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Federico García Lorca, la sangre derramada

«¡Ay! Caballito negro

¿Dónde llevas tu jinete muerto?»

Canción del Jinete – Federico García Lorca

 

Nunca había oído recitar a Federico. Tenía fama de hacerlo muy bien. Y en aquella oscuridad, lejanamente iluminada por las ventanas encendidas de las habitaciones, comprobó que era cierto. Recitaba García Lorca su último romance gitano traído de Granada:

«Verde que te quiero verde…»

¡Noche inolvidable la de aquel primer encuentro! Había magia, duende, algo irresistible en todo Federico. «¿Cómo olvidarlo después de haberlo visto o escuchado una vez?», cuenta el poeta Rafael Alberti. Era, en verdad, fascinante: cantando, solo o en el piano, recitando, haciendo bromas e incluso diciendo tonterías. «Ya estaba lleno de prestigio, repitiéndose sus poemas, sus dichos, sus miles de anecdotillas -ciertas unas, otras inventadas- por las tertulias de literatos cafeteros y corrillos estudiantiles». Sus obras fundamentales de aquellos años aún permanecían inéditas. «Pero de aquellos primeros días de nuestra amistad, sólo recordaré siempre el ‘Romance sonámbulo’, su misterioso dramatismo, más escalofriante todavía en la penumbra de aquel jardín de la Residencia susurrado de álamos».

Un repentino resplandor anunció una tormenta que ya estaba encima. Y aunque llegó a su casa chorreando, el poeta gaditano no podía estar más feliz, sabiendo que una hoja de su vida había sido marcada de una fecha imborrable, aquel otoño de 1924.

Cuando en la primavera de 1929 Federico García Lorca, atormentado por una gran depresión sentimental, a la que alude repetidas veces en cartas a los amigos, decide marcharse a Nueva York, ya es uno de los poetas nuevos de mayor prestigio de España. Aunque tardíamente, ha publicado casi toda su obra juvenil: «Impresiones y Paisajes», «Libro de poemas», «Canciones», en segunda edición, y el «Romancero gitano». Tiene escrito «Poema del cante jondo» y ha comenzado el libro de las «Odas», que nunca completará, pero del que ya ha dado a conocer las dedicadas a Salvador Dalí y a Manuel de Falla. Ha estrenado dos obras dramáticas, una casi de adolescencia, «El maleficio de la mariposa», y otra, su primer ensayo teatral más serio, «Mariana Pineda», que primero da a conocer Margarita Xirgu en Barcelona y luego en Madrid.

Podría pensarse que se marcha contento a Nueva York, deseoso de tomar distancia de su angustia y zambullirse pronto en aquella ciudad, que aun antes de llegar -según confiesa en carta a sus amigos- le parece horrible. García Lorca se iba a Estados Unidos sacudido también por la hora de España, aquel ciclón político que ya se avecinaba contra la dictadura de Primo de Rivera y la monarquía y cuyas primeras ráfagas hacían temblar las calles madrileñas en oleadas convulsas de estudiantes contra la caballada de la guardia civil. Es el momento de conciencias exacerbadas, ideas artísticas confundidas, el momento en que el surrealismo irrumpe en Madrid de la mano de Luis Buñuel, con su desconcertante película «Un perro andaluz». Por todas partes resuenan gritos de protesta, en las calles, en los cafés, en los teatros… un clima de revuelta que fascinaba. Todo parecía tambalearse. Al cabo de tan largos años de aparente estabilidad, al edificio de la vieja monarquía borbónica ya no bastaba la espada de un esperpéntico general para sostenerlo. Y Federico entonces se marcha, poeta en Nueva York, abriendo allí un extraño paréntesis de confusión y sombras.

Federico García Lorca (a la derecha) en Nueva York.

Y entonces descubre Harlem, el barrio de los negros. Siente la opresión de aquellos antiguos esclavos en medio de una civilización que aún los tortura más y los humilla. Escribe bajo una furia ciega la sangre prisionera de aquel barrio, donde el temor a la ira, al odio de los blancos poderosos, llevan al negro pobre a vivir con las puertas entornadas, siempre en espera de cualquier desmán, que puede terminar en linchamiento.

«¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem ¡Ay, Harlem!

No hay angustia comparable a tus rojos oprimidos,

a tu sangre estremecida dentro del eclipse oscuro,

a tu violencia granate sordomuda en la penumbra,

a tu gran rey prisionero, con un traje de conserje!»

Desde el 12 de octubre de 1927, fecha en que Margarita Xirgu estrena en el teatro Fontalba, de Madrid, «Mariana Pineda», hasta el viernes 23 de junio de 1936, día en que fecha la última página de «La casa de Bernarda Alba», se ha cumplido una de las más rápidas y luminosas carreras del teatro. Su postrera obra entra en el repertorio español bajo un signo de duelo, y cuando la gran actriz Margarita Xirgu, la amiga tan querida y elogiada de Lorca, estrena en el Teatro Avenida, de Buenos Aires, en 1945, ese drama de incomprensión familiar española, cuentan los que estuvieron allí presentes cómo se sintieron ahogados en el silencio final, que se prolongó durante unos minutos como si todos esperasen una aparición. Pero el poeta no podría aparecer nunca más en el palco escénico de los éxitos, éxitos clamorosos en aquella misma ciudad que lo acogiera en 1933, y que ahora, temblando, emocionada, aclamaba la última obra dramática escrita por Federico García Lorca.

Una gran nube negra va a ensombrecerle a Federico el sol de aquellos días dichosos. Es aún 1934. Todavía le llenan los oídos las ovaciones argentinas. En España es primavera -una primavera cargada de malos presagios-. García Lorca reanuda su dirección de La Barraca, recorriendo, incansable, pueblos y ciudades de todas las regiones. Se lo ve aparecer y desaparecer de Madrid. Habla, cuenta, grita su entusiasmo por donde pasa. Está lleno de proyectos. España, después de la insurrección de los mineros asturianos, presenta la cara adusta de los despertares sociales. Era la hora de sentir cada uno de los problemas de todos, y García Lorca, en una entrevista que le hacen para el diario madrileño «La Voz», habla de estar meditando varias obras dramáticas de tipo humano y social: «Una -dice- será contra la guerra. En ella, un coro de madres de hombres de todas las naciones dirigirá a los representantes de las grandes potencias sus apóstrofes y sus gemidos».

Pero esta disposición, tan evidente en estos últimos años de su vida, tropezaba con la mirada torva de la reacción española y la miserable condición del pueblo, que lo veía pasar en su carro de teatro con la impavidez de los que se saben rechazados de antemano de todos los banquetes del mundo. Por los caseríos de España la agitación no podía sosegarse con los corazones generosos y sucedían diariamente dramáticos encuentros. Durante lo que se llamó «el bienio negro», muchas conciencias de intelectuales y poetas españoles comenzaron su aprendizaje de angustia política.

Cuando en febrero de 1936 triunfa el Frente Popular, la conjura internacional nazi-fascista ayuda a la reacción interior a preparar el asalto frontal contra la República. En esos meses, Federico abre más que nunca los ojos de su entendimiento. Acude a la conferencia que se hace en La Casa del Pueblo, donde delante de la madre de Carlos Luis Prestes se pide por la vida del líder de los trabajadores brasileños. Allí Federico recita, junto a Rafael Alberti, su poema sobre los negros, «El rey de Harlem», del libro «Poeta en Nueva York». Y al hacerse más tensa la calle madrileña y comenzar los asesinatos de encrucijada contra los jóvenes de los partidos de izquierda por los grupos de la Falange Española, García Lorca asiste con otros poetas al entierro de uno de estos muchachos socialistas, porque sabe que el máximo horizonte del hombre se alcanza cuando se tropieza con la muerte.

El día 15 de julio, Federico, cada vez más inquieto por el ambiente convulsionado de Madrid, lee su última obra, «La casa de Bernarda Alba», a un grupo de escritores y amigos, Nicolás Guillén, Salinas, Alonso, Guillermo de Torre… Y el 16, convencido de la proximidad de graves acontecimientos políticos, decide marcharse a su tierra. «Sea lo que Dios quiera», se despide de Madrid.

