueblo que reclama sus derechos, alimentos, trabajo. Se está despidiendo a miles y miles de personas, se está desmantelando el estado de bienestar. Ahí es donde es importante nuestra palabra, en tiempos tan terribles, en los que parece que el horror vuelve a instalarse, una vez más, como si la memoria hubiera desaparecido.

Estamos en un momento en que se está permitiendo el saqueo a todos nuestros bienes, bienes tan esenciales como el agua. Nuevamente, el terror de desaparecer como país porque nuestro presidente ha dicho que es un topo que viene a destruir el Estado; y el Estado somos todos los argentinos [el pasado 6 de junio, en una entrevista al diario The Free Journal, Milei declaraba: “Amo, amo ser el topo dentro del Estado. Soy el que destruye el Estado desde dentro”].

Ése es el sentido político que tiene nuestra presencia. Como familiares de genocidas, sabemos de dónde venimos, sabemos qué hicieron nuestros familiares y sabemos que ellos son conscientes de todo el daño que generaron.

Dice que el horror vuelve a instalarse, recordando a la dictadura militar de los años setenta y ochenta. ¿A qué casos de la actualidad se refiere?

Ese horror está ocurriendo en cada manifestación. Por poner un ejemplo concreto, el pasado 12 de junio, hubo una manifestación frente al Congreso, porque se iba a votar una ley infame que permite el saqueo de todos nuestros bienes naturales. Ese día, estábamos allí todas las organizaciones sociales manifestándonos pacíficamente, con cánticos de oposición al Gobierno, claro. Los policías, siguiendo órdenes criminales de la ministra Bullrich, atacaron a diputados, atacaron a las personas que estábamos manifestándonos pacíficamente y ordenadamente; atacaron de una forma despiadada, tirando gases que queman la piel a la cara de la gente; golpearon y se llevaron detenidas a muchísimas personas, acusadas de cosas horrorosas que son mentira, de sedición, de terrorismo, de cosas espantosas. Fue una violencia institucional contra las personas.

¿Desde cuándo no ocurrían hechos como estos en Argentina?

Desde la última dictadura [1976-1983]. En mi caso, lo que de verdad me quebró fue escuchar a las personas que se llevaban detenidas gritando su nombre y sus apellidos. Es lo mismo que pasaba en la dictadura, cuando el ejército o la policía sacaban a las personas de su casa, del trabajo o de un bar y se las llevaban. Gritaban su nombre y apellidos para que sus familiares supieran que los habían secuestrado. Y este 12 de junio fue la misma escena. Para mí fue terrible, porque yo viví la dictadura, tenía veinte años cuando se dio el golpe militar, y lo recuerdo todo muy bien.

Argentina ha sido vanguardia en la defensa de la verdad, la justicia, la memoria de las víctimas de una dictadura militar. Sorprende esta vuelta a los ochenta.

Es terrible; además, están desmantelando todo lo relativo a la memoria. Han despedido a personas que trabajan en los centros de Abuelas de Mayo y han desmantelado todo lo relativo a la búsqueda de bebés robados en cautiverio. Están desmantelando absolutamente todo. Tienen toneladas de alimentos que compró el anterior gobierno sin entregar en distintos depósitos. La gente está muriendo de hambre y de frío en Buenos Aires, la ciudad más rica del país, porque cada vez hay más familias viviendo en la calle. Formo parte de una asamblea barrial, en el barrio de Villa Crespo, integrada por vecinos de distintas opciones políticas, pero con clara oposición a este gobierno criminal. Nos juntamos y nos organizamos para protestar y demandar, porque lo que no hace el Estado lo vamos a tener que hacer los ciudadanos para paliar esta desgracia que ha venido a instalarse en este país.

Vayamos a su historia. Usted es hija de un genocida, Julio Reibaldi.

