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Leyes, razones y práctica en la comunicación social

Que la comunicación social sea objeto frecuente de examen y discusiones lo explican, entre otros motivos, la importancia del tema para la sociedad y expectativas o insatisfacciones con respecto a su funcionamiento. No es fortuita la atención que recibe en foros políticos del mayor nivel, contando, como es lógico, los de vínculo directo con la prensa: particularmente los plenos y congresos de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC). Es un asunto sobre el cual nadie tendrá la última palabra, pero resignarse a no tener palabra alguna sería más empobrecedor aún.

Desconocer el peso de la atención mencionada, y los resultados cualitativos que han venido alcanzándose, sería tan injusto como poco aconsejable resultaría ignorar insuficiencias que perduran y reclaman seguir trabajando en busca de logros que, como en otras tareas de gran magnitud, pueden oscilar entre deseos y consumaciones. Para enfrentar las insuficiencias y seguir avanzando se han fijado normas valiosas.

No se insistirá aquí en ellas. Les han dedicado atención distintos autores, incluyendo el del presente artículo, que trató en otros textos la muy esperada, y discutida, Ley de Comunicación Social, y la —todavía hoy antreproyecto— Ley de Transparencia y Acceso a la Información Pública. Por muy importantes que esas leyes sean, y lo son, no bastarán para eliminar déficits que, acumulados durante años, dificultarán el éxito que la nación necesita que ellas alcancen.

Para que las regulaciones legales triunfen se requiere voluntad, labor educativa, control (con sanciones a quienes las incumplan), acción consciente. La batalla no es nueva, y lo confirma la permanencia de los debates en las reuniones antes mencionadas, así como en otras, y en la cotidianidad ciudadana. El Líder de la Revolución, Fidel Castro, reiteró la necesidad de contar con una prensa cada vez más eficiente. En una intervención de 1988, inédita hasta 2017, recordó su máxima de 1961 en Palabras a los intelectuales: “Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”.

En la intervención de 1988 expuso juicios que —algo habitual en él— rebasaron los límites del foro al que se dirigía, el Primer Consejo Nacional de la Asociación Hermanos Saíz: “Yo me acuerdo que cuando planteé esta cuestión de buscar el máximo de espíritu crítico decíamos: es preferible los inconvenientes de los errores que se produzcan, a los inconvenientes de una situación de ausencia de crítica. Y podría decir: es preferible los errores de tener mucha libertad, a los inconvenientes de no tener ninguna libertad”.

Con una perseverancia que no parece ser tan aleccionadora como merecería o debería ser, el propio sentido común se encarga hacer ver que, si algo sucede y de todas formas va a saberse, es preferible que se conozca por medios y voces responsables y con la preparación necesaria. El mayor peligro estriba en que se conozca por rumores que no siempre tendrán ni la precisión ni las buenas intenciones deseables.

El pasado miércoles, en la reunión ordinaria (mensual) del Grupo Asesor —nombre generoso con que se va identificando la sección de miembros de la organización ya jubilados— se volvió sobre el tema, y resurgieron preocupaciones. Recordando la fundación de la UPEC el 15 de julio de 1963, la colega Ángela Oramas leyó un fragmento de la valoración dedicada a ese nacimiento por el reconocido periodista Juan Marrero, a quien estuvo unida hasta que él murió.

A la hora de los comentarios, alguien de los presentes apuntó que lo señalado por Marrero contiene un desiderátum que sigue hoy vigente, pese a lo ya logrado: la necesidad de que el rigor y el sentido de responsabilidad no privaran al periodismo de la creatividad y la soltura necesarias para su eficacia. Por ese camino siguió en gran parte la reunión. Entre los obstáculos alzados contra lo que Marrero defendió figuran lo difícil que es determinar los límites entre el sentido de responsabilidad y las barreras que lo exceden y pueden incluso frustrarlo, hechos no ajenos a eventualidades personales.

A ello se añade algo que ya tiene visos de síndrome o sino nacional. Si alguien de otro país hace o dice algo, la noticia será que lo hizo o lo dijo ese alguien; pero si es un cubano o una cubana, el hecho o la declaración suelen acreditarse no a esa persona, sino a Cuba: “Cuba hizo” o “Cuba dijo”, serán leads privilegiados por la prensa, y quizás ni siquiera solo por la foránea y mal intencionada. Tal vez nosotros mismos alimentemos el equívoco, hasta con orgullo, o como fruto de una unidad que no es siempre la más cierta, y en todo caso debería reservarse para causas que de veras lo merezcan.

Frente a la comunicación parece alzarse un valladar inexpugnable: la razón de estado, que ciertamente existe y tiene los derechos que tiene para salvaguardar a la nación y cuidar sus vínculos con el mundo. Así dicho es ya un elemento enorme, y si se agrega que se trata de una nación bloqueada, asediada, agredida por fuerzas poderosas y carentes de ética, asesinas, los derechos de esa razón se perciben más incontestables aún. Pero, para un gobierno revolucionario, la razón de estado encarna un desafío particularmente serio: impedir que en las contradicciones entre esa razón y la razón moral esta última quede desguarecida.

