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Israel, Estado violador

Le toman de los brazos a empujones, elegido de entre decenas de otros presos que yacen amordazados, con los ojos vendados, tendidos bocabajo contra el suelo sucio. Le llevan a una esquina, le rodean –quizá, prevenidos por las cámaras de seguridad– y le cubren con sus escudos militares, los escudos del ejército de Israel. Uno de los soldados comienza a violarle. El resto contempla. Otro agarra la correa de un pastor alemán que observa atento a pocos centímetros del violador. Ahí termina el vídeo. El preso palestino, la víctima, llegó al hospital sangrando, con el intestino reventado, daños en los pulmones, en las costillas, y en otros tantos huesos. Cuando se recuperó, le enviaron de vuelta al campo de detención de Sde Teiman.

Quizá muchas personas no sepan de esta noticia. Anestesiadas por los partes de guerra, esta aberración se ha quedado enterrada entre las noticias del verano, como los propios palestinos y palestinas. Pero el vídeo que prueba las acusaciones de violación a un preso en el centro militar de Sde Teiman, a pocos metros de la frontera con Gaza, debería ser un punto de inflexión en este genocidio, porque revela la operativa del engranaje entre la máquina de guerra sionista, el sistema penitenciario israelí, su estructura político-militar, y también, claro, la base social y cultural que la sostiene y hace crecer y funcionar. Porque la violación, la violencia sexual, es parte también de esa maquinaria. No es esporádica, no está al margen de la oficialidad, no es una cuestión de “manzanas podridas”; Israel es un Estado agresor sexual, un Estado violador.

Los abusos en Sde Teiman no son cosa de hoy: la prisión ha estado, desde hace décadas, en el punto de mira de los grupos de defensa de los Derechos Humanos, ONG o periodistas que han podido acceder a ella y corroborar el maltrato sistematizado que se vive allí. Pero desde el 7 de octubre, el ministro de Seguridad Nacional, Ben Gvir, presume en X de haber empeorado deliberadamente las condiciones de lo que llamaba un “campamento de verano” para jolgorio de parte de la sociedad israelí enferma de odio y venganza. También presumía de haberles retirado las camas para solucionar el problema del hacinamiento, y se jactaba de que, pegándoles un tiro en la cabeza, se acabaría el problema de la población reclusa. Hay pruebas a paladas, aunque al Departamento de Estado de EEUU no le parezcan suficientes: médicos israelíes traumatizados tras trabajar allí que escribieron a Haaretz, a The Guardian o a CNN; militares arrepentidos que filtraron sus testimonios; informes de Amnistía Internacional; reportajes, incluso de medios tan infames en la cobertura de este genocidio como el New York Times, que no pueden negar la evidencia de lo que vieron: del pus mezclado con la sangre donde apretaban los grilletes, del olor, de los cuerpos apretados sobre pañales usados, de la mugre en la piel de los presos y los brazos amoratados. Cada vez que un preso palestino regresa a casa, lo hace en condiciones lamentables, escuálidos, desnutridos, heridos por dentro y por fuera. El informe que ha publicado recientemente B’tselem con narraciones en primera persona de supervivientes, –mujeres, hombres, adolescentes– les devuelve su dignidad, su nombre, su oficio, su vida, aunque eso, también, hace que en algunos momentos tengas que dejar de leer. La comparan con Abu Ghraib, –¿recordáis? ese lugar al que los americanos llamaban “Camp Redemption”…– y con Guantánamo. Pero Sde Teiman y sus homólogas en Israel pueden ser peores, aunque solo sea por el tiempo que llevan funcionando frente al mundo, sin ser ningún secreto, sabiéndose y siendo consentidas.

A diferencia de las historias truculentas de bebés decapitadosy mujeres colgando de los árboles a manos de Hamás, esas que Tel Aviv produce para que circulen en las teles y en TikTok pero de las que no hay pruebas a día de hoy, estos informes, abrumadores y difícilmente refutables, debieron preocupar a Israel lo suficiente como para mover ficha antes de que el vídeo saliera y revelara lo evidente. El Gobierno de Netanyahu detuvo a finales de julio a diez soldados y desencadenó una crisis interna entre el ala del Ejecutivo que buscaba resolver la polémica abriendo expediente a un par de “ovejas negras” y una parte nada desdeñable de ministros, autoridades y operadores mediáticos que recriminaba el arresto, como una muestra de “flaqueza” frente al enemigo. Lo más macabro es que nadie aquí cuestionaba que fueran inocentes, se daban por hecho la comisión de la agresión, las torturas, las palizas, la inanición: lo que está en cuestión en la opinión pública israelí es hasta qué punto es legítimo hacerlo. Estos últimos días pudimos ver a un diputado del Likud, Mildwisky, decir en sede parlamentaria que contra un “Nukhba” (un terrorista) todo es legítimo, hasta introducirle un palo por el recto. El pasado 7 de agosto, un periodista, Yehuda Schlesinger, señalaba que el único problema era que no hubiera una política estatal que regulase estos métodos de tortura y abuso, porque “lo merecían” y porque además, serviría de disuasión. Con estos marcos de opinión en los medios, no sorprende que fueran varias las turbas de extrema derecha que irrumpieran a defender a los soldados detenidos a las puertas de la prisión.