Se disponía el poeta a valer la tranquilidad de Granada, con sus padres, en aquel huerto de San Vicente, a la entrada de la Vega, cuando se supo la noticia de la sublevación del general Franco en África. Las fuerzas granadinas se enfrentaron entonces quedamente: de un lado, los obreros con la gente pobre que había elegido como alcalde a un médico republicano, Manuel Montesinos, casado con Concha, la hermana mayor del poeta; y del otro, esa reacción de repliegues profundos, terratenientes locales, con su caterva de malandras y arribistas, capaz de ser inexorable en sus juicios y sentencias. Heredera de quienes vieron pasar hacia el cadalso, sin siquiera abrir las celosías, a Mariana Pineda, aquella dama culpable de bordar la bandera de la Libertad contra la monarquía hacía ya cien años.

Su cuñado, Montesinos, fue fusilado en las tapias del cementerio de Granada por la guarnición militar alzada. Así fueron cayendo las pequeñas barricadas de la defensa granadina. Escuadrones de falangistas, carlistas y requetés barrieron a más de 23.000 desamparados, cazados en las noches oscuras del terror milenario que se abatió, hace ya más de ochenta años, sobre los españoles.

¿Por qué Federico se sintió tan amenazado? Seguramente conocía bien aquella Granada impermeable a todo, aquella sociedad cerrada a la que él soliviantó con su popularismo, con sus divertidos desplantes, con su poesía que no entendían, con su teatro que planteaba problemas de los que no se debe hablar…

Granada se ha puesto su traje militar y Ramón Ruiz Alonso, jefe de las escuadras negras, se presenta en la casa donde el poeta buscó amparo, exigiendo su entrega mediante una orden de detención firmada por el gobernador civil, comandante José Valdés Guzmán. Federico no tiene escapatoria, entonces se entrega, fatal y dignamente.

Cuenta Rafael Alberti que «una mañana de finales de agosto, estando en el patio de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, de la que yo era el secretario, se presentó precipitadamente un hombre, del que ahora no recuerdo la cara, pero sí la voz, que aún me sigue lastimando el oído. Era la de un diputado obrero recién fugado de Granada. No podía ser verdad lo que decía. Ninguno lo queríamos creer y menos repetirlo sin un interrogante. Pero ya todos los diarios, entre grandes e indignados letreros, gritaban aquella misma noche la tragedia. Habían fusilado a García Lorca».

Mientras el gobernador militar de Granada respondía con grosera sequedad al requerimiento del escritor H. G. Wells, que demandaba informes y garantías sobre la vida del poeta –«No conozco el paradero del referido señor Lorca»-, se diluía en Madrid el último soplo de esperanza.

Por testigos de aquellas aciagas horas se sabe que, hacia el amanecer del 18 de agosto de 1936, separaron a Federico junto a otro sentenciado, de los detenidos en Viznar, un pobre y triste caserío distante doce kilómetros de Granada. Los hicieron avanzar por un sendero polvoriento hasta un lugar que en árabe se llama «la fuente de Aynadamar» -la fuente de las lágrimas-, y ante el campo desierto, en el que al fondo se entreveían los paisajes queridos de su infancia, fusilaron primero al compañero y luego a Federico, que se resistía enloquecido de terror. Entre los que se alejaban, alguno debió sentir sin duda espantársele el corazón cuando escuchó las últimas voces del poeta que gritaba: «¡No estoy muerto! ¡No estoy muerto!».

Pero Granada sigue siendo suya, su sangre derramada grita desde los ajimeces de la Alhambra hasta el nevado frío del Genil y del Darro. A esa Granada, sí, como quien va a su reconquista, promete el poeta gaditano Rafael Alberti, llegar alguna vez:

«Venid los que nunca fuisteis a Granada.

Hay sangre caída, sangre que me llama.

Nunca entré en Granada. (…)

Si altas son las torres, el valor es alto

¡Venid por montañas, por mares y campos!

Entraré en Granada».

Tomado de Revista Livertà

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