Necesité muchos años para poder tomar conciencia de quién era en realidad mi padre. Fue muy duro para mí juntar al padre que fue un apoyo, con el criminal de lesa humanidad. Me costó muchísimo, porque era la única persona en mi grupo familiar íntimo con quien yo podía contar. Mi familia es muy pequeña, no tuve tíos, no tuve primos, solo un hermano y tenía mis abuelas, por suerte, porque mi madre no era alguien con vocación maternal; mi padre era la persona con la que siempre podía hablar, aunque ahora parezca incomprensible. Por eso fue una tarea larga y difícil lograr juntar a ese padre con un criminal de lesa humanidad. Me daba cuenta y, al mismo tiempo, no quería verlo. Por supuesto que nunca fui negacionista, pero sabiendo que mi padre formaba parte de las actividades de la dictadura, no fui capaz de asociarlo con los crímenes. Lo que sentía era terror, eso sí, toda la vida pasando mucho miedo. Fui una niña y una joven introvertida, solitaria, tímida y avergonzada, también. Me daba mucha vergüenza que se supiera que mi padre seguía cumpliendo funciones en el ejército. Él era oficial de inteligencia del ejército, porque él decidió serlo; y yo elegí un camino totalmente distinto.

¿Por qué y cómo surge esa vergüenza por la figura de su padre, antes incluso de ser consciente de su implicación en los crímenes de Estado?

Crecí con vergüenza toda la vida. Vergüenza de que mi padre fuera militar. Desde que era muy pequeña, me daba miedo verlo con el uniforme. Claro que eso era mucho antes de la llegada de la dictadura militar. Nací en enero del 56, muy poco después del golpe al que se llamó revolución libertadora; ahora se le llama revolución fusiladora, porque se fusiló a muchas personas. En ese momento, mi padre ya formaba parte de un grupo de militares que intervinieron para derribar al gobierno de Perón. Entonces, cuando tomó el poder el gobierno dictatorial de Aramburu, mi padre, que era un oficial muy joven, formaba parte de un grupito de militares que estaba en la Casa de Gobierno para proteger, cuidar y estar cerca del presidente. Fue una persona muy próxima al general Aramburu. Yo crecí en un clima en el que se apoyaba a este tipo de personajes que eran de por sí criminales.

Mi padre siempre formó parte del servicio de información del ejército. Estuvo en la Escuela de las Américas [Situada en Panamá y famosa por enseñar doctrinas de contrainsurgencia militar latinoamericana e inculcar una ideología anticomunista. Varios de sus alumnos participaron en organizar escuadrones de la muerte, golpes de Estado o estuvieron implicados en diversas violaciones de derechos humanos. Fuente, Wikipedia], como todo oficial de información. Allí llegaban los militares franceses que venían a entrenar a los argentinos después de la guerra de Argelia. La formación consistía en cómo torturar, cómo recabar información bajo tortura. Él no estuvo con los criminales desde el 76 [24 de marzo de 1976, golpe militar argentino], él estuvo mucho antes, desde muy joven había decidido de qué lado estaba. Todos los años, se reunía con otros oficiales para celebrar el golpe contra Perón, en septiembre del 55. Antes, en junio de ese mismo año, ya había participado con la aviación en el bombardeo de la Plaza de Mayo. Mi padre no se transformó en un oficial violento en el 76; él fue violento desde siempre, totalmente antiperonista. Y eso no es algo que yo descubrí después del 76, es algo con lo que nací, viví y crecí.

Vamos a dar un paso más. Una cosa es ser hija de un militar que tiene ideas diferentes a las suyas, y otra descubrir que su padre es un genocida que ha participado en secuestros, torturas o desapariciones.

Voy a ser muy sincera. Tomé verdadera conciencia de que mi padre fue un genocida cuando me uní a la bandera de Historias Desobedientes, en las que estaban hijas e hijos de genocidas por la memoria, la verdad y la justicia. Hasta ese momento, no fui consciente de la responsabilidad personal que tuvo mi padre en la última dictadura.

