Puedes pasar horas leyendo cada una de las placas que relatan los casos recogidos en el National Memorial for Peace and Justice de Montgomery, en el estado norteamericano de Alabama. Hay un pasadizo envuelto de una gran estructura de metal de la que cuelgan bloques color óxido, llenos de pequeñas inscripciones: Un joven negro ahorcado por pedirle un vaso de agua a una mujer blanca. Un hombre negro quemado vivo ante sus vecinos por mirar a otra mujer blanca. La excusa en muchas ocasiones eran supuestos crímenes que ninguna autoridad investigó ni juzgó. Bastaba con la palabra de un hombre blanco para convocar al pueblo, arrastrar al negro sospechoso hasta un árbol y colgarlo ante los aplausos de decenas de vecinos.
Hay cerca de 4.400 placas con los nombres y los casos de las personas negras asesinadas entre 1877 y 1950, cuyas historias se han podido documentar. Alabama es uno de los escenarios más cruentos del racismo endémico de los EEUU. Los linchamientos y los asesinatos durante la época de la esclavitud y de las leyes Jim Crow eran más que habituales y siempre impunes.
Recuerda mucho a los diferentes memoriales del Holocausto que hay repartidos por Europa, donde se documentan también algunas historias particulares de familias o personas asesinadas por los nazis. Estos museos, igual que los recién inaugurados en EEUU para recordar los crímenes racistas siempre recuerdan cómo empieza todo, cómo se articula el discurso de odio y la deshumanización de determinados colectivos, y cómo siempre se presenta el sujeto a exterminar como una amenaza.
Los cócteles molotov estallan contra las fachadas de varios edificios de Rostock, Alemania. El muro de Berlín había caído recientemente, y varios ‘vecinos enfadados’ prendían fuego a los albergues donde se atendía a refugiados de la guerra de los Balcanes y de Rumanía, muchos de ellos romaníes que habían huido tras la caída de Ceaucescu. En Hoyerswerda, en Sajonia, los neonazis habían prendido fuego a la casa de acogida de refugiados vietnamitas y angoleños, que, conforme salían del edificio huyendo del fuego, eran apaleados con bates de beisbol.
A principios de los 90, Alemania vivió una serie de pogromos racistas que se cobraron la vida de varias personas, de familias enteras quemadas vivas en Solingen o en Mölln. Los neonazis, acompañados por lo que la prensa denominaba ‘vecinos enfadados’, incendiaban las casas de las familias migrantes matando a varias personas. En tan solo dos años, las autoridades contabilizaron cerca de 4.000 ataques racistas.
En España lo vivimos pocos años después en El Ejido y en el barrio de Ca N’Anglada de Terrassa, a finales de los 90. Un crimen cometido por una persona extranjera, o su simple presencia, se usa para criminalizar a todo el colectivo y justificar así su exterminio. Sucedió años después en varios centros de menores. En Madrid llegaron incluso a lanzar una granada contra uno de estos albergues que acogían a niños migrantes. La historia está llena de ejemplos de pogromos, muchos no muy lejanos en espacio y tiempo, y la secuencia es siempre la misma, desde Alabama hasta El Ejido. Desde San Blas o El Masnou hasta Southport.
Hay un grupo de personas parando los coches para comprobar quienes van en su interior. Los blancos pasan sin problemas, pero un conductor de tez morena emprende la huida como puede tras ser golpeado por varios de los que han rodeado el vehículo. No es el único punto de la ciudad donde hay incidentes. A pocos kilómetros, unos jóvenes se graban mientras apedrean las casas y los vehículos de una calle donde viven personas de origen migrante. En otra ciudad, un grupo de personas llega a un hotel donde se alojan refugiados. Entre los manifestantes hay un padre que lleva a su hijo a hombros, y otros menores de edad que saltan y gritan acompañando a la masa. A los pocos minutos, alguien prende fuego a unos contenedores y los empuja para que prenda todo el edificio.
Cientos de vecinos se apostan ante las puertas de otro hotel en Bristol, haciendo un muro humano contra la horda de racistas que intenta asaltarlo. Por otra calle bajan decenas de encapuchados que se enfrentan a los racistas y los ahuyentan a palos. Son también ciudadanos que se han organizado para confrontar a los ultraderechistas que llevan días patrullando las calles y agrediendo a cualquier persona no blanca. Hay también convocatorias para proteger las mezquitas, lugares señalados por los ultras para que sean atacadas. Las comunidades que han sido objeto de señalamiento y violencia han formado grupos de autodefensa, e incluso han salido a las calles a dar respuesta a los racistas violentos.