Pero además, esta violación sacude el tabú dentro del tabú: la violencia sexual a hombres en contextos de conflicto armado, o en este caso, de genocidio. Ya hemos escrito aquí sobre ello en otras ocasiones, porque la violación como arma de guerra es una violencia intrínseca a los conflictos que solo se puso sobre la mesa cuando por fin lo hicieron las feministas. Ocurre en todos los bandos, ocurre en todos los conflictos, y rara vez se repara: las víctimas permanecen en el trauma del silencio, de la falta de recursos a los que acudir, del castigo social incluso, y lo cargan consigo en la posguerra o en el exilio.

Gracias a las escuelas feministas de las Relaciones Internacionales y del activismo contra la violencia sexual se ha construido un marco –insuficiente, pero lo nuestro nos ha costado– para visibilizar no solo la violación como arma de guerra, sino todas las formas conexas de violencia sexual que las mujeres sufren abrumadoramente durante los conflictos, así como la infancia y la adolescencia. También sus consecuencias en la salud física y mental, como las enfermedades venéreas, infecciones, abortos, estres postraumático, infertilidad… Pero los hombres, civiles y militarizados, también la sufren y no, no se trata de excepciones, sino de la norma, aunque cueste tanto hablar de ello. Se calcula que un 38,5% la sufrieron en Uganda; en Congo, un 64,5% de los hombres que participaron en un estudio dijeron haber estado expuestos a la violencia sexual. En Liberia, una encuesta en 2008 estimaba que el 32% de los combatientes en su guerra civil la había experimentado. Pero esos son los casos que suelen usarse de ejemplo, no sin un cierto sesgo, quizá por no querer mirar más cerquita… porque hay testimonios, si se buscan, en casi todas las guerras, pese al deliberado desinterés en investigarlo: desde la Antigüedad a la II Guerra Mundial, y hasta Siria o Ucrania, las historias de violación masculina quedan escritas en los imaginarios sociales, aunque sea bajo ese halo de secreto, de vergüenza, de algo que se sabe pero de lo que nadie quiere saber. En los campos de concentración nazis, por cierto, como ahora en Israel, se reportaron numerosos casos de agresiones sexuales y de esclavitud sexual a hombres y a niños, y la sombra del estigma persiguió desde entonces a los supervivientes.

Hablamos no solo de violaciones con penetración, –de hecho, sería reduccionista y esencialista dejarlo ahí–, sino de torturas sexuales, de ser forzado a contemplar violaciones de familiares o compañeros, o de ser obligado a participar de las mismas. También de esclavitud sexual, de chantajes y extorsiones, golpes, castraciones, esterilizaciones. Tradicionalmente se hace una separación entre lo que se considera una violencia sexual “de oportunidad” y una violencia sexual estratégica, organizada, que forma parte de los objetivos de terror y de daño al enemigo. Pero entre medias hay también grises: pueden combinarse las acciones de individuos que agreden valiéndose de su poder individual en ese contexto con las de ejércitos o grupos que bajo un mando coordinado violan, castran o esclavizan sexualmente. O puede suceder que, dentro de estructuras militares –o penitenciarias– se sepa que esto ocurre pero se tolere y se encubra, por el bien de los muchachos, como dicen algunas voces en Israel. No es difícil imaginarse algo así en cualquier cuartel general de Tel Aviv.

El imaginario de la violencia sexual contra hombres en el caso de Palestina tiene un enorme componente colonial, de jerarquía, de poder, de deshumanización. Y de orden de género, claro. Los perpetradores no pierden su hombría en la violación grupal: es más, la refuerzan en el grupo. Y lo que pasa en la guerra, queda en la guerra. Además, como leía en alguna columna de opinión en The Jerusalem Post, hay que perdonar a los chavales de las IDF, dejarles que se desfoguen y perdonarles que se les vaya la mano tras haber contemplado tanta brutalidad. Al fin y al cabo, decía el columnista, están librando una guerra moral y santa.