Estamos hablando de 2017, que es cuando nace el movimiento Historias Desobedientes. Habían pasado muchos años hasta que usted ató cabos.

Sí. Voy a contar algo. En la década de los noventa, antes de que muriera mi padre, tuvimos muchos enfrentamientos, en los que yo le pedía que hablara, que fuéramos a la fiscalía, que fuéramos a Madres [de la Plaza de Mayo], que contara todo lo que sabía, que hablara, porque yo estaba segura de que él sabía. Pero de lo que no tenía conciencia, lo que yo no sabía, era cuál había sido su responsabilidad real en el genocidio. Es verdad que eran años todavía de silencio, en los que había mucha impunidad para los genocidas; se había decretado el Punto Final y la Obediencia Debida. Yo sabía que mi padre había tenido alguna participación en aquellos crímenes de Estado, pero no sabía exactamente cuál. Años después, caí en la cuenta de que él era un analista del Batallón 601, el órgano que analizaba la información que se recibía bajo tortura de las personas secuestradas, y daba órdenes a las patotas [grupos de las Fuerzas Armadas, de Seguridad y Policiales del Estado que se dedicaban al secuestro, tortura, violación, asesinato y desaparición de opositores políticos. Fuente, Wikipedia] para que fueran a buscar a otras personas A eso se dedicaba mi padre durante la dictadura. Antes, como le contó a mi hijo, fue espía, un infiltrado en distintas organizaciones, incluso en la facultad de Derecho estuvo infiltrado. Yo creía que iba a estudiar Derecho. Hay un montón de cosas que he ido resignificando con los años.

En varias ocasiones, durante la dictadura, le enviaron a Brasil, a Río de Janeiro y San Pablo, donde desaparecieron tantos argentinos. Le enviaron a Perú y Bolivia, como consta en los archivos, para formar a militares peruanos y bolivianos. Cuando él volvía de Río, hablaba como si hubiera ido como turista, pero ahora yo sé que fue a capturar argentinos, argentinas, brasileiros, uruguayos, porque él pertenecía al Plan Cóndor [el Plan Cóndor fue una campaña de represión política y terrorismo de Estado respaldada por Estados Unidos que incluía operaciones de inteligencia y el asesinato de opositores. Fuente, Wikipedia]. A él lo enviaban mucho a Brasil para detectar a personas que luego eran secuestradas y exterminadas. También fue enviado para lo mismo a Perú y a Bolivia.

¿Su padre fue juzgado?

Mi padre murió impune, no fue juzgado, porque los juicios se reabrieron en 2005 y él murió en 2002. Además, él actuaba muy en la sombra en el servicio de información. Pero hubo un juicio del que no se salvó, que fue el de la hija, porque conocía mi desprecio por haber participado como empleado de la dictadura. Digo empleado porque, a partir del 71, se convierte en personal civil de la inteligencia dentro del mismo lugar al que perteneció siempre, el batallón 601. Esto lo he conocido mirando su archivo microfilmado. En los archivos se habla de su alto grado de responsabilidad y compromiso con sus tareas, lo cual significa que fue un terrible criminal.

He podido ser consciente de quién fue mi padre viendo la documentación del archivo general del ejército, algo que posibilitó el gobierno de Alberto Fernández; ser consciente de quién había sido mi padre fue muy duro. No lo podía asumir por un mecanismo de defensa. Mi padre conocía mi desprecio por lo que él hacía en el ejército, porque se lo dije, pero en mi interior tenía que acudir inconscientemente a ese mecanismo de negación, que nada tiene que ver con el negacionismo de las torturas o las desapariciones. Es que si yo integraba ese lazo afectivo con mi padre, el criminal de lesa humanidad, hubiera estallado de dolor. Ver su historial en los archivos militares me permitió dar otro sentido a las cosas que yo veía y escuchaba durante aquellos años del horror; pude atar cabos. Por poner un ejemplo, en una ocasión, escuché a mi padre diciéndole a alguien por teléfono “que los llevara a dar un buen paseo por el planetario, por el barrio de Palermo”. Yo interpreté que era un gesto de cortesía, que, por lo que fuera, había que llevar a alguien a dar una vuelta por el planetario. Hoy día sé que cuando los militares secuestraban a personas, nada más meterlos en el coche, se les golpeaba mucho, muchísimo, ahí empezaba la tortura; y eso era el paseo que les daban antes de llevarlos al centro clandestino de detención y exterminio.

Y en todo esto, ¿cuál era el papel de su madre?

Mi madre fue una mujer muy narcisista, que estaba casada con mi padre, más que nada, por una cuestión de estatus. Ser esposa de un militar daba estatus a una mujer en los años cincuenta del siglo pasado. A ella le importaba mucho el qué dirán, y todo eso a pesar de que provenía de una familia trabajadora, pero siempre tuvo aires de grandeza. Mi padre era muy violento con ella, la golpeaba terriblemente. Mis padres se separaron cuando yo iba a cumplir catorce años, pero no por los golpes que le rompían las costillas, la nariz, por los que estaba siempre amoratada. Se separaron porque ella descubrió una infidelidad. Mi padre era terriblemente violento en casa, pero fuera era un gran seductor, una persona culta, simpática, a la que todo el mundo adoraba.

¿Llegó usted a romper con él?

La década de los noventa, hasta que él muere en 2002, fueron años de muchos enfrentamientos con él. Nos veíamos muy de vez en cuando, pero nos veíamos. Nunca cortamos el contacto, sobre todo, porque yo quería conseguir que él hablara, que me diera el nombre de alguna familia que se hubiera apropiado de un bebé nacido en cautiverio. Me contestaba que todo se había quemado, que no tenía pruebas, que no podía hablar sin pruebas.

De alguna manera, le estaba reconociendo su participación en esos hechos.

Totalmente, cada vez que decía que no había pruebas estaba reconociendo todo. Yo me enfadaba mucho y dejábamos de vernos por un tiempo. Pero yo seguía insistiendo, intentando que él hablara, que diera el nombre de alguna familia de un niño secuestrado en cautiverio. Hasta ahora, se han encontrado 133 personas, pero faltan más de 300. Son personas ya de, al menos, 45 años. Yo vivía con la esperanza de que hablara, pero no habló nunca. Es más, incluso cuando se estaba muriendo, le rogué que me diera un nombre. Él me dijo, “vos nunca bajás los brazos, ¿eh?”. Ni ahí habló. Su hija le estaba pidiendo un nombre para una reparación; pero él no habló, sabiendo que me estaba dejando con un dolor inmenso.

¿De dónde surge su ideología o compromiso político?

Crecí en escuelas religiosas y, en secundaria, tuve la suerte de encontrarme en un colegio en el que las monjas y sacerdotes tenían ideas muy progresistas que seguían la doctrina social de la iglesia, la Teología de la Liberación, una religión muy humanista, muy de defender los derechos humanos, la dignidad, el respeto. Me sentí atraída por estas ideas, que, más que religiosas, las veía desde un punto de vista económico, político y social. Ésa era mi posición política el 24 de marzo del 76. Días antes, ya se esperaba el golpe y recuerdo a la gente por la calle muy feliz, porque los militares tomaran el gobierno; yo estaba aterrorizada, aterrorizada; lloraba.

Hablando con varios miembros del movimiento Historias Desobedientes, me está sorprendiendo la gran altura política, intelectual y de preparación personal con la que afrontan su historia y con las que se suman a las demandas memorialistas.

Hemos tenido que nadar a contracorriente toda la vida. Hemos decidido y elegido nadar a contracorriente toda la vida y no es fácil (Texto y foto:  CTXT).

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