NOTAS DESTACADAS

La guerra cultural no es una abstracción lejana

Una de las maneras seguras de perder la guerra cultural —o cognitiva, variante que la complejiza en extremo— es considerarla una realidad lejana, algo así como una riña teórica entre intelectuales. Es una contienda tan cotidiana y omnipresente como la cultura en su pleno sentido, ese conjunto de ideas, valores y tradiciones en el cual el ser humano vive inmerso, actúa, como vive y se desempeña en la atmósfera que rodea al planeta y ha propiciado que en él haya vida.

Si es pertinente hablar más bien del entorno en que viven los seres humanos, en plural, se debe al peso de las individualidades y, sobre todo, a los laberintos creados a lo largo de la historia del mundo. La evolución social ha trazado parcelas y estratificaciones que administran las fuerzas dominantes, dicho así, en términos neutros sobre los cuales será necesario volver.

En esa trama las fuerzas dominantes han impuesto las ideas, los valores y las tradiciones que convienen a sus intereses: su cultura. Las parcelas y estratificaciones asociadas a los designios de tales fuerzas no son obra natural, como lo son las divisiones del planeta en continentes, aunque tampoco esas han resultado estáticas ni definitivas en todos sus detalles. Los lindes entre naciones se sabe que están muy lejos de ser naturales.

Para presentar las delimitaciones sociales como si fueran inevitables e irreversibles, las fuerzas dominantes y sus ideólogos utilizan todos sus recursos. Es su modo de imponerse y mantener su hegemonía —su control, su dominación— sobre el resto de la sociedad. Así capitalizan la guerra cultural orientada a que sus decisiones se tengan como el resultado de una inercia que no se discute.

Es una realidad poco o nada novedosa. Su recuento podría remontarse al surgimiento de castas con poder para imponer su voluntad. Pero, para no ir más lejos, piénsese en la Santa Inquisición y en hogueras al parecer tan diferentes pero tan similares en el fondo como las que quemaron vivos a Giordano Bruno y al cacique Hatuey, y la que estuvo a punto de quemar a Galileo Galilei, o que de hecho lo quemó, aunque no físicamente.

Son ejemplos de una guerra cultural o cognitiva que, lejos de cesar, se ha extendido y complicado al máximo con el uso de tecnologías al servicio de la (des)información, y sin tener que recurrir a la odiosa imagen de cuerpos consumidos por el fuego. Ahora esa aniquilación la aventajan el silenciamiento y la invisibilidad, inducidos ambos, o satanización simbólica, de todo lo que se oponga a los intereses dominantes.

Los máximos representantes de esos intereses —los Estados Unidos y sus aliados, o su sucursal Israel, que perpetra a los ojos del mundo el genocidio sufrido por Palestina— no renuncian a las guerras en su sentido tradicional. Pero se valen también, o preponderantemente, de hogueras virtuales, sofisticadas, edulcoradas con el glamor de los adelantos tecnológicos y el saber sociológico también manipulado.

Ya no queman cuerpos, sino mentes, que no queman de hecho, pues prefieren ponerlas a su servicio, y lo hacen a partir del conocimiento y el uso de la sociología, la neurología, la sicología y la siquiatría, como el softwear de las personas, para controlar lo que sería su hardwear, el cerebro. Por ese camino imponen no solo reglas del juego, sino también las maneras de pensar y las respuestas —la conducta— ante los sucesos del mundo, y lo hacen, más que como un elegante juego de salón, como si fuera el destino natural de la humanidad.

El mismo poder criminal que azuza guerras, o las desata, y las capitaliza hechas por él o por sus aliados o cómplices, es el mismo acerca del cual se ha podido hablar de cómo los Estados Unidos están librando hoy la batalla cultural “para ganarse corazones y mentes”. Ganárselos, habría que puntualizar, del modo más abominable: con desvergüenza que siembra y propaga desvergüenza.

En función de semejante empeño, al que se han referido diversos autores y textos —no solamente los antes aludidos—, ponen todos sus recursos, y manejan aspiraciones que acrítica, ingenua o inconscientemente abrazan muchos seres humanos deseosos de librarse de las condiciones de vida que los mismos intereses hegemónicos les imponen.

Tal afán de controlar sentimientos y conductas —desde las modas hasta las opciones estéticas, pasando por los deportes y el esparcimiento— se impone cada vez más en las distintas esferas de la existencia humana. Lo más grave es que los artífices e ideólogos de semejante trama carecen por completo de lo único que los podría frenar: la ética.