Estas son algunas de las imágenes que hemos visto este fin de semana durante los incidentes en Reino Unido alentados por la extrema derecha tras el horrendo asesinato de tres niñas. El autor del crimen es un joven nacido y crecido en Cardiff, pero es negro, de padres ruandeses. No necesitan más excusas los racistas que están usando el caso como justificación para su pogromo. Primero dijeron que era un refugiado musulmán, el bulo que inició todo. Tras desmentirse, el hecho de que fuese negro era ya suficiente, aunque no tenga nada que ver con el islam, y haya crecido en Gales.
Tan solo unos días antes, Kyle Clifford, un hombre blanco de Londres, había asesinado a tres mujeres, pero el caso no pasó de la habitual crónica de sucesos. Nadie salió a cazar hombres blancos. Ni se suceden las cacerías de hombres cada vez que uno mata a una mujer, sea del color que sea. Lo de Southport fue diferente porque el perpetrador era negro, y eso sí que se podía usar para responsabilizar a todo un colectivo por los actos cometidos por una sola persona. Es el ABC del manual racista.
El crimen es la excusa. Si le asaltan la tienda y le dan una paliza a su vecino de origen paquistaní es por esas niñas. Si apedrean la casa de una familia inglesa musulmana, es por aquel crimen. Si queman el hotel donde se alojan varios refugiados, es también por todo lo que alguien haya podido hacer. Excusas que hoy esgrimen en todas partes quienes echan el combustible y nunca se manchan las manos.
Hay quien vive y se lucra de ello, quien hace del odio racista y del miedo su negocio, su modo de vida, su proyecto político, todo amparado por la libertad de expresión y con las oportunidades que brindan las nuevas tecnologías para que llegue a todas partes. Civil War, publicó Elon Musk, propietario de Twitter, (ahora X) poniendo en su perfil de esta red imágenes de las cacerías racistas. El multimillonario se ha convertido en un instigador del odio racista, transfóbico y misógino, y ha hecho de esta red su juguete favorito para la batalla cultural de la extrema derecha.
El hombre que sujeta un cubata en la piscina de un resort de cinco estrellas en Chipre, a miles de kilómetros de Reino Unido, es Tommy Robinson, uno de los principales líderes de la extrema derecha británica e instigador de estos y otros incidentes racistas desde hace años. Se presenta como una víctima del sistema, de la corrección política y del marxismo cultural. Ha recaudado miles de euros estos últimos años por sus múltiples procesos judiciales. Además, es amigo de multimillonarios, políticos de alto nivel y propagandistas del odio de todo el mundo, que lo financian y lo acogen y miman allá donde va. Él no se mancha las manos. Ofrece el combustible, la retórica, los marcos que luego otros repiten mientras prenden fuego a los edificios que albergan migrantes o atacan a cualquier persona no blanca que se cruzan.
Su mensaje, como todo argumentario racista, por mucho que se disfrace de autodefensa, es tan solo un reajuste del sistema. Una válvula de escape para la clase más precaria que estos días ha salido a atacar a personas racializadas en varias ciudades. Sus problemas permanecerán, aunque cambie el color de piel de sus vecinos. Esto, al fin y al cabo, es solo un problema puntual de orden público que la autoridad solucionará sancionando a decenas de alborotadores y llenándose la boca de retórica antirracista. La precariedad y la ansiedad que esta genera continuarán, serán la maleza que actuará luego combustible y algunos seguirán insistiendo en que sus males solo se expían con violencia y fuego contra tu propia clase, buscando cualquier excusa para ello.
Y todo, al final, se arregla con policía. El sistema, insisto, permanecerá intacto. Los equilibrios y las convivencias, cada vez más frágiles. Tan solo las comunidades organizadas, conscientes de estos problemas, están dando respuesta a pequeña escala, al margen de las instituciones, señalando los problemas estructurales, dando batalla como pueden y poniendo el cuerpo cuando toca. Pero volverá a haber cualquier excusa en un futuro, si no en Reino Unido, en cualquier otro país. Y volverá a prender la mecha del racismo que permanece incrustado, inalterable e instrumental para entretener a los precarios compitiendo por las migajas. Es la foto del patrón mirando desde lejos cómo la turba cuelga al negro en Alabama. Hay que matarlo para que sirva de ejemplo, para salvar a tus hijos. Para salvar a la patria. Dentro de unos años, alguien pondrá una placa en un memorial recordándolo. (Tomado de Público).
Imagen de portada: The conversation. Foto: James Ross/AAP