Entre las víctimas cunde el miedo al rechazo de la propia comunidad, la homofobia presente en muchos de estos entornos, y el silenciamiento que impide encontrar empatía, escucha o ayuda alrededor. Y así es difícil contarlo. Falta también quien quiera y sepa escuchar: a menudo se intenta desdibujar esta violencia bajo el vago concepto de “torturas”, “abusos” o “violencia” porque así es más fácil, para unos y otros, pasar de puntillas por la cuestión. En Sde Teiman, además, la violación masculina intersecciona con otro gran tema silenciado, otro melón del que, en materia de masculinidades, tocaría abrir, que es la violencia sexual en los contextos carcelarios. “Uno de los soldados trajo una zanahoria y trató de meterla en mi ano. Mientras lo intentaba hacer, algunos de los soldados me filmaban. Grité de dolor y de terror. (…) Me sentí roto por dentro. Cuando regresamos a la celda, estábamos llorando en silencio. Nadie habló. No podíamos mirarnos los unos a los otros. Me pregunté: ‘¿Qué pasó? ¿Por qué nos pasa esto a nosotros?’”. Dicen los autores del informe de B´Tselem que este hombre, víctima de Sde Teiman, no dejó de temblar y llorar mientras lo narraba.

Los soldados israelíes, el orgullo nacional, los hombres y mujeres que sirven en ese ejército que ellos mismos califican como “el más moral del mundo”, esos jovencísimos reservistas que posan orgullosos frente a escuelas bombardeadas y graban reels saltando sobre escombros calientes, son el brazo –o el fusil, o los genitales, o la barandilla, o la zanahoria, perdonadme la crudeza– del Estado violador de Israel. La representación de la colonialidad y la masculinidad militarizada que necesita el régimen de guerra. Los palestinos son deshumanizados, incluso en su condición de víctimas, de “animales humanos”, sometidos a las humillaciones más salvajes que pueda producir el imaginario sanguinario de Israel. Por eso en muchos de los testimonios suena de fondo el himno nacional u obligan a las víctimas a besar la bandera o a arrodillarse al grito de Am Israel Jai.

Es inevitable volver a Abu Ghraib, la prisión de Estados Unidos en Iraq que, a diferencia de Sde Teiman, provocó una reacción mundial en 2003 cuando se revelaron sus torturas. Hania Nashef definía las violaciones a presos que se produjeron allí como la materialización del deseo civilizatorio occidental y del “orientalismo” fetichista de occidente, en el que los escenarios de violencia sexual cumplían también una función política: construir a las y los árabes y musulmanes como una “masa indiferenciada” y convertir en placer el causarles daño. El colonialismo, en fin, como máquina de deseo. Por eso había cámaras, fotos, soldados que servían de espectadores. Se desnudaba a las presas y a los presos frente a la máquina colonizadora, haciéndoles vulnerables al extremo y en última instancia, se tomaba su cuerpo, el último territorio de conquista.

No sabemos si en Sde Teiman aprendieron de Abu Grahib o viceversa, porque ya en 2015, el PCATI (Comité contra la Tortura de Israel) publicó un extenso informe sobre la violencia sexual ejercida por Israel en Palestina que hace palidecer las torturas de Irak, incluídos casos de varios menores. Probablemente a estas alturas ya no importe, porque ambos, Sde Teiman y Abu Ghraib, son indisociables, como sus perpetradores y responsables. Occidente, sumido en su verano, exigirá investigaciones, diligencia y transparencia a Israel, que seguirá agitando la increíble teoría de la “manzana podrida” mientras defiende su política de prisiones y su guerra santa. Pero a estas alturas hay que ser muy ingenuo, o muy sádico, o estar muy bien pagado, para girar el rostro frente a este vídeo. Hay motivos para creer que en los altos mandos militares de Israel hay quien consiente, tolera, y también quien incita y premia estas agresiones. Como también hay motivos para afirmar que el propio proceso de militarización-integración de las IDF conlleva esta educación en el odio para convertir a cada ciudadano y ciudadana en un potencial torturador, colono o verduga.

Pero una vez superado el servicio militar, o abandonado el ejército, ¿qué puede hacerse con una población que ha podido ejercer las más brutales violencias con el respaldo del Estado? Lo advertían las propias feministas israelíes hace pocos años, cuando salieron a la luz varios casos de violaciones grupales a mujeres en el país: las costumbres adquiridas en el ejército, unidas al refinamiento en técnicas de ciberacoso y de seguimiento, estaban pariendo generaciones de violadores de Estado. De torturadores y también de torturadoras. Contra las palestinas y palestinos, claro, pero de vuelta a casa, contra las mujeres y niñas, contra migrantes etíopes, contra la población LGBTI, contra mizrajíes… sí, “Am Israel Jai”, el pueblo de Israel vive, pero no se yo si merecerá la pena vivir para ver en lo que se ha convertido.

Desde la Guerra de los 7 días (1967), al menos 800.000 palestinos, el 20% de su población, hombres, mujeres, niños y niñas han pasado por campos de tortura como Sde Teiman. La mayoría sin cargos ni derecho a una defensa. Indefensos ante un Estado genocida, torturador y violador. Y como el soldado que ríe mientras penetran a la víctima, como el pastor alemán que jadea ante la escena, así contempla, consiente, y aplaude Occidente. Yo no sé si habrá prisión en el mundo en la que pudiera caber tanta vergüenza. Tomado de CTXT

Imagen de portada: Campo de detención de Sde Teiman. Foto1 CNN.

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