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El significado de los nombres

Otorgarle nombre a las cosas que nos rodean sirve de soporte para la comprensión y comunicación en las sociedades. Desde el punto de vista evolutivo y adaptativo, los seres humanos hemos desarrollado diferentes formas de realizar esta actividad en diversas circunstancias, por ejemplo, cuando estamos en peligro, cuando estamos de acuerdo o en desacuerdo con algo, para reproducirnos, para identificarnos, entre otras.

En cada una de esas actividades estamos usando nombres, a cada circunstancia la podemos llamar por su nombre. El problema radica en examinar si somos capaces de saber qué significan esos nombres, de dónde provienen, quién nombró esas cosas de esa manera y bajo qué circunstancias. Estas indagaciones han ocupado reflexiones de diversos filósofos, científicos y especialistas a lo largo de la historia humana, pero la dificultad hace que se mezclen numerosas cuestiones, como el origen del lenguaje, el de las palabras y el de los nombres, sin dejar de lado controversias tales como si nuestra especie está determinada de manera innata a usarlos o si los aprendemos por medio de la experiencia.

Desde lo religioso tampoco se aporta mucho al momento de intentar dilucidar estos aspectos. Por ejemplo, en la Biblia se narra que el lenguaje fue un don que le otorgó Dios al primer hombre llamado Adán. Sin embargo, queda claro que no realizó ningún proceso de aprendizaje, común a todos los seres humanos. Adán no pasó por la etapa de silbidos, balbuceos, gesticulaciones, gritos, gruñidos, antes de pronunciar de manera correcta su primera palabra. Tampoco tuvo que detenerse a indagar el significado.

Entre Adán y Eva el acto de nombrar constituyó una función necesaria en su entorno, pero al mismo tiempo uno de los dos tuvo que ejercer la acción y función de describir lo nombrado. Estos procedimientos se complementan en sus interacciones, van ligados, pero no deben confundirse uno con otro. Además, es necesario un aprendizaje constante para captar el significado de estos conceptos. Pero Adán no participó en estas lecciones.

Platón también intentó abordar estos problemas en diferentes obras. Entre ellas destaca el diálogo Cratilo, donde se escenifica una discusión en torno al criterio para establecer la corrección de los nombres de las cosas. Para abordarlo, Sócrates discute la tesis convencionalista defendida por Hermógenes, relacionada con la exactitud o adecuación del nombre; pero también aparece su antítesis, la posición naturalista defendida por Cratilo.

Al refutar las tesis antitéticas acerca de la corrección de los nombres, Sócrates parece ubicarse en un lugar ambiguo y próximo al de los sofistas, al discutir la tesis convencionalista de Hermógenes desde argumentaciones naturalistas, pero también la naturalista de Cratilo desde argumentaciones convencionalistas. Así que tampoco se aclaran estas controversias. Entonces, el nombre y la descripción no funcionan como elementos similares, más bien desde ahí tienen diferentes naturalezas lingüísticas, evidentes en el análisis de los discursos. El nombre no tiene sentido en cuanto es nombrado sino en tanto se refiere a algo; se convierte en algo convencional, utilizado sólo para hacer referencia a algo específico.

Los nombres no tienen sentido propio, ya que necesitan elementos referenciales que al mismo tiempo constituyan parte de su significado. Esto es lo que plantea de manera más reciente el filósofo Saul Kripke, en su libro El nombrar y la necesidad (1980), en donde sostiene que “los nombres no poseen sentido”; la referencia es necesaria para que sea entendido. Kripke dio una teoría causal de la referencia, de acuerdo con la cual un nombre se refiere a un objeto en virtud de una conexión causal con el objeto, mediado entre una comunidad de hablantes. Nombrar tiene primacía en el desenvolvimiento cotidiano del individuo, dado que se comunican términos. De manera coloquial, podemos afirmar que las quesadillas no tienen por qué llevar queso.

Foto de portada: Escultura de Sócrates en Atenas / Imgur

Tomado de La Jornada Semanal

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