Quizás para que las contradicciones no lleguen a esos extremos la única salida práctica y ética sea recordar, y hacer valer, que la información del pueblo es también, o así debería considerarse, una razón de estado. Se necesitan espacios para que la información no la reemplace el silencio, y si apostamos por los medios públicos para orientar la comunicación, en ellos se deberá crear o reconocer tales espacios.

Pero lo que eso representa es más fácil definirlo que manejarlo, y resulta insoslayable tener presente —no para resignarse, sino para salir airosos de los equívocos fabricados con él— un “argumento” que todo lo enmaraña: cuanto se diga desde la Revolución sus enemigos lo calificarán de oficial, o de oficialista, y eso, dicho por ellos, se sabe qué connotaciones y retintines arrastra.

Un órgano oficial no deberá acoger informaciones utilizables contra la nación y su estabilidad en las relaciones internacionales, pero eso no ha de ser motivo para guardar silencio sobre la matanza o la desaparición forzada de jóvenes porque ellas ocurran en un país con el cual Cuba tenga buenas relaciones, algo aplicable asimismo a crímenes cometidos por representantes de instituciones religiosas determinadas. No será sano que el pueblo tenga que enterarse de hechos semejantes por los vericuetos del rumor.

Ante recientes actos violentos en la Finca de los Monos —magnificados se sabe por quiénes, y con qué propósitos—, una vez más nuestros medios tardaron en dar la información. Por ello les tocó centrarse no en informar, sino en revertir la desinformación, y esta infecta la atmósfera, aunque sea desmentida con pruebas.

La realidad se complica todavía más cuando, sean cuales sean las valoraciones que ellas merezcan, las redes sociales evidencian que en ningún país los medios tradicionales tienen hoy el monopolio informativo que detentaron antes. Pero contra el proyecto político cubano siguen operando los medios tradicionales de naciones poderosas y gran parte de la urdimbre de redes controladas también básicamente desde esas naciones. Lo que unos y otras hacen no se queda en el exterior: llega a nuestra sociedad, que no está ni puede estar en una urna blindada, aunque haya quienes parezcan creerlo, o desearlo.

Ojalá los casos de demoras nuestras en el tratamiento de temas diversos hubieran terminado en los sucesos de la Finca de los Monos, que trató con seriedad y altura profesional el periodista Enrique Milanés León, en Cubaperiodistas. Pero parece difícil que alguien no recuerde otras muestras ya sea de tardanzas similares o de información que no se dio o se dio de manera incompleta, insatisfactoria.

En la misma reunión aquí aludida se citaron ejemplos de esas insuficiencias, no todos lejanos en el tiempo. Solo en cuanto a casos que deben suponerse concluidos, habrá quienes todavía estén esperando saber en qué pararon los procesos seguidos contra los actos delictivos que cada noche se mostraban en la televisión durante el apogeo de la pandemia de covid-19.

Ante sucesos nacionales e internacionales queda con frecuencia en el aire lo que muchas personas —patriotas y revolucionarias, no enemigas— pueden estimar que es pobreza de la información ofrecida en nuestros medios. Reportar sobre un fallido intento de golpe de estado, por ejemplo, y omitir fracturas de las fuerzas revolucionarias que debían enfrentarlo no servirá para que las fracturas desaparezcan sustituidas por la fortaleza que quisiéramos, pero sí para que el pueblo cubano se quede sin la visión que desde nuestros propios medios se le podría ofrecer, someter a su ejercicio crítico de pueblo instruido para leer y valorar, no para creer pasivamente ni permanecer en la indiferencia.

No será necesario, ni juicioso, tomar partido por alguna de las tendencias que protagonizan las divisiones con que se agravan las debilidades que duele saber que existen los movimientos revolucionarios. Pero la información que debe darse, ha de contener al menos un llamamiento a la unidad que urge lograr para la lucha contra enemigos poderosos.

Con todo, parece más fácil vaticinar el peligro de ofrecer una información determinada, que el del error que puede hallarse en el silencio, pero el peligro de este último puede ser más costoso, y más difícil de corregir. Se necesitan buenas leyes, sí, y una práctica lúcida y bien dirigida para romper inercias frustrantes.

Ilustración de portada: Martirena

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Luis Toledo Sande
Escritor, investigador y periodista cubano. Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Autor de varios libros de distintos géneros. Ha ejercido la docencia universitaria y ha sido director del Centro de Estudios Martianos y subdirector de la revista Casa de las Américas. En la diplomacia se ha desempeñado como consejero cultural de la Embajada de Cuba en España. Entre otros reconocimientos ha recibido la Distinción Por la Cultura Nacional y el Premio de la Crítica de Ciencias Sociales, este último por su libro Cesto de llamas. Biografía de José Martí. (Velasco, Holguín, 1950).

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