Un monstruoso ideólogo del fascismo como Joseph Goebbels, teórico y cultivador de la mentira, va siendo reducido a mero aprendiz de las técnicas de falsificación, manejadas especialmente no ya en alemán, sino en inglés, el idioma de la potencia cabecilla del imperialismo y su madre putativa, Inglaterra. Para que en otras lenguas no se perciba la cruda maldad de tales procedimientos, se impone —peor aún: se acepta— la sustitución del rótulo falsas noticias por fake news. Y no se habla de la mentira, sino de algo tan “académico” y “elegante” como la supuesta Posverdad.

Tan diabólica urdimbre se emplea para satanizar, por ejemplo, procesos que no le convienen al mandón del mundo, como las elecciones en Venezuela, y fabricar dudas contra ellos. Hace bien el gobierno bolivariano al mostrar pruebas de la veracidad de los resultados electorales y de las calumnias lanzadas contra él, pero sus enemigos cuentan con que la maquinaria de mentiras les permitirá capitalizar la desconfianza que ellos mismos siembran, y no cesarán en sus infamias.

La Cuba calumniada y satanizada, además de bloqueada y agredida en todos los caminos, es una clara evidencia del poder y la desvergüenza de quienes procuran asfixiarla. Nadie debe creer que lo hacen para castigarla por sus presuntos o reales errores —incomparables, en todo caso, con las atrocidades que ellos y sus cómplices cometen sistemáticamente—, sino para borrar su ejemplo de resistencia antimperialista.

Las campañas contra ella son ubicuas y pertinaces, nada excluyen. Si hicieran falta nuevas pruebas de esa realidad, bastaría observar lo que se ha hecho para impedir los logros del país bloqueado, incluyendo su movimiento deportivo. La saña fue especialmente ostensible en vísperas, durante y tras los recientes Juegos Olímpicos.

Las presentes líneas no se detendrán en la real significación de lo alcanzado en ellos por Cuba, no porque no sea útil y tentador hacerlo, sino porque ya lo hizo, con su habitual lucidez, la colega Rosa Miriam Elizalde. Pero sería mucho más que un acto de improfesionalidad pasar por alto la rapacidad con que se procuró imponer matrices de opinión dirigidas a devaluar a Cuba.

Incluyeron sugerir que debía sentir vergüenza porque un podio de premiación lo coparon deportistas —no fueron los únicos— que ella formó y la habían abandonado para representar otras banderas. Ninguno de esos voceros, ni de los desertores, soporta un estrellón moral propinado por el ejemplo patriótico de Mijaín López.

Los “criterios” que en ese camino se vieron desvalidos, tan desvalidos, daban y dan pena. Pero no fueron casos aislados en un contexto internacional tan manipulado que los deportistas de otros países que no compiten por los propios se rotulan, a lo sumo, como emigrados, mientras que a los de Cuba —que ella ha formado pese a las penurias que le son impuestas— los santifican las etiquetas de exiliados y hasta refugiados. La maniobra incluye acusar de fomentar campañas de odio a quienes tengan el cuidado y la honradez de trazar los límites pertinentes.

Eso ocurre como parte de una práctica de escamoteos y elusiones que mueve a obviar la existencia del imperialismo y de otras realidades que ni siquiera se mencionan: como las clases sociales. Mucho menos se habla de algo tan “burdo” como la lucha de clases. De ahí los “términos neutros” aludidos al comienzo.

Tan maldito concepto se debe rehuir, porque se vincula con la violencia —la revolucionaria—, y para promover violencia —la contrarrevolucionaria— están autorizados los ideólogos, los medios y los voceros de las clases sociales que ejercen contra el resto de la sociedad, de la humanidad, la violencia que a ellas les conviene. Ejercen la de pensamiento, sin excluir la física, y lo hacen investidas del derecho divino que les otorga el Ser Supremo alabado en la moneda que tiene inscrito el exergo In God we trust.

Frente a esa tortuosa realidad habría que revisar hasta qué punto están cumpliendo plenamente su papel, en particular, los medios y los profesionales de la información, o de la comunicación social, que representan o deben representar a quienes están excluidos de dichas reglas, y son condenados por ellas. Para eso, que no cabe ya en el presente artículo, habrá habido y podrá seguir habiendo espacio en otros textos aportados por distintos autores.

Foto del avatar
Luis Toledo Sande
Escritor, investigador y periodista cubano. Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Autor de varios libros de distintos géneros. Ha ejercido la docencia universitaria y ha sido director del Centro de Estudios Martianos y subdirector de la revista Casa de las Américas. En la diplomacia se ha desempeñado como consejero cultural de la Embajada de Cuba en España. Entre otros reconocimientos ha recibido la Distinción Por la Cultura Nacional y el Premio de la Crítica de Ciencias Sociales, este último por su libro Cesto de llamas. Biografía de José Martí. (Velasco, Holguín, 1950).

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *